17

Entré en casa, me serví un vaso de vino y me preparé un bocadillo de pan integral con queso graso y rodajas finas de pepino y cebolla. Lo partí por la mitad, lo envolví por abajo con un papel que hiciera las veces de plato y servilleta, y me lo llevé al cuarto de baño junto con el vino. Entreabrí la ventana, me metí en la bañera y me comí el bocadillo mientras lanzaba miradas ocasionales al exterior para ver cuándo se marchaban a cenar Lila y Henry. Aparecieron por la esquina a las siete menos cuarto, Henry se acercó al coche y abrió la portezuela del copiloto para que Lila subiera. Me levanté poco a poco, aunque me mantuve apartada de la ventana hasta que oí alejarse el coche.

Había terminado ya el bocadillo y no tenía nada que fregar, sólo hacer una bola con el papel y tirarla a la basura. Me sentía irracionalmente satisfecha. Me puse unas bambas, cogí el juego de llaves maestras, las ganzúas, una navajita y una linterna, y fui andando a casa de Moza Lowenstein. Llamé al timbre. Asomó la cabeza por la ventana lateral, me miró con desconcierto y abrió.

– No sabía quién podía ser a estas horas -dijo-. Pensé que era Lila, que volvía porque se le había olvidado algo.

No suelo hacer visitas a Moza y adiviné que se estaba preguntando qué hacía yo en su casa. Se apartó para dejarme entrar, sonriendo con timidez. En la televisión reponían M. A. S. H. y los helicópteros levantaban nubes de polvo.

– Necesito hacer un par de averiguaciones sobre Lila Sams -dije, mientras escuchaba los alegres compases de El suicidio no duele.

– Oh, bueno, acaba de salir -dijo Moza con voz precipitada. Ya se había dado cuenta de que mis intenciones no eran del todo lícitas y supuse que acariciaba la idea de disuadirme.

– ¿Ocupa la habitación del fondo? -dije, entrando en el pasillo. Sabía que el dormitorio de Moza estaba al final del pasillo a la izquierda. Inferí que el cuarto de Lila era la antigua habitación "de huéspedes".

Moza me siguió. Es una mujer muy voluminosa, que tiene los pies hinchados por culpa de no sé qué dolencia. Su cara era una mezcla de angustia y desconcierto. Giré el tirador. La puerta de Lila estaba cerrada con llave.

– No puede usted entrar ahí.

– ¿Que no?

Tenía ya cara de espanto, y verme introducir la llave maestra en la cerradura no contribuyó a tranquilizarla. Era una cerradura casera normal y corriente, y bastaría con una llave de punta limada; tenía varios modelos en el llavero.

– ¿Es que no se da cuenta? -insistió Moza-. La puerta está cerrada con llave.

– No, se confunde. ¿Lo ve? -Abrí la puerta y Moza se llevó la mano al corazón.

– Volverá de un momento a otro -dijo con voz temblorosa.

– Mire, no voy a llevarme nada -dije-. Procuraré no tocar nada y Lila no sabrá nunca que he estado aquí. Usted siéntese en la salita y vigile la puerta, por si las moscas. ¿De acuerdo?

– Se enfadará mucho si descubre que la he dejado entrar -dijo. Tenía unos ojos tan lastimeros como los de un perro salchicha.

– Pero no lo descubrirá, o sea que no tiene por qué preocuparse. Por cierto, ¿ha averiguado usted de qué pueblo de Idaho procede?

– Dice que de Dickey.

– Oh, estupendo. Se lo agradezco mucho. Nunca ha dicho que viviera en Nuevo México, ¿verdad que no?

Negó con la cabeza y se dio unos golpecitos en el pecho como si tuviera ganas de eructar.

– Por favor, dese prisa -dijo-. No sé qué haría si se presentase ahora.

Yo tampoco lo tenía muy claro.

Entré en la habitación y cerré la puerta al tiempo que encendía la luz. Oí que Moza se alejaba hacia la puerta delantera del piso, murmurando en voz baja.

La habitación estaba llena de muebles viejos que no creo merecieran el calificativo de antiguos. Eran como los que veo a veces en las traperías y tiendas de ocasión del centro de Los Ángeles: crujientes, deformes y con un extraño olor a ceniza mojada. Había una cómoda, dos mesitas de noche que hacían juego, un tocador con un espejo redondo entre dos series de cajones. La cama era de hierro y estaba pintada de un blanco desconchado. La colcha era de terciopelo rosa, con flecos en los bordes. El papel de la pared consistía en una acumulación desordenada de ramilletes de flores, malva y rosa claro sobre fondo gris. Había varias fotos de tonalidad sepia, todas ellas de un hombre que supuse era el señor Lowestein; un hombre, en cualquier caso, que se peinaba hacia atrás un pelo empapado en agua y que llevaba gafas redondas de montura dorada. Tendría veintitantos años, era guapo, de buena presencia y se le adivinaban unos dientes algo saltones debajo del mohín de seriedad que caracterizaba la boca. En el estudio fotográfico le habían teñido de rosa las mejillas, no pegaba con el resto de la foto pero producía buen efecto. Me habían contado que Moza se había quedado viuda en 1945. Me habría gustado ver una foto suya de aquella época. Volví a concentrarme en el registro casi a regañadientes.

Había tres ventanas estrechas, las tres cerradas por dentro, las tres con las persianas echadas.

Espié por una y vi un fragmento de patio a través de la tela metálica oxidada y enmarcada en madera carcomida. Consulté la hora. No eran más que las siete. Como mínimo estarían fuera una hora y no creí necesario preparar una salida de emergencia. Es absurdo, por lo demás, andarse con rodeos en estos menesteres. Fui a la puerta, la abrí y la dejé entornada. Moza había apagado la televisión y me la imaginé espiando tras las cortinas de la ventana que daba a la calle, con el corazón en la boca, punto donde más o menos lo tenía yo también.

Aún era de día, pero la habitación estaba a oscuras a pesar de haber encendido la bombilla del techo. Empecé por la cómoda. Hice una revisión preliminar con la linterna por si Lila había improvisado alguna trampa delatora. En efecto, había pegado unos cuantos cabellos entre dos cajones. Los cogí y, con mucho cuidado, los puse sobre el tapete de punto que cubría la superficie.

El primer cajón estaba lleno de bisutería, cinturones enrollados juntos, pañuelos bordados, una caja de reloj, horquillas, botones sueltos y dos pares de guantes blancos de algodón. Estuve mirando un rato aquel bazar, sin tocar nada, preguntándome por qué merecía el truco protector de los cabellos pegados. Quienquiera que registrase los enseres de Lila comenzaría sin duda por aquel cajón, es decir, que posiblemente se trataba de un punto de referencia que podía comprobar fácilmente cada vez que volviera a su cuarto. Probé con el cajón siguiente, que estaba lleno de bragas de nailon, indiscutiblemente de señora mayor, alineadas con orden. Pasé un dedo experimentado por entre las prendas, procurando no cambiarlas de sitio. No descubrí nada, ni pistolas ni cajitas ni bultos extraños.

Movida por un impulso, volví a abrir el primer cajón y revisé el fondo a conciencia. No había nada pegado con cinta adhesiva. Saqué el cajón de las guías e inspeccioné la parte de atrás. ¡Ajajá! Uno a cero. Se trataba de un sobre envuelto en plástico y pegado al listón de atrás con cinta adhesiva.

Saqué la navaja e introduje el filo bajo una de las puntas de la cinta adhesiva, que fui levantando hasta que pude hacerme con el sobre. Contenía un permiso de conducir, expedido en Idaho a nombre de Delilah Sampson*. La mujer tenía sentido bíblico del humor. Tomé nota de la dirección, la fecha de nacimiento, la estatura, el peso, el color del pelo y de los ojos, datos que en términos generales parecían coincidir con los de la mujer que yo conocía con el nombre de Lila Sams. ¡Oh, cielos, había encontrado un filón! Metí el permiso de conducir en el sobre, volví a poner éste donde estaba y repasé con el dedo los bordes de la cinta adhesiva. Observé el resultado con ojo crítico. A mí me parecía intacto, pero siempre cabía la posibilidad de que Lila lo hubiera cubierto todo de polvillo mágico para que las manos se me pusieran rojas en cuanto me las lavara. Pero no creí que fuera tan astuta.


Перейти на страницу:
Изменить размер шрифта: