Pero he aquí que de repente resonó detrás de mí un grito agudo, penetrante y corto, parecido a un fuerte tijeretazo. Me volví y percibí un burunduk,la ardilla siberiana estriada. Multicolor, alerta y graciosa, corría hábilmente por el ramaje caído, trepaba a los árboles y descendía para esconderse de nuevo en la hierba. Su piel presenta varios matices de amarillo y tiene cinco rayas negras que se extienden a lo largo del lomo y los flancos.
Noté que esta ardilla volvía a menudo al mismo sitio y volvía a partir cada vez con una pequeña carga. Cuando se iba, sus carrillos acusaban siempre una hinchazón sensible, pero se encontraban otra vez hundidos en el momento de volver a la superficie. Me interesé en este juego y me aproximé para observarla. Sobre el ramaje caído estaban dispuestos pequeños champiñones secos, raíces y piñas de cedro. Como en el bosque no había todavía ni champiñones, ni piñas de cedro, era evidente que la ardilla los había sacado de su madriguera. Pero, ¿por qué motivo? Recordé entonces haber oído decir a Dersu que la ardilla acumula provisiones abundantes, a veces para un período de dos años. Para evitar su deterioro, las saca de vez en cuando a secar sobre el ramaje seco, listas para llevarlas por la noche a su madriguera.
Tras haberme detenido un poco en este lugar, avancé de nuevo. Viendo por todas partes árboles desgajados y revueltos recientemente, reconocí la obra de un oso, ya que es ésa su ocupación favorita. Él vagabundea por la taiga, divirtiéndose en levantar los troncos abatidos para buscar alguna cosa debajo. Los chinos aseguran en broma que el oso hace secar las ramas derribadas por el viento, exponiendo sus diferentes superficies al sol.
En mi camino de regreso, pasé sin pensarlo demasiado por los mismos lugares. Volví a ver el cedro inmenso que me había servido de abrigo, volví a atravesar el arroyo marchando sobre el mismo árbol derribado, caminé por el borde de un barranco pedregoso y llegué finalmente al lugar donde la ardilla había secado sus provisiones. En lugar de su madriguera, no quedaba más que un agujero profundo; las piñas y los champiñones estaban desparramados, mientras que en el suelo, francamente removido, se notaban las huellas de un oso. La escena se me representó muy clara: «el señor Oso» acababa de saquear la madriguera de la ardilla y de comer sus provisiones, y quizá también a su propietaria.
Se acercaba la noche. El silencio era perfecto. Avancé con prudencia para no enredarme al marchar. De repente, un ruido me clavó en el lugar: una gran bestia estaba resoplando delante de mí. Me abstuve de disparar para no provocar al animal, en el cual reconocí en seguida a un oso.
El oso olfateó el aire. Yo no soñaba; el tiempo me parecía infinitamente largo. Finalmente, sin poder aguantar más, me desplacé hacia la izquierda. Apenas había dado dos pasos, el animal emitió un gruñido y se escuchó un ruido de ramas rotas. Con el corazón encogido, obedeciendo a un movimiento instintivo... hice fuego. El ruido se alejó. El oso se batía en retirada.
Escuché en seguida un tiro de fusil disparado desde el campamento en respuesta al mío.
Al cabo de una media hora, divisé las luces del campamento.
Tras la puesta del sol, cuando desaparecieron los insectos del día —de volumen por lo menos apreciable— aparecieron otros, imperceptibles a la vista, llamados mokretz.Una picazón ardiente, que se instala en las orejas, es el primer índice de la aparición de esos horribles e ínfimos seres. La segunda impresión es la de una tela de araña que se posa sobre vuestro rostro y donde más se la sufre es en la frente. Pero los insectos penetran también en los cabellos, las orejas, la nariz y la boca. Los hombres no cesaban de jurar, escupir, frotarse el rostro con las manos. Nuestros cosacos pusieron pañuelos sobre sus gorras para protegerse un poco el cuello y la nuca.
—No hay forma de beber —me dijo uno de ellos, presentándome una copa.
Yo la llevé a los labios y noté que toda la superficie del té estaba cubierta de polvo.
—¿Qué significa esto? —pregunté al cosaco.
— Gnouss—respondió—. Se queman revoloteando en el vapor caliente; luego caen a pique en la caldera.
Traté de apartar esos menudos cadáveres de un soplido; traté también de sacarlos con mi cuchara, pero apenas coronados mis esfuerzos, otros bichitos venían a llenar mi copa. El cosaco tenía razón. No pude tragar mi té, lo vertí por tierra y fui a refugiarme bajo mi redecilla protectora.
Después de cenar, los soldados prepararon sus camas. Algunos se olvidaron de colgar sus mosquiteros y se acostaron al aire libre sin tomar esa precaución, abrigados solamente por sus mantas. Durante mucho tiempo, se revolvieron hacia un lado y otro, quejándose, gimiendo, arrebujándose hasta la cabeza, pero sin poder preservarse de los insectos que penetraban por las hendiduras y los pliegues más minúsculos. Por fin, uno de los tiradores no aguantó más:
—¡Hala! ¡Picad, y que se os lleve el diablo! —gritó, descubriéndose y apartando el brazo.
Esta exclamación provocó un estallido general de risa. Parece que los otros soldados celaban también como sus camaradas, pero que la pereza les impedía a todos levantarse el primero para hacer fuego y humo. Diez minutos después, una hoguera se puso a llamear. Los soldados se burlaron unos de otros, pero pronto volvieron a quejarse y a escupir. Poco a poco, no obstante, la calma acabó por imperar en nuestro campamento.
9
El paso del Sijote-Alin y la marcha hacia el mar
Por la mañana fui despertado por un ruido de voces. Eran las cinco. Los relinchos de los caballos, el alboroto que producían sacudiendo sus colas, los juramentos de los cosacos, todo aquello acabó por hacerme adivinar una abundancia de insectos. Me vestí rápidamente y abandoné mi mosquitero. Nubes innumerables de mosquitos torbellineaban por encima del campo. Los desgraciados caballos trataban de meter sus cabezas en la humareda. Una capa de insectos recubría la hoguera apagada. Mientras el fuego estuvo encendido, no habían cesado de sucumbir en masa.
Sólo dos medios podían asegurar contra estos insectos: una gran cantidad de humo y movimientos rápidos. Realmente, en estos casos, no es recomendable quedarse quietos en el sitio.
Ordené ensillar los caballos y me aproximé a un árbol para tomar mi carabina, pero no pude reconocerla, bajo una capa espesa, de color gris ceniciento: se trataba de insectos que se habían pegado a la grasa. Reuní mis instrumentos y tomé la ruta sin esperar a que los caballos estuvieran cargados. A un kilómetro de la fanza,el sendero se bifurcaba en dos direcciones opuestas: la derecha seguía el curso del Ula-khé, mientras que la izquierda se dirigía hacia el macizo del Sijote-Alin.
A medida que nos adentrábamos en aquellas montañas, el torrente se hacía más impetuoso. Nuestro sendero pasaba a menudo de una orilla a la otra. Árboles abatidos nos servían de puentes naturales. Como de costumbre, esto probaba que el sendero estaba destinado a los hombres y no a los caballos.