Y ahora, en esta sonriente mañana de invierno, me bebo el chai muy fuerte con moloco y cucharada tras cucharada tras cucharada de azúcar, porque me gusta todo muy sladquino , y saco del horno el desayuno que mi pobre y vieja eme había dejado para mí. Era un huevo frito, y nada más, pero me preparé unas tostadas, y comí huevo y tostadas y compota, saboreándolo todo mientras leía la gasetta. Traía lo habitual acerca de la ultraviolencia, las huelgas y los asaltos a bancos, y los futbolistas que paralizaban de miedo a todo el mundo amenazando no jugar el domingo próximo si no obtenían aumento de sueldo, de puro málchicos perversos que eran. También había más viajes por el espacio y televisores estereofónicos mayores, y ofertas de paquetes gratis de jabón en polvo a cambio de etiquetas de sopa en conserva, sorprendente ganga por sólo una semana, que me hizo smecar . Había un bolche artículo sobre la Juventud Moderna (es decir yo, de modo que hice una reverencia, riendo como besuño ) escrito por un cheloveco calvo y muy inteligente. Lo leí con cuidado, hermanos míos, mientras bebía el viejo chai, vaso tras taza tras chascha , masticando mis lonticos de tostada oscura cubiertos de compota y huevo. Este veco erudito decía las cosas habituales, acerca de la falta de disciplina de los padres, y de la escasez de maestros auténticos y joroschós que zurraran sin piedad los inocentes traseritos y obligaran a gritar bujujujú clamando compasión. Todo esto era glupo y me hacía smecar, pero era bueno enterarse de que uno seguía siendo noticia en el mundo, oh hermanos míos. Todos los días se publicaba algo acerca de la Juventud Moderna, pero la mejor vesche que jamás editaron en la vieja gasetta fue el artículo de un starrio que llevaba un collar de perro y opinaba reflexivamente, y aquí nos goboraba como hombre de Bogo, que EL DIABLO ANDABA SUELTO, y comenzaba a insinuarse en la carne joven e inocente, y la culpa era del mundo de los adultos, un mundo de guerras, bombas y demás estupideces. Lo cual estaba muy bien. Sabía lo que decía, pues era hombre de Dios. Y nosotros, los jóvenes e inocentes málchicos, no teníamos la culpa de nada. Cierto cierto cierto.

Cuando eructé erc erc un par de veces para aliviar mi pobre e inocente estómago, me puse a elegir los platis del día en el guardarropa, al mismo tiempo que encendía la radio. Había música, un hermoso y malenco cuarteto de cuerdas, hermanos míos, por Claudius Birdman, una pieza que yo conocía muy bien. Pero no pude menos que smecar, recordando lo que había videado cierta vez en uno de esos artículos sobre la Juventud Moderna, sobre cómo ella estaría mucho mejor si pudiese fomentarse Una Viva Apreciación de las Artes. Se decía que la Gran Música y la Gran Poesía tranquilizarían a la Juventud Moderna y conseguirían Civilizarla. Civilización de mis yarboclos sifilíticos. La música siempre me excitaba, oh hermanos míos, haciéndome sentir como si fuera el propio y viejo Bogo en persona, listo para descargar rayos y centellas y tener a los vecos y las ptitsas crichando en mi ja ja ja poder. Y una vez que me chisté un poco el litso y las rucas y terminé de vestirme (mis platis de día se parecían al traje estudiantil: los viejos pantalones azules con suéter con la A de Alex) me pareció que tenía tiempo al menos de itear a la disquería (y también dengo , pues me abultaba en los bolsillos) y ver si había llegado la obra pedida y prometida hacía mucho tiempo, la Número Nueve de Beethoven (es decir, la Coral) en estéreo, registro Masterstroke por la Sinfónica Esh Sham conducida por L. Muhaiwir. Y para allí marché, hermanos.

El día era muy diferente de la noche. La noche era mía y de mis drugos, y de todo el resto de los nadsats, y de los starrios burgueses agazapados entre cuatro paredes, absorbiendo los glupos programas mundiales; pero el día era para los starrios, y en esas horas de luz siempre parecía haber más militsos. Tomé el ómnibus en la esquina y viajé al centro, y caminando regresé en dirección a plaza Taylor, y allí estaba la disquería que yo apoyaba con mis valiosas compras, oh hermanos míos. Ostentaba el glupo nombre de MELODíA, pero era un mesto realmente joroschó, y casi siempre conseguían scorro las nuevas grabaciones. Entré en el negocio y los únicos clientes eran dos jóvenes ptitsas que sorbían helados (y recuerden que estábamos en lo peor del invierno) y revisaban, parecía, los nuevos discos pop -Johnny Burnaway, Stash Kroh, The Mixers, Quédate tranquila un rato con Id y Ed Molotov- y todo el resto de esa cala. Las dos ptitsas no tendrían más de diez años, y parecía que también ellas, como yo, habían decidido tomarse la mañana libre de la scolivola. Era evidente que ya se consideraban verdaderas débochcas crecidas; vaya con el meneo de caderas cuando vieron a vuestro Fiel Narrador, hermanos, y los grudos acolchados y el rojo desparramado en las gubas. Fui al mostrador, abordando con la sonrisa cortés de los subos al viejo Andy que atendía (siempre amable, siempre dispuesto a ayudar, un verdadero joroschó tipo de veco , aunque calvo y muy muy delgado). Andy me dijo:


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