En otoño, con un tiempo gris, el crepúsculo llega siempre bastante pronto. Hacia las cinco, comenzó a caer una lluvia fina. Aceleramos el paso. Bien pronto, la ruta se bifurcó delante de nosotros: uno de los ramales se iba en dirección hacia el río; el otro parecía conducir hacia la montaña. Escogimos este último. Pero todavía se presentaron otros caminos, que cortaban el nuestro en varias direcciones.
Cuando llegamos al pueblo coreano, la oscuridad era ya completa.
Mis soldados, que llegaban a esta misma hora a una encrucijada de las rutas, y no sabían por dónde tomar, dispararon dos tiros de fusil. Para evitar que se perdieran, les respondí con la misma señal. De repente, un grito resonó en la fanzamás próxima, seguido de un disparo, y después un segundo y un tercer disparo, de forma que al cabo de algunos minutos estalló una verdadera fusilada en el pueblo entero. Yo no comprendía nada: esta lluvia, esos gritos, esos disparos de fusil... ¿Qué había sucedido y por qué tal alarma? Una luz brilló súbitamente en el ángulo de una fanzay apareció un coreano, llevando en una mano una antorcha de petróleo y en la otra una carabina. Corría gritando de forma incomprensible. Nos dirigimos a su encuentro. La luz vacilante y rojiza de su antorcha revoloteaba de un charco al otro e iluminaba su faz, alterada por el miedo. Cuando nos percibió, este hombre echó su antorcha, tiró a quemarropa sobre Dersu y huyó. El petróleo derramado por tierra se inflamó en seguida, proyectando fuego y humo.
—¿No estás herido? —pregunté al gold.
—No —me respondió, recogiendo la antorcha.
No obstante, yo veía que aún tiraban contra Dersu. Pero él se levantó y, pese a su pequeña estatura, se contentó con agitar la mano y gritar algo a los coreanos. Al escuchar la fusilada, Olenetiev dedujo que éramos atacados por los hundhuzes.Dejó dos conductores cerca de los caballos y acudió con el resto del destacamento en nuestro auxilio.
Por fin, cesaron los disparos desde la fanzavecina. Dersu aprovechó para entrar en trato con los coreanos. Pero éstos no quisieron de ninguna manera abrir sus puertas. Lanzaban juramentos y amenazaban con volver a tirar. No nos quedaba otro remedio que instalar un campamento. Nos alumbramos con hogueras al borde del agua y plantamos nuestras tiendas. Al lado de una vieja fanzaen ruinas, un poco apartada, se amontonaban pilas de leños que los coreanos habían acumulado para el invierno.
Por otra parte, la fusilada en el pueblo no cesó del todo tan pronto. Toda la noche se dispararon tiros desde las fanzasmás alejadas. ¿A quiénes querían rechazar esas gentes? Ni ellas mismas lo sabían.
Al día siguiente, ordené una jornada de reposo, pero dije a los soldados que examinaran las sillas, que secaran todo lo que estaba mojado y que limpiaran las armas. La lluvia había cesado; un viento fresco, que venía del noroeste, hizo desaparecer las nubes. El sol volvió a salir. Me vestí y fui a ver el pueblo.
Después de la escaramuza de la víspera, hubiera parecido natural ver llegar a los coreanos a nuestro campo para contemplar un poco a los hombres sobre los cuales habían disparado. Pues bien, ¡nada de eso! Dos individuos salieron de una fanzavecina, vestidos con sacos blancos de mangas ahuecadas y pantalones de algodón blanco. Su calzado estaba hecho de cuerdas trenzadas. Pasaron a nuestro lado sin mirarnos siquiera. Cerca de otra fanzaestaba sentado un anciano que trenzaba hilos. Cuando yo me aproximé a él, levantó la cabeza y me miró con ojos que no expresaban ni curiosidad ni asombro. Una mujer venía a nuestro encuentro a lo largo de la ruta; estaba vestida con una falda y una blusa blancas. Avanzaba muy erguida hacia adelante, llevando sobre la cabeza un cántaro de cerámica, con el paso mesurado y los ojos bajos, mirando al suelo. Al cruzarnos, no pensó siquiera en apartarse ni levantó los ojos, sino que siguió tranquilamente su camino. Por otra parte, fuera donde fuese, encontraba esta indiferencia sorprendente, característica de los coreanos.
Habitan fanzasaisladas, bastante alejadas unas de otra, cada una rodeada de sus campos y huertos. Un pueblo coreano de poca importancia ocupa una superficie de varios kilómetros cuadrados.
Al regresar a nuestro campamento, entré en una de las fanzas. Sus paredes delgadas estaban revocadas de arcilla, lo mismo en el interior que en el exterior. La habitación tenía tres aberturas enrejadas recortadas en las puertas y protegidas por hojas de papel pegado. La techumbre de paja estaba cubierta por una maraña de hierbas secas. En el interior, estaba la misma mujer que habíamos ya encontrado en el camino. Agachada en el suelo, vertía agua, de un jarro de madera, en una marmita. Lo hacía lentamente, sosteniendo el jarro a una gran altura y dejando correr el agua de una manera singular, con la mano vuelta hacia la derecha. Me miró con indiferencia y siguió con su tarea. Un hombre quincuagenario estaba sentado sobre el kang [9]fumando su pipa, No hizo un solo movimiento y no respondió siquiera a mi saludo. Me quedé sentado durante un minuto y volví a salir para reunirme con mis compañeros.
Después de comer, emprendí una excursión por los alrededores y no volví hasta la hora del crepúsculo. El pueblo coreano estaba en calma completa. Pequeños humos blancos salían de las chimeneas y se evaporaban rápidamente en el aire fresco de la noche. Sobre los senderos aparecían, aquí y allá, algunas siluetas blancas de indígenas. En la parte baja, al borde del río, brillaba un fuego: era nuestro campamento. El agua de la corriente parecía negra y su superficie lisa reflejaba la llama de la hoguera, mientras las estrellas brillaban en el cielo. Los tiradores estaban sentados alrededor del fuego. Uno contaba algo y los otros se reían.
—¡A comer! —gritó el soldado de servicio.
Las risas y las bromas cesaron inmediatamente. Después de la comida, me senté cerca de la hoguera y me puse a escribir algunas notas en mi diario. Dersu examinaba el contenido de su alforja y atizaba el fuego.
—Esto pica un poco —dijo, encogiéndose de hombros.
—Ve a acostarte en la fanza—le aconsejé.
—No pienso hacerlo —respondió—. Duermo siempre fuera.
Plantó en el suelo algunas pértigas de álamo, las rodeó de una gruesa lona, extendió por tierra una piel de cabra para sentarse, echó sobre sus hombros su chaqueta de cuero y encendió su pipa. Unos minutos después, Dersu dormía. Apoyó su cabeza sobre el pecho, sus brazos se aflojaron, la pipa apagada cayó de su boca y resbaló por sus rodillas... «Y pensar que ha pasado así toda su existencia —pensé yo en ese momento—. ¡La de penas y privaciones que debe costar el ganarse la vida como lo hace este hombre...!»
Al día siguiente, nos levantamos todos de madrugada. Nuestros caballos, que no habían encontrado nada para comer por la noche en los campos de los coreanos, se habían ido a pastar del lado de la montaña. Mientras se los buscaba, el soldado de guardia preparó el té e hizo hervir la kacha [10].
Cuando los tiradores volvieron con los animales, yo había podido terminar mi trabajo. Partimos a las ocho de la mañana.