—Sólo caminantes han pasado por aquí, desde hace ya algún tiempo —observó Dersu, hablando más bien para sí mismo—. Después, ha caído la lluvia.
A continuación, Dersu se puso a calcular la fecha de la última lluvia.
Seguimos aquel camino cerca de dos horas. El bosque de coníferas se convirtió gradualmente en bosque de árboles diversos: chopos, arces, álamos, abedules y tilos, se encontraban cada vez más a menudo. Iba a ordenar un segundo alto, pero el goldme aconsejó avanzar todavía un poco.
—Bien pronto vamos a encontrar una barraca —dijo, mostrando algunos árboles con la corteza arrancada.
Comprendí en seguida lo que quería decir. Aquello indicaba la proximidad de una construcción a la cual estaba destinada la corteza de los árboles. Tras diez minutos de marcha acelerada, encontramos una pequeña barraca protegida por un techo de piel de cabrito, situada al borde de un arroyo y acondicionada seguramente por cazadores o por buscadores de gin-seng,planta cuya raíz, según los chinos, posee una virtud curativa milagrosa. Nuestro nuevo compañero dio la vuelta a la barraca y nos confirmó que un chino había venido a pisar esta hierba bastante recientemente, pasando una noche en el interior de la construcción. La prueba eran las cenizas que la lluvia había desparramado desde entonces, una modesta capa de heno y un par de viejas rodilleras arrojadas afuera, hechas de daba,especie de trapo azul bastante sólido, con el cual confeccionan los chinos sus vestimentas. Comprendí definitivamente que Dersu no era un hombre vulgar, sino un pionero muy avezado.
Como había que alimentar a nuestros caballos, aproveché para acostarme a la sombra de un cedro, donde me dormí en seguida. Olenetiev vino a despertarme al cabo de unas dos horas. Al levantarme, pude notar que Dersu había partido leña y recogido cortezas de árbol, depositándolo todo en la barraca. Me imaginé que quería incendiarla y creí mi deber disuadirlo de este capricho. Por toda respuesta, él me reclamó una pizca de sal y un puñado de arroz. Curioso de conocer sus intenciones, le di lo que me pedía. El goldenvolvió cuidadosamente entre las cortezas algunos fósforos, puso la sal y el arroz en otro pedazo de corteza y suspendió los dos paquetes de un muro interior de la construcción. A continuación, aplastó la corteza y estuvo presto para partir.
—Entonces, ¿tú cuentas con volver por aquí? —le pregunté.
Como él me contestó con un signo negativo de cabeza, le pregunté para quién dejaba el arroz, la sal y las cerillas.
—Algún otro va a llegar hasta aquí —respondió el gold—.Verá esta barraca y se sentirá feliz de encontrar madera seca, cerillas y algo que comer para no morirse.
Me sentí profundamente conmovido. Así es que Dersu pensaba de antemano en algún caminante desconocido. Sin embargo, él no vería jamás a ese ser anónimo y éste, a su vez, no sabría en absoluto a quién debería agradecer el fuego y el alimento. A propósito de esto, me acordé de que nuestros soldados, al abandonar un campamento, quemaban siempre lo que quedaba de combustible en la hoguera. Por otra parte, no lo hacían en absoluto por malicia sino simplemente por divertirse, y yo jamás se lo había prohibido.
—Los caballos están preparados; sería hora de partir —me dijo Olenetiev reuniéndose conmigo.
—¡Adelante, en marcha! —dije a los fusileros, precediéndolos en el sendero, acompañado del gold.
A medida que avanzábamos, este sendero se ensanchaba y mejoraba. En cierto lugar, pasamos cerca de un árbol abatido a golpes de hacha. Dersu se aproximó para examinarlo y me dijo:
—Esto se ha cortado en la primavera. Dos hombres han trabajado juntos: uno, de gran talla, se servía de un hacha enmohecida; el otro, que era pequeño, tenía un hacha bien afilada.
Para este ser sorprendente, no existían secretos. Sabía todo lo que pasaba en la comarca. Decidí entonces estar yo mismo atento y desenvolverme con las huellas que llegara a advertir. Bien pronto vi un nuevo tocón de árbol cortado a golpes de hacha. Alrededor había numerosas virutas empapadas de resina. Comprendí que alguien se había procurado madera para alumbrarse en este lugar. Pero ¿qué más podía deducir? No sabía nada en absoluto.
—Allá hay una fanza—observó Dersu como respondiendo a mis reflexiones.
En efecto, bien pronto encontramos de nuevo algunos árboles desprovistos de corteza (esto ya sabía lo que significaba) y, no lejos de allí, al borde mismo del río, una fanzade caza instalada sobre un pequeño prado. Se trataba de una construcción exigua, con las paredes de arcilla y el techo de corteza de árbol. Estaba vacía, con la puerta de entrada apuntalada por una estaca. Cerca de la fanzase encontraba un minúsculo vergel, con el suelo arrasado por los jabalíes.
Desde este sitio, nuestra marcha prosiguió por un sendero bien apisonado, practicable para los caballos. Los soldados soltaron sus bridas, arrojándolas al cuello de los animales y abandonando a éstos la elección de la marcha. Las inteligentes bestias marchaban muy bien, procurando no rozar sus cargas contra los árboles. En los terrenos pantanosos o pedregosos, evitaban dar saltos y avanzaban con precaución, tanteando con los pies el suelo sobre el cual iban a adentrarse. Esa es una cualidad de los caballos del Ussuri, acostumbrados a transportar cargas a través de la taiga.
Llegamos así a las fanzasagrícolas situadas sobre la orilla derecha del Lefu, al pie de una montaña bastante alta, el monte Tu-dinzy.
La súbita aparición de un destacamento militar produjo cierta confusión entre los chinos. Yo encargué a Dersu que les dijera que no tenían nada que temer y que continuaran sus trabajos. Los habitantes de esta región eran menos agricultores que cazadores y tramperos, como lo probaban las pieles de lince, de cibelinas y de martas puestas a secar en sus fanzas,los cuernos de ciervo apilados y los útiles para la construcción de trampas. Sin embargo, cerca de aquellas fanzashabía algunos pequeños terrenos de cultivo. Los chinos sembraban trigo, alforfón y maíz. Pero, recientemente, rebaños enteros de jabalíes habían descendido de las alturas, arruinando los campos de aquellos valles. Fue, pues, necesario cosechar los cereales antes de que estuvieran maduros. No obstante, como las bellotas acababan de esparcirse por el suelo de los encinares, los animales se habían retirado a los bosques.
El sol estaba todavía alto en el cielo cuando decidí escalar la montaña para echar una ojeada por los alrededores. Dersu me acompañó. Partimos desprovistos de todo lastre inútil, tomando sólo nuestras carabinas.
Las hojas amarillentas habían empezado ya a caer. El bosque se desnudaba por todas partes y únicamente los encinares guardaban su atavío intacto, aunque sin brillo. La montaña era escarpada y tuvimos que hacer más de un alto en el curso de nuestra ascensión. Alrededor de nosotros todo el suelo estaba destripado. El goldse paraba a menudo para examinar las huellas. Ellas le servían para adivinar la edad y el sexo de las bestias. Notó las trazas de un jabalí cojo, así como un lugar donde dos de estos animales habían luchado, persiguiéndose uno al otro. Sus palabras me permitieron reconstruir claramente esta escena. Me parecía extraño no haber observado antes todas las huellas de este género.