La comparación de dichos informes no puede dejar de causar asombro. En el primero se lee que el hombre era pequeño, que tenía dientes de oro y cojeaba del pie derecho. En el segundo, que era enorme, que tenía coronas de platino y cojeaba del pie izquierdo. El tercero, muy lacónico, dice que no tenía rasgos peculiares. Ni que decir tiene que ninguno de estos informes sirve para nada.

Primero: el hombre descrito no cojeaba de ningún pie, no era ni pequeño ni enorme; simplemente alto. En lo que se refiere a su dentadura, tenía a la izquierda coronas de platino y a la derecha, de oro. Vestía un elegante traje gris, unos zapatos extranjeros del mismo color, y una boina, también gris, le caía sobre la oreja con estudiado desaliño. Llevaba bajo el brazo un bastón negro con la empuñadura en forma de cabeza de caniche. Aparentaba cuarenta años y pico. La boca, algo torcida. Bien afeitado. Moreno. El ojo derecho, negro; el izquierdo, verde. Las cejas, oscuras, y una más alta que la otra. En una palabra: extranjero.

Al pasar junto al banco donde se sentaban el redactor y el poeta, el extranjero los miró de reojo y, deteniéndose repentinamente, se sentó en un banco a dos pasos de nuestros amigos.

«Alemán», pensó Berlioz. «Inglés», pensó Desamparado. «¿Y no le darán calor esos guantes?»

Entre tanto, el extranjero se había parado a contemplar los grandes edificios que, en forma de rectángulo, rodeaban el estanque. Evidentemente era la primera vez que estaba allí y el lugar le sorprendía. Detuvo la mirada en los pisos altos, en los cristales que deslumhraban con el reflejo quebradizo de un sol que se iba para siempre de Mijaíl Alexándrovich; y después en los primeros pisos, allí donde las ventanas empezaban a oscurecerse presintiendo la noche. Sonrió con indulgencia y entornó los ojos. Apoyó las manos en la empuñadura del bastón y la barbilla en las manos.

— Tu representación, Iván — decía Berlioz—, del nacimiento de Jesús, Hijo de Dios, es justa y satírica, pero la clave está en que antes de Cristo habían nacido toda una serie de hijos de Dios; como el Adonis fenicio, el Attis de Frigia o el Mitra persa. En conclusión, ni nacieron ni existieron ninguno de ellos. Y Cristo, por supuesto, tampoco.

— Es necesario que tú, en vez de describir el Nacimiento o la llegada de los Magos, relates los rumores absurdos de este acontecimiento. Porque, según lo mentas tú, da toda la impresión de que Cristo pudo nacer así.

Y al llegar aquí, Desamparado hizo un intento de terminar con el hipo que le seguía atormentando y contuvo la respiración. El resultado fue un ataque más agudo y doloroso. También entonces Berlioz tuvo que interrumpir su discurso, porque el extranjero se había levantado y se dirigía hacia ellos. Los escritores le contemplaban extrañados.

— Espero que ustedes me perdonen — dijo el caballero con acento extranjero, pero sin llegar a desfigurar las palabras-por atreverme… sin haber sido previamente presentados… pero el tema de su docta conversación es tan sumamente interesante que…

Diciendo esto se quitó la boina con elegancia y a nuestros amigos no les quedó otro remedio que levantarse y hacer una leve inclinación. «No, más bien francés», pensó Berlioz.

«Polaco», pensó Desamparado.

Es preciso señalar que el extranjero causó una pésima impresión al poeta y que, sin embargo, a Berlioz le agradó; es decir, no es que le gus-tara sino, ¿cómo diríamos? que más bien parecía interesarle.

—¿Me permiten que me siente? — preguntó el caballero cortésmente, y los escritores tuvieron que hacerle sitio. El extranjero se sentó entre ellos con prontitud y en seguida tomó parte en la conversación—. Si no me equivoco, usted acaba de decir que Cristo no ha existido — dijo volviendo hacia Berlioz su ojo izquierdo, el verde.

— No, no se equivoca — respondió Berlioz—, eso es exactamente lo que había dicho.

—¡Oh, qué interesante! — exclamó el extranjero.

«¿Qué diablos querrá éste?», pensó Desamparado frunciendo el entrecejo.

— Y usted, ¿estaba de acuerdo con su interlocutor? — se interesó el desconocido, volviéndose hacia Desamparado.

—¡Cien por cien! — asintió el poeta, al que le gustaban las expresiones afectadas y metafóricas.

—¡Sorprendente! — exclamó el entrometido interlocutor y, mirando furtivamente en derredor, redujo la voz, ya baja, a un murmullo y dijo—: Perdonarán mi insistencia, pero me parece entender que, además, no creen en Dios — y añadió con expresión alarmada—: ¡Les juro que no se lo diré a nadie!

— No, no creemos en Dios — contestó Berlioz con una ligera sonrisa, al ver la sorpresa del turista—. Pero es algo de lo que se puede hablar con entera libertad.

El extranjero se recostó en el banco y preguntó, con la voz entrecortada de curiosidad:

—¿Quiere usted decir que son ateos?

— Pues sí, somos ateos — respondió Berlioz sonriente. Desamparado pensó con irritación: «Este bicho extranjero se nos ha pegado como una lapa. ¡Pero qué tipo tan plomo!».

—¡Qué encanto! — gritó el extraño turista, girando la cabeza a un lado y a otro para mirar a los dos literatos.

— En nuestro país nadie se sorprende porque uno sea ateo — dijo Berlioz con delicadeza y diplomacia—. La mayoría de nuestra población ha dejado, conscientemente, de creer en todas las historias sobre Dios.

El extranjero, entonces, se levantó y estrechó la mano al sorprendido jefe de redacción mientras decía:

— Permítanme hacerles otra pregunta — dijo el invitado.

— Pero, ¿por qué? —inquirió Desamparado con estupor.

— Porque, como viajero, considero esta información de extraordinaria importancia — explicó el extranjero, levantando un dedo con aire significativo.

Desde luego, esta confidencia tan importante tuvo que impresionar mucho al forastero, que miraba asustado a las casas de alrededor, como si temiera la aparición de un ateo en cada ventana.

«No, no es inglés», pensó Berlioz. Y Desamparado pensó: «¡Cómo habla el ruso! ¡Qué bárbaro! ¡Me gustaría saber dónde lo habrá aprendido!», y de nuevo enarcó las cejas.

— Permítanme hacerles otra pregunta — dijo el invitado extranjero, después de meditar con cierta inquietud—. ¿Y las pruebas de la existencia de Dios, que son cinco, como ustedes sabrán?

—¡Ah! — contestó Berlioz—, todas esas pruebas no significan nada hoy en día, la humanidad las archivó ya hace tiempo. No me negará que la razón no puede admitir ninguna prueba de la existencia de Dios.

—¡Bravo! — exclamó el extranjero—. ¡Bravo! Está usted repitiendo exacta-mente lo que nuestro viejo inquiridor Manuel opinaba de este asunto. Pero no olvide algo muy curioso: destruyó por completo las Cinco Pruebas y después, como burlándose de sí mismo, elaboró una sexta propia.

— La prueba de Kant — dijo el redactor sonriendo con benevolencia-tampoco es convincente; y no a humo de pajas dijo Schiller que los argumentos de Kant a este respecto sólo podrían satisfacer a los esclavos. Y Strauss se reía de su sexta prueba.

Mientras el extranjero seguía hablando, Berlioz se preguntaba: «Pero, ¿quién puede ser? Y, ¿cómo es posible que hable el ruso tan bien?».

— A ese Kant habría que encerrarle tres años en Solovkí[2] —soltó de repente Iván Nikoláyevich

—¡Iván, por favor! — le susurró Berlioz azorado.

Pero la idea de enviar a Kant a Solovkí no sólo no extrañó al forastero, sino que pareció entusiasmarle.

—¡Estupendo! — gritó. Y le brillaba el ojo izquierdo (el verde) mirando a Berlioz—. ¡Allí es donde debiera estar! Ya le decía yo mientras desayunábamos: «Usted dirá lo que quiera, profesor, pero se le ha ocurrido algo absurdo. Puede que sea muy elevado, pero resulta incomprensible. ¡Ya verá cómo se reirán de usted!».

A Berlioz parecían crecerle los ojos de asombro. «¿Desayunando… con Kant? Pero, ¿qué dice este hombre?».

— Pero — continuó el extranjero, sin hacer caso del asombro de Berlioz y dirigiéndose al poeta— es imposible mandarle a Solovkí porque lleva más de cien años en un lugar mucho más lejano que Solovkí, y le aseguro que no hay modo de sacarle de allí.

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2

Isla del mar Blanco, antiguo lugar de deportación. (N. de la T.)


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