Una escasa ración de maíz mondado, algunas legumbres saladas y dos panecillos de trigo, componen el menú completo de estos obreros. Agachados delante de una mesa exigua, comieron en silencio. Después de la comida, los chinos se desnudaron para ir a acostarse en sus kangs.
Después de pagar al patrón, remontamos el río Fudzin, que forma cerca de allá una curva en forma de pi griega. Al llegar, seguimos el sendero que va a la derecha hacia la montaña y representa un atajo considerable. Este camino nos obligó a atravesar crestas y también una fuente de aguas abundantes.
A mediodía, ordené un alto cerca de un arroyo. Después del té, sin esperar siquiera a que se hubiera cargado a los animales, di las órdenes necesarias y proseguí solo el sendero. Tras haber franqueado un nuevo paso llegué todavía a un segundo, donde el sendero se dividió en dos; uno siguiendo a la izquierda y el otro todo derecho hacia el bosque. Escogí este último.
El bosque se hacía cada vez más alto y espeso. Bien pronto aparecieron las cimas redondeadas de los cedros y los conos puntiagudos de los abetos, que dan siempre a la vegetación un aspecto un poco triste. Sin prestar demasiada atención, franqueé todavía una pequeña cresta y descendí al valle vecino, alegrado por un ruidoso arroyo.
Fatigado, me senté bajo un viejo cedro. De lejos, me llegaban sonidos monótonos y tristes. Se acercaban poco a poco y escuché, por fin, justo por encima de mí, el ruido de un vuelo acompañado de un arrullo difuso. Elevé muy lentamente la cabeza y descubrí una tórtola salvaje de la especie que habita los bosques de la Siberia Oriental. Por descuido, dejé caer una cosa; el pájaro, espantado, se adentró precipitadamente en la espesura. Otro grito estridente me hizo reconocer a un cascanueces siberiano y muy pronto pude verlo, pesado, con la gruesa cabeza y el plumaje abigarrado. Trepando ágilmente a lo largo de los árboles, descascarillaba piñas de abeto y lanzaba gritos tan penetrantes que se hubiera dicho que quería anunciar mi presencia al bosque entero.
Cansado de quedarme en el mismo sitio, decidí volver sobre mis pasos para reunirme con mi tropa. En aquel momento, percibí un ligero ruido. Se escuchaba a alguien avanzar con precaución entre el barullo. «Sin duda, una fiera», pensé al instante, preparando mi fusil. El ruido se acercó. Con la respiración cortada me esforcé en percibir, a través de la espesura, al animal que iba a aparecer. Pero sentí un escalofrío cuando vi a uno de esos hombres a los que se llama «los buscadores». Y es que yo conocía por antiguas experiencias el peligro de un encuentro con este género de individuos.
En la taiga ussuriana, hay que prever siempre la posibilidad de encontrarse frente a frente con una fiera. Pero nada es tan desagradable como tropezarse con un ser humano. La bestia, por lo general, huye a la vista de un hombre y no lo ataca más que si es perseguida. En ese caso, cazador y animal saben lo que tienen que hacer. Un ser humano es completamente distinto. En la taiga no hay testigos oculares; además, la costumbre ha creado esta táctica singular: el hombre que percibe a otro, debe primero esconderse y tener su carabina dispuesta. En los bosques de esta región, todos se pasean armados: los indígenas chinos, coreanos y otros, y también los tramperos venidos de otra parte. El verdadero cazador-trampero es aquel que vive casi exclusivamente de su oficio. Por lo general, forma pareja con su padre, o algún pariente próximo. Se tiene a menudo interés de ir a cazar con un hombre de esta clase, pues disponen de muchos procedimientos curiosos adquiridos por una experiencia de largos años. Saben los lugares donde se acantona tal fiera, el medio de cercarla, tienen la capacidad de orientarse y de instalarse por la noche por el tiempo que sea, el talento de perseguir silenciosamente la caza y de imitar los gritos de los animales: tales son las características de estos profesionales. Pero hay que distinguir al «cazador-trampero» de lo que se llama un «buscador».
Éste es el que va a la taiga no para cazar, sino para ejercer una «industria» cualquiera. Además de su fusil, lleva una pala de zapador y una bolsa de cuero llena de ácidos. Aunque va sobre todo a la búsqueda de oro, no desdeña, ocasionalmente, perseguir al «bizco» (el chino) y al «cisne» (el coreano), hurtar una cama a su prójimo o matar una vaca de otro para vender su carne haciéndola pasar por la de una corza. Encontrarse a uno de estos buscadores es mucho más peligroso que encontrar una fiera.
Ahora bien, yo me encontraba en presencia de un individuo que pertenecía precisamente a esa especie. Vestido con un traje extraño, medio ruso y medio chino, encorvado, echando sin cesar miradas a todos lados, venía a cortarme el camino oblicuamente. De repente se detuvo, levantó prestamente la carabina de su espalda y se escondió detrás de un árbol. Comprendí que había detectado mi presencia. Pasamos algunos minutos inmóviles. Por fin, decidí tomar la iniciativa. Prudentemente, me deslicé a través de la maleza y llegué, un minuto después, a otro gran árbol. El «buscador» retrocedía igualmente, escondiéndose entre los zarzales. Esto me hizo comprender que me temía; no podía evidentemente admitir que yo estuviera solo y sospechaba, por el contrario, la proximidad de muchos otros representantes del género humano. Yo me retiré todavía un poco y miré hacia atrás. Su vestimenta azul era entonces apenas visible en la espesura. Suspiré con alivio y me alejé con precaución de aquella zona peligrosa, deslizándome con maña entre árbol y árbol y entre roca y roca. Cuando me sentí fuera del alcance de su fusil, volví a tomar el sendero y marché con paso ligero a reunirme con mi destacamento.
Al cabo de una media hora volví al cruce de caminos. Acordándome de las enseñanzas de Dersu, estudié las huellas dejadas sobre los dos senderos. Como las más frescas, procedentes de los caballos, iban hacia la izquierda, seguí esta dirección a paso acelerado y alcancé, después de marchar una media hora, el curso del Fudzin. Sobre la orilla opuesta vi una fanzachina, rodeada de una empalizada, y a nuestro destacamento, que acababa de detenerse.
Esta región se llama Iolayza. La fanzachina elegida para la instalación del campo, representaba la última fanzaagrícola situada sobre nuestro camino. Más allá, se extendía la taiga salvaje y desierta, que no ganaba una cierta animación hasta el invierno, en la época de la caza de la cibelina.
La tropa esperaba mi retorno. Ordené en seguida desensillar los caballos y levantar las tiendas. En aquel lugar debíamos aprovisionarnos por última vez. Después de un corto reposo, fui a ver otras fanzasque se encontraban cerca de las que habitaban los chinos. Los autóctonos del país ussuriano se llaman udehés,los que poblaban desde hacía tiempo la parte meridional de esta región, se asimilaron poco a poco a los chinos, hasta el punto de que no se podían ya distinguir en absoluto de sus vecinos. Sin embargo, lo que caracteriza a los udehéses su extrema pobreza.
Cuando me acerqué a una de sus habitaciones, uno de estos indígenas vino a mi encuentro. Vestido de harapos, los ojos enfermos, la cabeza roñosa, me saludó con una voz que denotaba una medrosa timidez. Unos niños desnudos jugaban con perros cerca de la fanza.Esta era vieja y estaba un poco ladeada; su revestimiento de arcilla, descascarillado en algunas partes; el viejo papel que recubría las ventanas, apedazado, amarillento por el tiempo y en parte destrozado; jirones de esteras se arrastraban sobre los kangspolvorientos; paños toscos, deslucidos y ahumados, se veían suspendidos de las paredes. No había más que abandono, suciedad y miseria.