A medida que avanzábamos en la montaña, la vegetación se hacía más rica. Los escasos encinares dieron lugar a bosques espesos de esencias variadas, en los que destacaban numerosos cedros. Un pequeño sendero, trazado por cazadores chinos y buscadores de gin-seng,nos servía de hilo conductor. Dos días después llegamos al lugar donde se encontrara, en otro tiempo, la célebre famade vidrio, pero de ella no quedaban sino ruinas. Cada día el sendero se hacía más y más difícil. Parecía evidente que ningún pie humano lo había hollado desde hacía tiempo. Estaba invadido por la maleza y obstruido por maderas secas. Poco después, lo perdimos de vista completamente. Volvimos a encontrar huellas de animales y decidimos seguirlas, siempre que nos llevaran en nuestra dirección.

La noche del tercer día nos aproximábamos a la cresta del Da-dian-chan, que aquí está orientado en el sentido del meridiano y tiene una altura media de setecientos metros. Dejando a mis compañeros al pie de la montaña, trepé a una de las cimas más próximas para observar si el desfiladero por donde debíamos pasar estaba aún alejado. Desde la cima se distinguían claramente todas las montañas y comprobé que el desfiladero se encontraba a dos o tres kilómetros de nosotros. No podíamos pues alcanzarlo antes de la noche, e incluso si lo alcanzábamos correríamos el riesgo de pasar la noche desprovistos de agua, ya que las fuentes de las montañas estaban agotadas en esta época del año. En consecuencia, decidí acampar allí donde había dejado los caballos y retomar al día siguiente la marcha hacia el desfiladero.

No prolongué nunca nuestra marcha hasta la caída de la noche. Acampaba cuando aún estaba claro, para poder levantar las tiendas y aprovisionarnos de madera.

Mientras que los tiradores trabajaban para instalar el campamento, yo aproveché el tiempo libre para inspeccionar los alrededores. Mi compañero en estos paseos era siempre un tal Policarpo Olenetiev, hombre excelente y hábil cazador. Tenía entonces veintiséis años; de peso medio y de buena estatura, con cabellos de un rubio tirando a rojizo, los rasgos acentuados y pequeños bigotes. Olenetiev era un optimista; no perdía su buen humor ni en las situaciones más dificultosas, y se esforzaba por convencerme de que todo estaba de lo más bien y en el mejor de los mundos. Después de dar las instrucciones necesarias, tomamos los fusiles y partimos para hacer una batida.

El sol declinaba en el horizonte, y mientras sus últimos rayos iluminaban aún las cimas de las montañas, espesas sombras recubrían los valles. Las copas de los árboles de hojas amarillas se perfilaban fuertemente sobre el cielo azul pálido. La proximidad del otoño se percibía en todos los detalles: en el comportamiento de los pájaros y de los insectos, en la hierba desecada y en el aire.

Después de franquear una cresta poco elevada, penetramos en el valle vecino, cubierto por un frondoso bosque. El lecho ancho y desecado de un antiguo torrente de montaña, lo partía en dos. Allí nos separamos; yo tomé a la izquierda, caminando por la parte de los guijarros, y Olenetiev a la derecha. Habían pasado apenas dos minutos cuando sonó un disparo, que venía del lado de Olenetiev. Me volví y entreví un instante algo ligero y coloreado que apareció a una cierta altura. Me precipité hacia Olenetiev. Él trataba a toda prisa de recargar su fusil pero, por una desgraciada coincidencia, un cartucho se había atascado en la recámara y la culata no cerraba.

—¿Contra qué has disparado? —le pregunté.

—Creo que era un tigre —respondió—. Estaba sobre un árbol. Le he apuntado bien y debo haberle tocado.

Finalmente, pudo quitar el cartucho atascado.

Olenetiev recargó su arma y nos dirigimos prudentemente hacia el lugar donde el animal había desaparecido. La sangre derramada sobre la hierba seca demostraba que el tigre había sido realmente herido. De pronto, Olenetiev se detuvo y se puso a escuchar. Frente a nosotros, un poco a la derecha, se oía como un estertor. Pero el follaje de los helechos nos impedía ver nada. Un gran árbol caído por tierra nos obstruía el camino. Olenetiev se aprestaba ya a franquearlo, pero el animal herido lo adelantó y saltó hacia delante. Olenetiev disparó a bocajarro, sin haber tenido ni siquiera tiempo de apoyar el fusil sobre el hombro, y el resultado fue maravilloso. La bala alcanzó a la fiera directamente en la cabeza: cayó sobre una rama, quedando desplomada de tal manera que la cabeza le colgaba de un lado y el resto del cuerpo del otro.

Tras algunos movimientos convulsivos, se puso a morder la rama, después perdió el equilibrio y se derrumbó pesadamente a los pies del cazador.

Reconocí en seguida que era una pantera de Manchuria (Felis Orientalis). Este magnífico espécimen de la raza de los felinos figuraba entre los más grandes. La longitud de su cuerpo, desde el extremo del hocico hasta la raíz de la cola, alcanzaba un metro cuarenta. Su piel —de un amarillo ocre por los lados y por el lomo, y blanca sobre el vientre— estaba salpicada de manchas negras dispuestas en rayas como las de un tigre. Sobre los lados, las patas y la cabeza, las manchas eran pequeñas y de un solo color; sobre el lomo y la cola, grandes y oceladas.

En la región del Ussuri, apenas si se encuentran panteras más que en el sur, y más precisamente en los distritos de Suifum, Possiet y Barabachev. Su principal alimento son los ciervos moteados, los corzos y los faisanes. La pantera es un animal extremadamente astuto y prudente. Perseguida por los cazadores, se refugia sobre los árboles y se agarra con fuerza a la rama que se encuentra justo encima del lugar que acaba de dejar, en la parte opuesta al radio visual del cazador. Extendida sobre esta rama, pone la cabeza sobre sus patas delanteras y se fija en esta posición, dándose perfecta cuenta de que su cuerpo es menos visible de frente que de costado.

El desollamiento del animal que acabábamos de matar nos llevó una hora entera. Cuando tomamos el camino de vuelta, la noche era ya bastante cerrada.

Avanzábamos lentamente. Por fin, aparecieron los fuegos del campamento y bien pronto se pudo distinguir las siluetas de los hombres entre los árboles; se removían formando sombras delante del fuego. Los perros nos acogieron con un concierto de ladridos. Los tiradores rodearon a la pantera, dando cada uno su opinión sobre ella. Se discutió hasta la noche.

Al día siguiente, volvimos a ponernos en marcha.

El valle se hacía más estrecho y el avance era más difícil. El ciervo que habita la región del Amur se llama maral ( Cervus canadensis). Este animal es esbelto y muy gracioso. Mide alrededor de dos metros de largo y un metro cincuenta de alto. Su peso puede llegar a los doscientos kilos. Su pelo es castaño claro en verano y gris leonado, con un disco amarillento detrás, en invierno. El cuello es largo y vigoroso, con una guedeja en los machos. La cabeza es bella, con grandes orejas móviles en forma de cornete. Los cuernos son bifurcados, y poseen también mogotes basilares. El número de ramas permite establecer la edad del maral, añadiendo el año en que ha perdido sus cuernos. No obstante, su número es limitado. En general, un macho adulto no tiene más de siete. Los cuernos jóvenes que aparecen por la primavera —recubiertos de una piel sobre la cual circulan los vasos sanguíneos, y que todavía no son duros— se llaman panty.


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