—Los animales no han cesado de tener miedo esta noche —nos dijo uno de ellos—. En lugar de comer, miran todo el tiempo a lo lejos. ¿Hay quizá alguna fiera en las proximidades?

Dije a los cosacos que embridaran los caballos, que encendieran varios fuegos y que emplazaran un centinela armado. Dersu calló toda la jornada, muy impresionado de haber vuelto a encontrar al tigre. Después de cenar, se acostó en seguida, pero noté que tardó mucho tiempo en dormirse, revolviéndose de un lado a otro y pareciendo monologar.

Ahora bien, él y yo teníamos habitualmente largas conversaciones sobre la caza, las fieras y los fuegos de la selva. Él me había dicho un día que, unos veinte años antes, los tigres habían emigrado, durante dos inviernos consecutivos, del oeste al este. Todas sus huellas seguían entonces la misma dirección. Según él, fue un éxodo masivo de felinos, trasladándose de la región de Sungari hacia el Sijote-Alin.

Después, traté en varias ocasiones de preguntar a Dersu las circunstancias en las cuales él había abatido un tigre, pero el goldevitó obstinadamente responderme, tratando cada vez de llevar la conversación sobre cualquier otro tema. Finalmente, acabé por saber lo que quería. Aquello había pasado en el mes de mayo, sobre la orilla del Fudzin. Acompañado de su perrito, Dersu atravesaba un encinar ralo que se extendía a lo largo del valle. El perro, que corría al principio alegremente, se revolvió después, inquieto. No viendo nada de sospechoso y creyendo que el perro estaba simplemente alarmado por la pista de un oso, el goldcontinuó marchando sin preocuparse. Sin embargo, el animalito no cambió de actitud y se estrechó contra su amo hasta el punto de trabar su marcha. De hecho, había muy cerca de allí un tigre, que se había emboscado detrás de un tronco, ante la proximidad del hombre. Por casualidad, Dersu iba precisamente en dirección a ese árbol. Cuanto más se acercaba el hombre, más se escondía el felino, encogiéndose como un ovillo. Sin figurarse el peligro, el goldempujó con el pie al perrito; en ese momento, se abalanzó el tigre. Saltando primero de costado y golpeándose con la cola, el felino rugió con furor.

—¿Por qué aúllas? —le gritó Dersu—. Yo no te toco. ¿Por qué te enfadas?

El tigre reculó entonces algunos pasos y se detuvo, sin dejar de rugir. El goldle gritó todavía que se fuese. Pero la fiera no cesó de moverse y lanzó un nuevo rugido. Comprendiendo que el terrible felino no quería marcharse, Dersu le lanzó este desafío:

—¿Así que no quieres marcharte? Pues entonces, disparo, y la culpa no será mía...

Levantó su fusil y apuntó, pero el tigre cesó de rugir y se retiró entre la maleza de la cuesta vecina. Entonces, hubiera tenido que abstenerse de dispararle. Sin embargo, Dersu no se conformó con esto y disparó el tiro en el momento en que el tigre alcanzaba lo alto de la cuesta. La fiera se zambulló en la maleza, mientras Dersu reanudaba su camino. Unos cuatro días más tarde, cuando volvía sobre sus pasos y pasaba cerca de la misma pendiente, el goldpercibió en la cima de un árbol tres cornejas, una de las cuales se limpiaba el pico contra una rama. Entonces, el espíritu del goldquedó embargado por la idea de que había podido verdaderamente matar al tigre. Apenas franqueada la cresta, tropezó en efecto con el cadáver del felino, cuyo flanco estaba enteramente roído por los gusanos. Dersu tuvo mucho miedo: puesto que el tigre se alejaba, ¿por qué le había disparado...? Él huyó, pero desde entonces quedó obsesionado por la idea de que había matado al felino sin motivo. Toda su obsesión consistía en creer que un día u otro tendría que pagar por su delito.

—Y ahora, tengo mucho miedo —dijo, para concluir su relato—. Antes circulaba siempre solo, sin ningún temor. Ahora, cuando percibo alguna cosa, cuando veo una pista o duermo solo en la taiga, estoy constantemente asaltado por estos pensamientos...

Se calló y miró atentamente el fuego.

13

El lugar maldito

Hacia la noche logramos llegar a las fuentes del río. Este país está justamente considerado como el más desértico de toda la región ussuriana. Pero nosotros encontramos algunas chozas indígenas abandonadas y cobertizos derruidos, y levantamos allí nuestro campamento.

En el transcurso del camino, Dersu miraba siempre atentamente al suelo. Lo hacía simplemente por hábito, sin buscar nada en particular. Una vez, se inclinó para recoger una varita. Esta llevaba las huellas de un cuchillo indígena, pero la superficie tallada estaba ya ennegrecida por el tiempo. Las chozas desplomadas, los tocones que habían servido de soporte a los cobertizos, esa varita tallada, todo indicaba que los udehéshabían estado allí el año anterior.

El crepúsculo llegó cuando estábamos ya en el campamento. A propósito, nos instalamos sobre los guijarros, esperando que la proximidad del agua nos haría sufrir menos de los mosquitos.

Nuestra provisión de carne de corzo tocaba a su fin; era necesario proveerse de más carne. Dersu y yo nos pusimos de acuerdo para ir a cazar. Se convino que cuando llegáramos al afluente, bastante próximo, de dos corrientes de agua, yo debía seguir el más ancho, mientras que el goldremontaría el pequeño arroyo que se dirigía hacia la montaña.

La taiga ussuriana se anima dos veces por día: antes de la salida del sol y a la hora de la puesta. Cuando abandonamos el campamento, el sol declinaba sobre el horizonte. Sus rayos dorados pasaban entre los troncos de los árboles, penetrando hasta los rincones más perdidos de la taiga. La selva, en este momento, era de una belleza admirable. Los cedros majestuosos parecían querer proteger con su follaje tupido a los jóvenes árboles. Los álamos, inmensos, tres veces seculares, de ramas nudosas, tenían la apariencia de disputar a las viejas encinas la supremacía de la solidez a toda prueba. Cerca de ellos, crecían tilos gigantes y palmeras de troncos enlazados. Más lejos, se advertía la silueta rechoncha de un tejo, después había abedules negros, alcornoques, arces amarillos y otros árboles, escondidos entre la maleza donde se entremezclaban cambrones, saúcos y cerezos silvestres.

Yo andaba lentamente y me detenía a menudo para ponerme a escuchar. En cierto momento, me llegaron sonidos que parecían un graznido. Evité hacer ruido y advertí bien pronto un cuervo. Este dentirrostro, cuya talla sobrepasa mucho la de la corneja, da gritos muy variados, que pueden ser incluso agradables. El cuervo que tenía delante de mí estaba encaramado en lo alto de un árbol, donde parecía ejecutar un solo vocal; pude distinguir nueve motivos vocales diferentes. Pero cuando el pájaro advirtió mi presencia, tuvo miedo y se desprendió ágilmente de la rama para volar lejos.

En otro lugar, encontré primero un nido de pájaro carpintero, discretamente instalado entre la corteza del tronco de un árbol. A continuación, noté que este mismo pajarillo gris, alegre y animado, corría a lo largo del árbol para tantear la corteza con su pico largo y delgado. A veces, avanzaba volviéndose sobre el dorso y agarrándose con las patas a las ramas. Dos trepadores del Amur se agitaban al lado. Con un suave piar, examinaban ágilmente cada repliegue del árbol. Cada uno se servía de su pico para dar golpes, siempre oblicuos y no directos, tan pronto de un lado como de otro.


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