Volvió a indicar que no.

– Creemos que allí había alguien. -Sara se interrumpió-. Sabemos que había alguien en el bosque. Puede que quisiera la bolsa. A lo mejor él…

No acabó todo lo que pensaba decirle. Demasiada información sólo serviría para confundir a su hermana, y Sara no estaba segura de lo ocurrido.

– Alguien te apuñaló -afirmó Sara.

Tessa esperó a oír más.

– Te encontré en el bosque. Estabas en medio del claro, en el suelo, y yo… hice lo que pude. Intenté ayudar. Pero no pude. -Sara estaba a punto de perder la compostura otra vez-. Dios mío, Tessie, intenté ayudarte.

Sara apoyó la cabeza en la cama, avergonzada de llorar. Debía ser fuerte para su hermana, quería demostrarle que podían superar eso juntas, pero lo único que tenía en la cabeza era su propia culpa. Después de cuidar de Tessa toda la vida, Sara le fallaba en el momento que más la necesitaba.

– Oh, Tess -sollozó Sara, que necesitaba el perdón de su hermana más que ninguna otra cosa en la vida-. Lo siento.

Sintió que Tessa le ponía la mano en la nuca. Al principio movió la mano con torpeza, pero Sara comprendió que intentaba atraerla hacia ella.

Sara levantó la mirada. Tenía la cara a pocos centímetros de Tessa.

Su hermana movió los labios, aún no acostumbrada a utilizar la boca. Musitó la palabra: «¿Quién?». Quería saber quién lo había hecho, quién había matado al niño.

– No lo sé -dijo Sara-. Intentamos averiguarlo, cariño. Jeffrey hace todo lo que puede. -Se le hizo un nudo en la garganta-. Se asegurará de que el que lo hizo no vuelva a hacerle daño a nadie.

Tessa llevó los dedos a la mejilla de Sara, debajo del ojo. Con una mano temblorosa, le secó las lágrimas.

– Lo siento mucho, Tessie. Lo siento mucho. -Sara le imploró-: Dime qué puedo hacer. Dímelo.

Cuando Tessa habló, tenía la voz rasposa, poco más que un susurro. Sara la vio mover los labios, pero oyó hablar a Tessa con la misma claridad que si hubiera gritado.

– Encuéntralo.

LUNES

5

Jeffrey se inclinó para recoger el periódico del porche delantero de Sara antes de entrar en la casa. Le había dicho que estaría allí a las seis de la mañana para que ella pudiera llamarle y contarle las últimas noticias de Tessa. La noche pasada, al teléfono, Sara parecía destrozada. Más que cualquier otra cosa, Jeffrey detestaba oírla llorar. Le hacía sentir inútil y débil, dos características que despreciaba en cualquiera, sobre todo en él.

Jeffrey encendió las luces del pasillo. En la otra punta de la casa oyó moverse a los perros, el tintineo de sus collares, sus sonoros bostezos, pero no salieron a ver quién había llegado. Tras haberse pasado dos años corriendo en el canódromo de Ebro, los dos galgos de Sara detestaban gastar energía a no ser que fuera necesario.

Jeffrey silbó, arrojó el periódico sobre el mármol de la cocina y le echó un vistazo a la primera página mientras esperaba a los perros. La fotografía que se veía sobre el pliegue mostraba a Chuck Gaines de pie entre su padre y Kevin Blake. Al parecer, el sábado los tres habían ganado un torneo de golf en Augusta. Debajo, un artículo animaba a los votantes a apoyar un nuevo referéndum que ayudaría a sustituir las caravanas que había delante de la universidad por aulas permanentes. Las prioridades del Grant Observer eran darle siempre el protagonismo a Albert Gaines, que poseía la mitad de los edificios de la ciudad y en cuyo banco estaban hipotecados los propietarios de los demás.

Jeffrey silbó otra vez para llamar a los perros, preguntándose por qué tardaban tanto. Por fin aparecieron en la cocina con parsimonia, golpeando la cola en los azulejos blancos y negros del suelo. Les permitió salir al patio vallado, dejando la puerta abierta para que volvieran cuando acabaran de hacer sus cosas.

Antes de que se le olvidara, Jeffrey sacó dos tomates del bolsillo de su americana y los metió en la nevera de Sara junto a una bola verde de aspecto extraño que quizás, en algún momento de su breve y triste vida, fue alimento. Marla Simms, su secretaria, era aficionada a la jardinería, y Jeffrey no podía con toda la comida que le daba. Conociendo a Marla y su afición a meter las narices donde nadie la llamaba, probablemente lo hacía a propósito, con la esperanza de que la compartiera con Sara.

Jeffrey le puso un poco de comida preparada a Bubba, el gato de Sara, aunque Bubba nunca salía hasta que Jeffrey no se había ido. El gato sólo bebía de un cuenco que había junto a la habitación donde estaba la lavadora y la caldera, y cuando Jeffrey vivía en la casa constantemente tropezaba con él y lo volcaba de manera accidental. El gato se tomaba eso y otras cosas como algo personal. Jeffrey y Sara mantenían una relación de amor-odio con el animal. Sara lo adoraba, y Jeffrey lo detestaba.

Los perros entraron trotando en la cocina cuando Jeffrey abría una lata de comida. Bob se apretó contra la pierna de Jeffrey para que lo acariciara mientras Billy se tendía en el suelo, exhalando un suspiro, como si acabara de escalar el Everest. Jeffrey nunca había entendido que esos animales tan grandes pudieran ser perros domésticos, pero los dos galgos parecían muy contentos de quedarse en casa todo el día. Si permanecían en el patio demasiado tiempo, se sentían solos y saltaban la valla para ir a buscar a Sara.

Con el hocico, Bob volvió a empujarle contra el mármol.

– Un momento -le dijo Jeffrey, recogiendo los cuencos. Arrojó en su interior un par de cucharadas de comida seca, y luego la mezcló con la enlatada con una cuchara sopera. Jeffrey sabía por experiencia que los perros se comían cualquier cosa que les echaran en el cuenco (Billy consideraba el cajón del gato su bandeja personal de aperitivos), pero a Sara le gustaba mezclarles la comida, así que él lo hizo.

– Aquí tenéis -dijo Jeffrey, y les acercó la comida.

Se aproximaron a los cuencos, mostrándole sus esbeltas ancas mientras comían. Jeffrey se los quedó mirando un instante antes de decidirse a hacer algo de provecho y limpiar la cocina. Sara no era la persona más ordenada del mundo ni aunque tuviera un buen día, y los platos sucios de la cena del viernes aún se amontonaban en el fregadero. Colgó la americana del respaldo de una silla de la cocina y se arremangó.

Encima del fregadero había una ventana grande que proporcionaba una vista tranquila del lago, y Jeffrey se quedó observando el agua con aire ausente mientras fregaba. Le gustaba estar en casa de Sara, le gustaba la sensación hogareña de la cocina y de las butacas cómodas y mullidas que tenía en la sala de estar. Le gustaba hacerle el amor con las ventanas abiertas, oyendo los pájaros del lago, oliendo el aroma a champú de su pelo, viendo cómo se cerraban los ojos cuando ella se ponía encima de él. Le gustaba tanto todo eso que Sara debía de haberlo intuido; pasaban la mayor parte del tiempo juntos en casa de él.

Sonó el teléfono cuando estaba fregando el último plato, y Jeffrey estaba tan ensimismado que casi lo dejó caer.

Lo cogió al tercer timbrazo.

– Hola -dijo Sara, con un cansado hilo de voz.

Jeffrey cogió una toalla para secarse las manos.

– ¿Cómo está Tess?

– Mejor.

– ¿Ha recordado algo?

– No.

Sara se quedó callada, y Jeffrey no supo si lloraba o es que estaba demasiado cansada para hablar.

La visión de Jeffrey se volvió borrosa, y en su imaginación se vio de nuevo en el bosque, apretando con la mano el vientre de Tessa, la camisa empapada con su sangre. Billy se volvió hacia Jeffrey como si intuyera que algo no iba bien, pero enseguida regresó a su desayuno, y la chapa metálica de su collar tintineó contra el cuenco.

– Y tú, ¿aguantas bien? -le preguntó Jeffrey.

Sara emitió un ruido que podía significar cualquier cosa.


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