Este análisis físico devastador y en gran parte correcto fue escrito por Wallace a los ochenta y cuatro años. Su conclusión fue que en Marte la vida es decir, la existencia de ingenieros civiles interesados en hidráulica era imposible. No dijo nada sobre los microorganismos.

A pesar de la crítica de Wallace, a pesar de que otros astrónomos con telescopios y lugares de observación tan buenos como los de Lowell no pudieran encontrar señal alguna de los fabulados canales, la idea que Lowell tenía de Marte tuvo gran aceptación popular. Tenía una cualidad mítica tan vieja como el Génesis. Parte de su atractivo venía de que el siglo diecinueve fue una época de maravillas de la ingeniería, incluyendo la construcción de enormes canales: el canal de Suez, acabado en 1869; el canal de Corinto, en 1893; el canal de Panamá, 1914; y más cercanas a nosotros, las esclusas del Gran Lago, los canales para barcazas del norte del Estado de Nueva York, y los canales de riego del Sureste de los Estados Unidos. Si los americanos y los europeos podían realizar tales hazañas, ¿por qué no los marcianos? ¿No podía llevar a cabo esfuerzos superiores una especie más antigua y más sabia, capaz de enfrentarse valientemente con la desecación cada vez mayor del planeta rojo?

Nosotros hemos enviado satélites de reconocimiento en órbita alrededor de Marte. Hemos cartografiado el planeta entero. Hemos hecho aterrizar en su superficie dos laboratorios automáticos. Puede decirse que, desde los días de Lowell, los misterios han aumentado en Marte. Sin embargo, después de estudiar fotografías mucho más detalladas de Marte que cualquier imagen que Lowell pudiera haber vislumbrado nunca, no hemos hallado un solo afluente de la pretendida red de canales, ni una sola esclusa. Lowell y Schiaparelli y otros realizaron sus observaciones visuales en condiciones de visibilidad dificultosa, y se equivocaron quizás en parte por una predisposición a creer en la existencia de vida en Marte. Los cuadernos de observación de Percival Lowell reflejan un esfuerzo continuado en el telescopio durante muchos años. Lowell se muestra enterado del escepticismo expresado por otros astrónomos sobre la realidad de los canales. En los cuadernos aparece un hombre convencido de que ha hecho un importante descubrimiento y dolido de que otros no hayan comprendido todavía su importancia. En su cuaderno de 1905, por ejemplo, hay un apunte del 21 de enero: Aparecen canales dobles en destellos, convenciendo de su realidad. Al leer los cuadernos de Lowell tengo la inequívoca sensación de que realmente estaba viendo algo. Pero, ¿qué?

Cuando Paul Fox, de Corneli, y yo comparamos los mapas de Lowell sobre Marte con las imágenes orbitales del Mariner 9 que en ocasiones tenían una resolución mil veces superior a la del telescopio refractor de veinticuatro pulgadas de Lowell, situado en la Tierra, no encontramos prácticamente ninguna correlación. Había que excluir que el ojo de Lowell hubiera conectado entre sí pequeños detalles inconexos de la superficie de Marte formando ilusorias líneas rectas. En la posición de la mayoría de sus canales no había manchas oscuras ni cadenas de cráteres. Allí no había rasgos en absoluto. Entonces, ¿cómo podía él haber dibujado los mismos rasgos año tras año? ¿Cómo pudieron otros astrónomos algunos de los cuales dijeron no haber examinado con detalle los mapas de Lowell hasta después de sus propias observaciones dibujar los mismos canales? Uno de los grandes hallazgos de la misión del Mariner 9 a Marte fue que hay rayas y manchas, variables con el tiempo, en la superficie de Marte muchos relacionados con las murallas de los cráteres de impacto que cambian según las estaciones. Se deben al polvo arrastrado por el aire y sus formas varían de acuerdo con los vientos estacionases. Pero las rayas no tienen la índole de los canales, no ocupan la posición de los canales, y ninguno de ellos tiene individualmente el tamaño suficiente para ser visto de entrada desde la Tierra. Es inverosímil que en las primeras décadas de este siglo hubiera en Marte rasgos reales, parecidos a los canales de Lowell, que hubieran desaparecido sin dejar rastro al ser ya factibles las investigaciones de cerca con naves espaciales.

Parece que los canales de Marte se deben a un funcionamiento defectuoso de la combinación humana mano/ojo/cerebro en condiciones difíciles de visión (por lo menos de la combinación de algunos hombres, porque muchos astrónomos observando con instrumentos de igual calidad en la época de Lowell y después, afirmaron que no había canales). Pero difícilmente puede ser esta explicación completa, y yo tengo la sospecha insistente de que algún aspecto esencial del problema de los canales marcianos está aún por descubrir. Lowell siempre dijo que la regularidad de los canales era un signo inequívoco. de su origen inteligente. Y no se equivocaba. Sólo falta saber en qué lado del telescopio estaba la inteligencia.

Los marcianos de Lowell, que eran benignos y esperanzadores, incluso algo parecidos a dioses, eran muy diferentes a la maligna amenaza expuesta por Wells y Welle s en La guerra de los mundos. Los dos tipos de ideas pasaron a la imaginación pública a través de los suplementos dominicales y de la ciencia ficción. Yo recuerdo haber leído de niño, fascinado y emocionado, las novelas marcianas de Edgar Rice Burroughs. Viajé con John Carter, caballero aventurero de Virginia, hasta Barsoom, el nombre que daban a Marte sus habitantes. Seguí a manadas de bestias de carga con ocho patas, los thoat. Y conseguí la mano de la bella Dejah Thoris, princesa de Helium. Me hice amigo de un luchador verde de cuatro metros, llamado Tars Tarkas. Me paseé por las ciudades en aguja y por las abovedadas estaciones de Barsoom, y a lo largo de las verdes veredas de los canales de Nylosirtis y Nephentes.

¿Era posible de hecho y no en la fantasía aventurarse realmente con John Carter en el reino de Helium del planeta Marte? ¿Podríamos aventuramos y salir al exterior una tarde de verano, con nuestro camino iluminado por las dos rápidas lunas de Barsoom, viviendo un viaje de altas emociones científicas? Todas las conclusiones de Lowell sobre Marte, incluyendo la existencia de los Tabulados canales, resultaron ser inconsistentes; pero su descripción del planeta tuvo por lo menos esta virtud: logró que generaciones de niños de ocho años, la mía entre ellas, consideraran la exploración de los planetas como una posibilidad real, se preguntaran si nosotros mismos podríamos volar algún día hasta Marte. John Carter consiguió llegar allí simplemente al situarse de pie en un campo extendiendo sus manos y deseándolo. Recuerdo haberme pasado, de niño, bastantes horas con los brazos resueltamente extendidos en un campo solitario implorando a lo que creía que era Marte, para que me trasladara hasta allí. Nunca dió resultado. Tenía que haber otros sistemas.

Las máquinas, al igual que los organismos, también tienen su evolución. El cohete empezó en China, como la pólvora que lo impulsó primeramente, y allí se utilizó para cometidos ceremoniales y estéticos. Fue importado a Europa hacia el siglo catorce, donde se aplicó a la guerra; a finales del siglo diecinueve, el ruso Konstantin Tsiolkovsky, un profesor de escuela, lo propuso como medio para trasladarse a los planetas, y el científico americano Robert Goddard lo desarrolló seriamente por primera vez para el vuelo a gran altitud. PI cohete militar alemán V 2 de la segunda guerra mundial empleaba prácticamente todas las innovaciones de Goddard y culminó en 1948 con el lanzamiento de la combinación de dos fases V 2/WAC Corporal a la altura entonces sin precedentes de 400 kilómetros. En los años cincuenta, los adelantos de ingeniería protagonizados por Sergei Korolov en la Unión Soviética y por Werner von Braun en los Estados Unidos, utilizados como sistemas para el envío de armas de destrucción masiva, condujeron a los primeros satélites artificiales. El ritmo del progreso ha continuado activo: vuelos orbitales tripulados; hombres en órbita y luego aterrizando en la Luna; y naves espaciales sin tripulación lanzadas hacia el exterior para atravesar el sistema solar. Muchas otras naciones han enviado ya naves espaciales, incluyendo a Inglaterra, Francia, Canadá, Japón y China, la sociedad que inventó en primer lugar el cohete.


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