– ¿Cuántos tienes?
– Por ahora sólo seis, pero Luci Baines y Lynds Bird están preñadas. No sé qué voy a hacer con tantos.
– Los podrías regalar -dije en plan amable.
– Supongo que no tendré más remedio cuando nazca la camada siguiente. Además, es algo que sé hacer, y como son tan dulces y adorables…
Quise comentarle que por otra parte olían muy bien, pero no me atreví a ser sarcástica cuando saltaba a la vista que estaba loco por aquellos felinos. Y es que él parecía sacado de un fotomontaje, el retrato-robot de un asesino sexual, con tanta tontería a propósito de aquella colección de pellejos domesticados.
– Habría tenido que decírtelo antes -prosiguió-. Pero no sé qué me pasó. -Se dirigió a las estanterías, rebuscó entre los mil cachivaches que había en la de arriba y volvió con un cuaderno de direcciones del tamaño de un naipe.
Lo hojeé por encima en cuanto me lo dio.
– ¿Te contó Bobby el sentido que tenía para él?
– Pues no. Me dijo que lo guardara y que era importante, pero no me explicó por qué. Supuse que se trataba de una lista, un código cifrado, en fin, algo revelador e informativo, pero la verdad es que no tengo ni idea.
– ¿Cuándo te lo dio?
– La fecha exacta no la recuerdo. Fue un poco antes del accidente. Un día se presentó en casa, me preguntó si podía guardárselo y le dije que no había problema. Ya no me acordaba de que lo tenía hasta que tú me hiciste pensar en ello.
Busqué la B en el índice. No figuraba allí ningún Blackman, pero vi el apellido escrito a lápiz en la cara interior de la tapa de atrás, al lado de un número de siete cifras. No constaba ningún prefijo y pensé que sería un teléfono de Santa Teresa, aunque no me pareció el mismo número del S. Blackman que había encontrado en la guía.
– ¿Qué te dijo exactamente cuando te lo dio? -pregunté. Sabía que me estaba repitiendo, pero abrigaba la esperanza de encontrar alguna indicación relativa a las intenciones de Bobby.
– En realidad no me dijo nada más. Sólo que se lo guardara. Tampoco te lo dijo a ti, ¿eh?
Negué con la cabeza.
– No lo recordaba. Sabía que era importante, pero ignoraba por qué. ¿Has oído alguna vez el apellido Blackman? ¿S. Blackman? ¿Lo-que-sea Blackman?
– No. -el gato se revolvió y Gus lo dejó en el suelo.
– Tengo entendido que Bobby se había enamorado de una chica. Puede que esta chica fuese S. Blackman.
– Si lo era, a mí no me lo dijo. Sé que en dos ocasiones se vio en la playa con una mujer. En el parking que hay junto al puesto de patines.
– ¿Antes o después del accidente?
– Antes. Se quedaba esperando en el Porsche, llegaba ella y se ponían a hablar.
– ¿Te la presentó o te dijo quién era?
– Sé qué aspecto tenía, pero no su nombre. Los vi entrar una vez en la cafetería, y qué pinta tan rara tenía la mujer, oye. Parecía un Gremlin. No podía creérmelo. Bobby era un tío macizo y siempre iba con niñas estupendas, pero aquella tía era un monstruo.
– ¿Pelo rubio y estropajoso? ¿De unos cuarenta y cinco tacos?
– No la vi nunca de cerca y no sé qué edad tendría, pero el pelo sí era como tú dices. Conduce un Mercedes que veo de vez en cuando. Verde oscuro, beige por dentro. Parece del cincuenta y cinco o del cincuenta y seis, pero como nuevo.
Volví a hojear el cuaderno. En la D figuraban la dirección y el teléfono de Sufi.
¿Habría estado liado con ella? Me pareció poco probable. Bobby no había pasado de los veintitrés años y, tal como había dicho Gus, había sido un muchacho muy apuesto. Carrie St. Cloud había hablado de una especie de chantaje, pero aun en el caso de que alguien chantajeara a Sufi, ¿por qué iba ella a solicitar la ayuda de Bobby? Tampoco me parecía probable que fuese Sufi la chantajista y él el chantajeado. Fuera lo que fuese, por lo menos se trataba de una pista que rastrear. Me guardé el cuaderno en el bolso y miré a Gus, que me observaba con ojos divertidos.
Joder, tía, deberías mirarte al espejo. La cara te ha dado un cambio de la hostia.
– Es que lo que me gusta es esto, que pasen cosas -dije-. Oye, me has prestado una ayuda valiosísima. Aún no sé qué significado tiene el cuaderno, pero te juro que acabaré por averiguarlo.
– Eso espero. Lamento no haberte dicho nada cuando me preguntaste en la playa. Si crees que puedo hacer algo más, dímelo.
– Gracias. -Me sacudí el gato del regazo, me levanté y nos dimos la mano.
Me dirigí al coche mientras me sacudía los tejanos y me quitaba del labio un pelo de gato. Ya eran las diez de la noche y tenía que volver a casa, pero me sentía en forma. Lo ocurrido en el domicilio de Moza y la inesperada aparición del cuaderno de Bobby me habían estimulado. Quería hablar con Sufi. ¿Y si me dirigía a su casa? Podíamos charlar un rato si aún estaba levantada. En cierto momento había querido apartarme de la investigación y empezaba a preguntarme de qué iría todo aquel asunto.
19
Aparqué enfrente de la casa que tenía Sufi en el centro mismo de Santa Teresa, al otro lado de la calzada de Haughland Road. Las viviendas de los alrededores eran casi todas de piedra y madera y alzaban sus dos plantas en parcelas grandes donde abundaban el enebro y el roble. En muchos jardines vi esos rótulos que tanto parecen gustar en California y que advierten sobre la presencia de patrullas armadas que vigilan el barrio en silencio.
El jardín de Sufi estaba cubierto por las ramas entrelazadas de los árboles que crecían a ambos lados del camino, al fondo del cual se erguía la vivienda, rodeada de una maraña de arbustos y de una valla blanca de estacas gruesas. El edificio se había construido en base a tablas traslapadas en sentido horizontal, de color verde, mate o marrón, aunque era difícil asegurarlo a aquella hora de la noche. El porche lateral era angosto y muy hundido, y no vi ninguna luz en la puerta. Un Mercedes verde oscuro estaba aparcado a la izquierda del camino.
Era un barrio tranquilo. No había tráfico ni se veía a nadie en las aceras. Salí del coche y me dirigí a la parte delantera de la casa. Advertí de cerca que el edificio era enorme, de esos que ahora está de moda transformar en albergues con desayuno incluido y bautizar con nombres raros: "La gaviota y el macuto", "La golondrina de mar", "El timo de la estampita". Pueden verse por toda la ciudad: m ansiones victorianas reconstruidas y de un pintoresco insufrible, donde, por noventa dólares la noche, se disfruta e una cama de latón y a la mañana siguiente se pelea con un croissant recién hecho que pone los muslos perdidos de unas escamas de hojaldre que más bien parecen caspa.
A juzgar por su aspecto, la casa de Sufi todavía era una vivienda unifamiliar, aunque estaba ya algo estropeadilla. Puede que, al igual que muchas solteronas de su edad, Sufi hubiera alcanzado ese punto en que la falta de hombre se traduce en grifos y cañerías que necesitan repararse. Las solteras de mi edad echarían mano de la llave inglesa o treparían por la cañería con ese júbilo extraño que produce la autonomía. Sufi había dejado que la casa cayera en un estado de abandono y me pregunté qué haría con lo que ganaba. Tenía entendido que las enfermeras especializadas en cirugía cobraban una pasta.
En la parte trasera había un porche con muchas ventanas y en los vidrios se reflejaba el destello grisáceo y azulenco de un televisor encendido. Subí por unos peldaños de cemento agrietado y llamé a la puerta. Momentos más tarde se encendía la luz del porche y aparecía la cara de Sufi al otro lado de las cortinas.
– Hola, soy yo -dije-. ¿Puedo hablar con usted?
Pegó la cara al vidrio y miró en torno, tal vez para comprobar si me acompañaba alguna banda de malhechores. Abrió en bata y zapatillas, con un brazo pegado a la cintura y con la mano del otro apretándose las solapas de la bata alrededor del cuello.