En el curso de la ruta, el goldobservó a menudo el cielo, hablando consigo mismo, y acabó por preguntarme:
—Bueno, capitán, ¿vamos a volver muy pronto o no? Creo que la noche será mala.
Le objeté que el lago no estaba lejos y que no íbamos a quedarnos mucho tiempo.
Dersu era conciliador. Siempre se le podía persuadir sin dificultad. Él consideraba su deber señalar toda amenaza de peligro, pero si no se le escuchaba, se resignaba y avanzaba en silencio, sin discutir jamás.
—Bueno, capitán —me respondió—. A ti te corresponde decidir; lo que es bueno para ti, es bueno para mí.
Estas últimas palabras representaban la fórmula habitual que le servía para expresar su consentimiento.
No se podía marchar de otra manera que costeando los bordes de las corrientes de agua y de los pequeños lagos, ya que el suelo estaba un poco más seco que en otras partes. Elegimos la orilla izquierda del brazo del río donde se encontraba nuestro campamento. Después de haber seguido durante un tiempo bastante largo la dirección deseada, esta corriente de agua se volvió bruscamente hacia atrás. Entonces la abandonamos para atravesar un pequeño pantano y pudimos ganar otro brazo estrecho, pero más profundo. Después de franquearlo debimos abrirnos camino de nuevo a través de los juncos. Así, explorando durante algún tiempo el campo, contorneando los charcos de agua estancada y saltando de un montículo a otro, franqueamos, en total, alrededor de tres kilómetros. Yo me detuve, al fin, para poder orientarme. El viento violento que venía ahora del norte, es decir, de la parte del lago, hacía balancear y resonar los juncos. Algunas veces, los doblaba hacia la tierra, descubriendo así lo que había enfrente. El horizonte norte estaba envuelto en una bruma que parecía una humareda. Pero el sol quedaba por lo menos visible a través de las nubes, lo que yo consideraba como un buen signo. Por fin, percibimos el lago de Janka, rugiente y lleno de espuma.
Dersu me hizo observar los pájaros. Su migración tranquila se había transformado en una huida precipitada. Empleando el lenguaje de los cazadores, avanzaban ahora «en oleadas», pero de forma desordenada. Viniendo a nuestro encuentro, parecían inmensos dragones de tiempos legendarios. No se les veían ya ni las patas ni la cola; sólo una masa informe que se acercaba batiendo sus largas alas, con una rapidez increíble. Cuando nos percibían, los pájaros se elevaban de golpe, pero tan pronto como el peligro había pasado, volvían a formar sus filas y a descender más cerca de la tierra.
Hacia mediodía, llegamos al lago. Este mar de agua dulce —el lago de Janka tiene 95 kilómetros de largo y una superficie de 2.400 kilómetros cuadrados— tenía en ese momento un aspecto amenazante. Sus aguas hervían como en una caldera. Después de nuestra larga marcha por los pantanos herbáceos, el aspecto de esta gran superficie libre era muy agradable. Me senté sobre la arena para contemplar el agua. Las olas tienen un atractivo especial; se pueden pasar horas enteras viéndolas romper contra la orilla. El lago estaba desierto; no se percibía ninguna vela ni ninguna especie de barco.
Erramos junto a la orilla alrededor de una hora, abatiendo algunos pájaros.
—Los patos han cesado su vuelo —gritó el gold.
De hecho, el vuelo de los pájaros había cesado de golpe. La bruma negra que velaba el horizonte se levantó súbitamente. Ya no se veía más el sol. Nubes aisladas, de un color blanquecino, parecían perseguirse a través del cielo sombrío. Sus bordes rasgados pendían como trapos, como andrajos de algodón gris.
—Capitán, tenemos que regresar rápidamente —dijo Dersu—. Tengo un poco de miedo.
Debíamos, en efecto, pensar en el regreso al campamento. Nos reajustamos rápidamente el calzado antes de volver sobre nuestros pasos. Cuando llegué de nuevo a los grandes juncos, me volví para echar una última ojeada sobre el lago. Sacudido de una orilla a la otra, proyectaba una espuma amarillenta.
—El agua sube —notó Dersu observando la orilla.
Tenía razón; el viento impetuoso había empujado las aguas del lago hacia la desembocadura del Lefu, y el río se desbordaba e inundaba la llanura. Llegamos a un ancho brazo del río que nos impidió el camino. Yo no creí reconocer este lugar; Dersu no pudo tampoco. Me detuve para reflexionar un poco y volví hacia la izquierda. Pero como el canal hacía una curva para seguir en otra dirección, lo abandonamos para avanzar directamente hacia el sur. Unos minutos más tarde nos encontramos con un pantano, así que regresamos pronto al canal. Por otra parte, también tuvimos que abandonar éste sin tardar, marchando ahora hacia la derecha. Eso nos llevó a otro brazo, que vadeamos. Después fuimos hacia el este para llegar bien pronto a una verdadera hondonada pantanosa. Por fin, encontramos una banda estrecha de terreno seco, formando una especie de puente a través del aguazal. Tanteando el suelo con nuestros pies, recorrimos prudentemente más de quinientos metros y llegamos a un espacio menos húmedo, pero siempre cubierto de hierbas espesas. El pantano parecía franqueado definitivamente.
Miré mi reloj. Eran alrededor de las cuatro de la tarde, pero el crepúsculo parecía haber llegado ya. Nubes pesadas y muy bajas, corrían rápidamente hacia el sur. De acuerdo con mis cálculos, no nos quedaban más que dos kilómetros y medio para volver a nuestro campamento al borde del río. Una colina aislada, situada frente a frente del campo, nos servía de punto de referencia. De este modo, era imposible perdernos; a lo único que nos exponíamos era a un retraso. Pero de improviso nos encontramos frente a un lago importante. Cuando quisimos rodearlo, resultó bastante largo. Tomando a la izquierda, hicimos alrededor de ciento cincuenta pasos y llegamos a otro brazo del río, cuyo curso formaba un ángulo recto con el lago. Entonces, elegimos otra dirección y volvimos a encontrar pronto el pantano infranqueable. Me decidí a intentar la posibilidad, marchando otra vez a la derecha. Pero el agua no tardó en empapar nuestros zapatos y no vimos frente a nosotros más que grandes charcos.
Era evidente que nos habíamos perdido. Como la situación se agravaba, propuse al goldvolver sobre nuestros pasos, a la busca del istmo que nos había llevado a esta isla. Dersu consintió, pero nos fue imposible, deshaciendo el camino, encontrar nuestro istmo.
El viento se apaciguó súbitamente. De lejos, escuchábamos siempre el rugido del gran lago. Oscurecía, y los copos de nieve se pusieron a revolotear por el aire. La calma no duró más que algunos momentos, seguida de una ráfaga repentina. La nieve cayó más fuerte.
—Tendremos que pasar la noche aquí —fue mi reflexión; pero me acordé al instante de que en esta isla no había leña, ni arbustos, nada más que agua y hierba. Aquello me dio escalofríos.
—¿Qué vamos a hacer? —pregunté a Dersu.
—Tengo mucho miedo —respondió.
Sólo entonces comprendí toda la gravedad de nuestra situación. Íbamos a quedarnos toda la noche, con la tempestad, en medio de esos pantanos, sin fuego y sin ropa abrigada. No tuve otra esperanza que Dersu, viendo en él la única posibilidad de salvación.