– No.
– ¡Estoy embarazada! -chilló Tessa.
– No es culpa mía.
Tessa siguió rascando su tarrina. Para molestar aún más, comenzó a frotar la planta del pie contra las incrustaciones de madera nudosa del salpicadero.
Pasó un minuto antes de que Sara sintiera que un sentimiento de culpa de hermana mayor la golpeaba como un martillo. Intentó combatirlo comiendo más helado, pero se le atascó en la garganta.
– Toma, eres como una niña grande. Le entregó la taza.
– Gracias -dijo Tessa en tono cariñoso-. Quizá luego podríamos comprar un poco más para después -sugirió-. ¿Podrías ir tú a buscarlo? No quiero que piensen que soy una glotona y, además -sonrió dulcemente, agitando las pestañas-, puede que el chaval del mostrador se haya enfadado conmigo.
– No me imagino por qué.
Tessa parpadeó con aire inocente.
– Algunas personas son muy sensibles.
Sara abrió la portezuela, contenta de tener una razón para salir del coche. Se había alejado un metro cuando Tessa bajó la ventanilla.
– Lo sé -dijo Sara-. Extra de chocolate.
– Sí, pero espera un momento. -Tessa calló para poder lamer el helado que había en un lado de su teléfono móvil antes de sacarlo por la ventanilla-. Es Jeffrey.
Sara aparcó en un terraplén de grava, entre un coche de policía y el de Jeffrey, frunciendo el ceño al oír cómo la grava golpeaba el lateral del vehículo. La única razón por la que Sara cambió su descapotable de dos plazas por un modelo más grande había sido para poder instalar una sillita portabebés. Entre Tessa y los elementos, el BMW estaría hecho un asco antes de que naciera la criatura.
– ¿Es aquí? -preguntó Tessa.
– Sí.
Sara tiró del freno de mano y miró la cuenca seca del río que tenían delante. Georgia llevaba padeciendo sequía desde mediados de los noventa, y el enorme río que antaño fluía por el bosque como una serpiente rolliza e indolente no era más que un arroyo por donde circulaba un hilillo de agua. Sólo quedaba un lecho seco y agrietado, y el puente de cemento que quedaba a diez metros de altura parecía fuera de lugar, aunque Sara recordaba una época en que la gente pescaba allí.
– ¿Eso es el cadáver? -preguntó Tessa, al tiempo que señalaba a un grupo de hombres que formaban un semicírculo.
– Probablemente -respondió Sara, preguntándose si esos terrenos pertenecían a la universidad.
Grant County comprendía tres ciudades: Heartsdale, Madison y Avondale. Heartsdale, que albergaba el Instituto Tecnológico de Grant, era la joya del condado, y cualquier crimen que se cometiera dentro de sus límites se consideraba mucho más horrible. Un asesinato en los terrenos de la universidad sería una verdadera pesadilla.
– ¿Qué ha pasado? -preguntó Tessa impaciente, aunque jamás se había interesado por el trabajo de Sara.
– Eso es lo que se supone que debo averiguar -le recordó Sara, extendiendo la mano hacia la guantera para coger el estetoscopio.
No había mucho espacio, y la mano de Sara se apoyó en el dorso del vientre de Tessa. La dejó allí por un momento.
– Oh, Sissy -musitó Tessa, agarrando la mano de Sara-. Te quiero tanto.
Sara se rió de las repentinas lágrimas de Tessa, pero, por alguna razón, también sintió que algo se desgarraba en su interior.
– Yo también te quiero, Tessie. -Apretó la mano de su hermana y dijo-: Quédate en el coche. No tardaré.
Cuando cerró la portezuela del automóvil, vio a Jeffrey dirigirse hacia ella. Tenía el pelo negro, y lo llevaba muy repeinado hacia atrás, aún un poco húmedo en la nuca. Vestía un traje gris carbón hecho a medida, perfectamente planchado, y una placa dorada de policía le asomaba del bolsillo superior de la americana.
Sara llevaba unos pantalones de chándal ya en pleno declive y una camiseta que había dejado de ser blanca durante la administración Reagan. Calzaba playeras sin calcetines, con los cordones flojos para podérselas meter y sacar con el menor esfuerzo posible.
– No hacía falta que te pusieras tu mejor vestido -bromeó Jeffrey, pero ella percibió la tensión de su voz.
– ¿Qué ha pasado?
– No estoy seguro, pero yo diría que hay algo raro… -Se calló y miró en dirección al coche-. ¿Te has traído a Tess?
– Me venía de paso, y ella quería venir…
Sara no acabó la frase, porque la verdad es que no había ninguna explicación, aparte de que, en aquel momento, la única meta en la vida de Sara era hacer feliz a Tessa… o, cuando menos, impedir que se quejara.
Jeffrey lo entendió.
– Supongo que no valía la pena discutir con ella.
– Me prometió quedarse en el coche -dijo Sara.
En ese momento oyó cerrarse a su espalda la portezuela del vehículo. Puso los brazos en jarras y se dio la vuelta. Tessa le decía adiós con la mano.
– Tengo que ir ahí -dijo Tessa, señalando una hilera de árboles a lo lejos.
– ¿Vuelve a casa andando? -preguntó Jeffrey.
– Tiene que ir al baño -le explicó Sara, viendo cómo Tessa subía la colina hacia el bosque.
Los dos se quedaron mirando a Tessa subir la empinada cuesta, las manos entrelazadas bajo la tripa, como si llevara un cesto.
– ¿Te enfadarás conmigo si me echo a reír cuando baje la colina? -preguntó Jeffrey.
Sara se rió con él en lugar de contestar.
– ¿Crees que tendrá algún problema cuando llegue arriba? -volvió a preguntar.
– No te preocupes -le dijo Sara-. No la matará hacer un poco de ejercicio.
– ¿Estás segura? -insistió Jeffrey, preocupado.
– Se encuentra bien -le tranquilizó Sara.
Jeffrey no sabía nada de embarazos. Probablemente tenía miedo de que Tessa se pusiera a parir antes de llegar a la arboleda. Ya quisiera ella que fuera tan fácil.
Sara echó a andar hacia la escena del crimen, pero se detuvo al ver que él no la seguía. Se volvió; ya sabía lo que le esperaba.
– Esta mañana te fuiste muy temprano -le dijo él.
– Imaginé que necesitarías dormir. -Sara retrocedió hasta él y le sacó un par de guantes de látex del bolsillo de la americana. Le preguntó-: ¿Qué te pasa?
– No estaba tan cansado -contestó, en el mismo tono insinuante que habría utilizado por la mañana si ella se hubiera quedado.
Sara manoseó los guantes, pensando qué decir.
– Tenía que sacar a los perros.
– Podrías haberlos traído.
Sara le lanzó una expresiva mirada al coche patrulla.
– ¿Es nuevo? -preguntó, fingiendo curiosidad.
Grant County era un lugar pequeño. Sara había oído hablar del automóvil antes de que lo aparcaran delante de la comisaría.
– Lo trajeron hace un par de días -dijo Jeffrey.
– Las letras parecen nuevas -dijo ella de pasada.
– ¿Y qué? -contestó, con la coletilla irritante que utilizaba últimamente cuando no sabía qué decir.
Sara no iba a soltar su presa.
– La chica ha hecho un buen trabajo.
Jeffrey le sostuvo la mirada, como si no tuviera nada que ocultar. A Sara le habría impresionado de no haber sido porque él había utilizado la misma expresión la última vez que le aseguró que no la engañaba.
Sara sonrió, tensa, y repitió:
– ¿Qué es lo que te parece raro?
Jeffrey soltó un seco bufido de irritación.
– Ahora lo verás -dijo, mientras se encaminaba hacia el río.
Sara caminaba a paso normal, pero Jeffrey aminoró la marcha para que ella no se quedara rezagada. Estaba enfadado, pero ella no permitía que sus malos humores la intimidaran.
– ¿Es una estudiante? -preguntó Sara.
– Probablemente -dijo él, cortante-. Le registramos los bolsillos. No llevaba ninguna identificación, pero el terreno de este lado del río pertenece a la universidad.
– Estupendo -murmuró Sara.
Se preguntaba cuánto tardaría en aparecer Chuck Gaines, el nuevo jefe de seguridad de la universidad, para empezar a poner pegas a su labor. Era fácil deshacerse de Chuck, pero la directriz principal de Jeffrey, en calidad de jefe de policía de Grant County, era procurar que la universidad fuera una balsa de aceite. Era algo que Chuck sabía mejor que nadie, y se aprovechaba de ello siempre que podía.