– Bueno, creo que nadie llorará demasiado a estos dos -añadió-. Espero que nos mantenga informados a medida que se despliega la situación. También espero que no pretenda someter a la justicia a toda esta gente actuando de la manera que acaba de hacerlo.
– Si puedo evitarlo, no lo haré -respondí.
Los técnicos cerraron la segunda bolsa para cadáveres y se lo llevaron en una plataforma rodante.
– La mitad de un coche barato -repitió Downes.
– ¿Qué tipo de arma llevaba el chico que me disparó?
El policía de impermeable ligero respondió:
– Era igual a la que encontramos en el pasillo, una pistola de tiro Colt, del veintidós. Probablemente robaron un cajón con armas en alguna parte. Puede considerarse afortunado de que no robaran una calibre cuarenta y cinco o una Magnum.
– Habría perdido un trozo de trasero mucho más grande -comentó Downes.
– De muslo -le corregí-. Herida en el muslo superior.
Downes se encogió de hombros.
– En su lugar, yo cerraría la puerta con llave y estaría muy atento, ¿entendido? -asentí. En mi habitación sólo quedaban Downes y los otros dos-. Manténgase en contacto con nosotros.
Volví a asentir. Downes señaló la puerta con la cabeza y los tres se levantaron y salieron. Cerré la puerta y eché el cerrojo. El médico me había dado unos sedantes por si el dolor se volvía muy agudo. Aún no quería tomarlos. Necesitaba pensar. Me senté en la cama y cambié rápidamente de idea. Era mejor tenderse. Y lo mejor era estar tendido boca abajo. Un balazo en el trasero. Sin duda, a Susan le haría mucha gracia. Sólo duele cuando me río.
Libertad no era un grupo de idiotas. Me había puesto a pensar en el día siguiente y, mientras yo pensaba en el día siguiente, me volarían por los aires esa misma noche. No estaba mal. ¿Y ahora qué ocurriría? ¿Se presentarían al día siguiente? Seguro. Irían para ver si yo había ido a ver si estaban allí. No podía saber que los problemas de esa noche los habían creado ellos. Y ellos no sabían que yo disponía de retratos robot. Aunque así fuera, no sabría -¡diablos, no sabía!- si las personas que querían verme eran las mismas que esa noche habían intentado mandarme al otro mundo. Tal vez existía realmente un informante. Tal vez los muchachos de esta noche intentaban impedir que me pusiera en contacto con el informante. Tendría que acudir a la cita.
Pedí por teléfono que me despertaran a las siete y media, tomé dos sedantes y al rato me quedé dormido boca abajo. Fue un reposo de píldoras y dolor, irregular y plagado de bruscos despertares. Matar a dos críos no me sirvió de mucho. Me levanté antes de que telefonearan, aliviado por ver el nuevo día, con la sensación de haberme metido en un horno. Había dormido vestido y, al quitarme los pantalones, comprobé que estaban tiesos a causa de la sangre seca. Me duché haciendo malabarismos para mantener seco el vendaje. Me lavé los dientes, me afeité y me puse ropa limpia. Pantalón gris, camisa de rayas blancas y azules, corbata tejida azul, mocasines con borlas negras, funda de hombro con revólver. La continuidad en medio del cambio. Pegué el bigote falso a mi labio superior, me calcé la peluca, me puse unas gafas de aviador de cristales rosa y me cubrí con la chaqueta deportiva azul con botones de bronce y forro a cuadros de colores. Se puede confiar en un individuo que lleva un forro a cuadros de colores. Me miré en el espejo. La caída del cuello de la camisa no era correcta. Aflojé la corbata y rehíce el nudo sin apretarlo tanto.
Retrocedí para mirarme en el espejo de cuerpo entero. Parecía el encargado de echar a los alborotadores de un bar de homosexuales. Pero serviría. Hoy tenía un aspecto muy distinto del de ayer en el vestíbulo, con pantalones y zapatillas de hacer ejercicio. Guardé seis cartuchos adicionales en el bolsillo interior de la chaqueta y consideré que estaba listo. Entalqué nuevamente el suelo y me dirigí a la cafetería del hotel. No había probado bocado desde el pastel de ternera y riñones y mi horario estaba desfasado. Tomé tres huevos fritos con jamón, tostadas y café. Cuando acabé eran las ocho y diez. Cogí un taxi a las puertas del hotel y viajé cómodamente hasta el zoo. Me senté ligeramente inclinado hacia la derecha.
Capítulo 9
Allí estaban. La chica que había visto antes contemplaba los flamencos cuando atravesé la puerta sur, junto a los halcones y las águilas de las jaulas de las aves de rapiña. Me detuve de espaldas a ella y observé los papagayos. Como la chica no sabía que yo la había visto, no intentó esconderse. Adoptó una actitud natural mientras se dirigía a la jaula de los cuervos. No reparó en mí. Spencer, maestro ilusionista.
A lo largo de las dos horas siguientes hicimos algo difícil y complejo, semejante a la danza ritual de apareamiento de los faisanes plateados. Ella me observó con disimulo y yo la observé con disimulo. Por ahí tenía que haber otros miembros del grupo, gente armada. Ignoraban cuál era mi aspecto, aunque probablemente tenían una descripción. A decir verdad, yo no sabía realmente qué aspecto tenían a menos que los retratos robot fueran muy exactos y que ellos fueran las mismas personas que se habían cargado a las Dixon.
La chica se paseó hasta la zona de los chimpancés. Yo me acerqué a las cacatúas. Caminó junto a la jaula de los papagayos y me desplacé al extremo norte de la jaula de los gibones. La muchacha contempló los periquitos sin quitarme ojo de encima. Bebí una taza de café en la glorieta, ocupándome de no perderla de vista. La chica observaba si por allí había policías de paisano. Yo estaba atento a la aparición de miembros de su grupo. Ambos intentábamos parecer consuetudinarios visitantes de zoo que preferían permanecer cerca de la zona del túnel este. Mi papel se complicaba por el hecho de que me sentía como un imbécil con la peluca y el bigote. Por culpa del bigote tuve dificultades con el café. Si se me caía, los malos sospecharían que algo se estaba cocinando.
La tensión era, literalmente, física. A las once sudaba a raudales y me dolía la nuca. La herida me dolía permanentemente. Y caminar sin cojear requería la máxima concentración. Para ella también debió de ser duro, aunque no hubiera recibido un balazo en la parte posterior del regazo. Al menos, por lo que yo sabía, no lo había recibido.
Era bastante guapa. No tan joven como los chicos de la noche anterior. Tenía los treinta cumplidos y pelo liso y muy rubio que le llegaba a los hombros. Sus ojos eran redondos y sensibles y, a juzgar por la distancia a que había podido acercarme, negros. Sus pechos eran demasiado grandes y sus muslos de primera. Llevaba sandalias negras, pantalón blanco y una blusa blanca escotada con un pañuelo negro anudado al cuello. Acarreaba un enorme bolso de bandolera de piel negra y aposté a que en él guardaba un arma. Probablemente una pistola. El bolso no era lo bastante grande para contener un arma antitanque.
A las doce menos cuarto, según el reloj de la torre, se dio por vencida. Yo me había retrasado casi dos horas. Meneó enérgicamente la cabeza dos veces, haciendo señas a alguien que no vi, y se dirigió al túnel. La seguí. El túnel era un obstáculo que deseaba evitar, pero no supe cómo hacerlo. No quería perderla. Me había tomado muchas molestias para conseguir ese contacto y quería sacarle algún provecho. Si me atrapaban en el túnel, podía considerarme hombre muerto, pero no existía otra opción. Disimula, cumple con tu deber. Entré en el túnel detrás de la chica.
En el interior del túnel no había nadie. Lo recorrí despacio, silbando despreocupadamente, con los músculos trapecio en una poderosa tensión. Al salir del túnel arrojé mis gafas de cristales rosa en una papelera y me puse las comunes. Me quité la corbata, la guardé en el bolsillo y me desabroché tres botones de la camisa. En una novela policíaca de Dick Tracy había leído que un ligero cambio de aspecto puede resultar muy útil cuando se sigue disimuladamente a alguien.