El alba llegó por fin y los bramidos se apaciguaron poco a poco. No quedaron más que ciervos aislados que no llegaban a calmarse. Erraban sobre las laderas sombreadas de la montaña dando bramidos pero nadie les respondía ya. Después de la salida del sol, la taiga volvió a quedar silenciosa.
Aquel día, los ciervos más impetuosos se pusieron a bramar cuando había aún bastante claridad; sus bramidos resonaron primero en las alturas y se repitieron bien pronto en los valles. Resolví volver otra vez a la taiga e invité a Dersu a acompañarme. Habiendo atravesado el río, nos alejamos alrededor de un kilómetro y medio del campamento, para detenernos a escuchar cerca de un arroyo apacible. Al hacerse más espesa la oscuridad, los animales dieron gritos más fuertes y bien pronto la selva resonó con ellos. Tratamos sin éxito de acercarnos a los ciervos. Pudimos atisbarlos bien raras veces, y de una manera insuficiente; tan pronto se notaba una cabeza guarnecida de sus cuernos como no aparecía más que la parte trasera y las patas. Una sola vez alcanzamos a ver un hermoso macho, ya flanqueado por tres ciervas. Como los animales avanzaban sin prisa, seguimos su pista. Pero, sin el gold,hubiera yo perdido pronto de vista esta tropa. El ciervo marchaba siempre a la cabeza y respondía a cada desafío que se le lanzaba, sintiéndose superior a sus rivales.
De repente, el goldse detuvo para escuchar algo, dio media vuelta y se quedó como helado. Por mi parte, en ese momento escuché el bramido de un viejo macho, pero pude notar que las notas de su voz alternaban en una serie poco parecida a la de los bramidos ordinarios.
—¡Caramba! ¿Conoces tú esa especie de hombre? —me preguntó Dersu en voz baja.
Respondí que en mi opinión se trataba de un ciervo, pero al parecer muy viejo.
—Es Amba—cuchicheó el gold—. Es muy astuto y es así como engaña al ciervo. Este no sabe distinguir quién es el hombre que lo llama. Ambava a atrapar bien pronto a una cierva.
Como para confirmar sus palabras, el ciervo respondió con una voz sonora a la pérfida llamada del tigre. El felino respondió de nuevo sin dilación, imitando hábilmente al rumiante, pero dejando escapar, hacia el final, una especie de corto maullido. El tigre se aproximaba e iba a pasar probablemente cerca de nosotros. Dersu pareció agitado y mi corazón batió más fuerte. A pesar mío, sentí que el miedo me invadía a mi vez. Pero de repente, Dersu se puso a dar un grito prolongado:
—¡Ah-ta-ta, ta-ta-ta...!
A continuación, disparó al aire, saltó hacia un abedul y arrancó un poco de corteza para encenderla en seguida. La madera seca se prendió con una llama viva que hizo aparecer los alrededores más negros todavía.
Asustado por el tiro de fusil, los ciervos se arrojaron de lado y reinó un silencio completo. El goldtomó un bastón y ató el haz de corteza inflamada. Al cabo de un minuto, deshicimos el camino al resplandor de esta antorcha improvisada. Después de atravesar el pequeño río, ganamos la senda que nos llevó al campamento.
Uno de nuestros soldados acababa de encontrar en la vecindad los esqueletos de dos ciervos con los cuernos entrelazados. Seguí la dirección que me indicaba y encontré, en efecto, después de una corta marcha, estos restos curiosos esparcidos por el suelo. Se podía notar que pájaros y fieras se habían dedicado a limpiar los cadáveres. Eran las cabezas de los ciervos o más bien los cráneos los que ofrecían más interés. En el curso de la batalla, los dos combatientes habían cruzado tan bien las armas, que no pudieron separarse más y perecieron de hambre. Nuestros soldados trataron de desunir estos dos pares de cuernos, poniéndose tres de cada lado. Pero fue en vano. Se puede imaginar el encarnizamiento de la lucha. Un choque particularmente violento había sin duda hecho ceder los cuernos, proporcionando así a los animales la ocasión de este supremo abrazo. Si bien nuestros caballos estaban ya sobrecargados, decidí llevarme este raro hallazgo hasta el primer albergue para depositarlo en casa de los chinos.
Por la noche, después de la cena, se habló de caza. A decir verdad, fue Dersu quien habló, mientras nosotros le escuchábamos. La vida de este hombre estaba llena de aventuras de lo más interesantes. Nos contó que, diez años atrás, cazaba el ciervo, justo en el momento más propicio para recoger los pantyde jóvenes machos. Aquello sucedía en las fuentes mismas de uno de los afluentes del Daubi-khé. Las aguas alpinas habían cavado barrancos profundos y largos en las laderas boscosas. Dersu disponía de su carabina, de un cuchillo de caza y seis cartuchos. Cerca de su campo, levantó un pequeño ciervo pero sólo lo hirió levemente. El animal cayó, pero se enderezó pronto sobre sus patas y huyó hacia el bosque. El goldlo alcanzó y le envió otras cuatro balas, ninguna de las cuales fue mortal. El ciervo huyó de nuevo y Dersu tiró su sexto y último cartucho. A continuación, la bestia acosada se escondió en el fondo de un barranco que estaba comunicado con otra garganta. El ciervo se encontraba justamente en el lugar donde las cavidades venían a reunirse. El animal herido estaba en el agua, no dejando aparecer más que una parte de sus espaldillas, su cuello y su cabeza, que reposaban sobre piedras. Enderezaba a veces la cabeza y parecía próximo a expirar. Dersu se sentó sobre una piedra y comenzó a fumar, esperando la muerte del ciervo. Pero tuvo tiempo de consumir dos pipas antes de sorprender el último estertor de su presa. Se aproximó a continuación al animal para cortarle la cabeza adornada con sus hermosos cuernos. El sitio era poco cómodo: un aliso macizo que crecía justo al borde del agua. A pesar de todos sus esfuerzos, Dersu no podía colocarse de otra manera que arrodillándose del lado derecho, apoyando el pie izquierdo contra una piedra del arroyo. Carabina en bandolera, se puso a desollar su pieza. Pero apenas había hecho dos incisiones, escuchó detrás de él, a pesar del ruido del agua, un estremecimiento súbito. Al instante, antes que tuviera el tiempo de volverse, vio a su lado un tigre. Queriendo posar una de sus patas sobre una piedra, el felino acababa de hacer un falso movimiento sumergiéndola en el agua. El goldsabía que el menor gesto de su parte lo llevaría a la muerte. No rechistó más y retuvo la respiración. El tigre no hizo más que echar una mirada del lado de Dersu y continuó su camino, percibiendo esta silueta inmóvil. Adivinaba, sin embargo, que este objeto, si bien estaba quieto, no era ni un tocón ni una piedra, sino un ser viviente. El felino se volvió dos veces para aspirar el aire con fuerza. Felizmente, la dirección del viento era favorable al cazador, ya que la corriente de aire iba del tigre hacia Dersu y no en sentido inverso; o sea que el felino no sintió el olor del animal muerto y comenzó a trepar por el escarpado, haciendo rodar piedras y arena en el arroyo. Pero, llegado a la cima, percibió de golpe el olor de hombre. Con los pelos del lomo erizados, rugió y se golpeó con la cola. Dersu no pudo hacer otra cosa que dar un grito y huir a lo largo del barranco. El tigre se arrojó hacia el lugar que el goldacababa de dejar y se puso a husmear el ciervo abatido. Aquello salvó a Dersu, que acertó a salir del barranco y continuó su loca carrera, como un cordero perseguido por el lobo.
Comprendió entonces que el ciervo que acababa de abatir, no le pertenecía a él, sino al tigre. En su opinión, era la razón por la cual seis cartuchos le habían apenas bastado para terminar con esa presa. Acabó por asombrarse de no haber adivinado la cosa desde el principio. En lo sucesivo, Dersu no fue más por aquellos barrancos, que consideró desde entonces como un lugar prohibido. Había pagado para saberlo.