El doctor llegó cinco minutos antes que Downes. Era Kensy, el mismo que me había asistido. Hoy llevaba un temo de estambre gris con pinzas en la cintura y grandes hombreras y una camisa de seda negra cuyo largo cuello sobresalía por encima de las solapas.
– Hola, señor, ¿cómo va su trasero? -preguntó al entrar, echó la cabeza hacia atrás y rió.
– ¿Qué usa en el quirófano, doctor, una máscara de color rosa encendido? -respondí.
– Mi querido amigo, yo no hago cirugía. De todos modos, será mejor que le eche un vistazo a su barbilla.
– No, limítese a revisar el brazo de este chico -puntualicé.
Se arrodilló junto a la silla y le miró el brazo.
– Está dislocado -diagnosticó-. Tendrá que ir al hospital para que se lo pongan en su sitio -me miró-. ¿Es obra suya? -asentí con la cabeza-. Estoy empezando a pensar que es usted un individuo bastante mortífero, ¿me equivoco?
– Todo mi cuerpo es un arma peligrosa -afirmé.
– Me temo que sí -volvió a ocuparse del muchacho. Le dijo-: Te pondré un entablillado provisional y te daré algo para calmar el dolor. Pero será mejor que te enviemos al hospital y que un traumatólogo se ocupe de ti. Sospecho que habrá que esperar a que lleguen las autoridades.
El chico no abrió la boca.
– Sí, tendrá que esperar -dije.
Kensy sacó de su maletín un entablillado hinchable y con suma delicadeza lo colocó en el brazo del muchacho. Luego lo hinchó. Inmediatamente le aplicó una inyección contra el dolor y le dijo:
– En seguida te sentirás mejor.
Kensy estaba guardando sus materiales cuando apareció Downes. El inspector miró al muchacho con el brazo provisionalmente entablillado, que parecía un globo transparente.
– Spenser, ¿medio coche más?
– Tal vez. Creo que sí, pero no estoy completamente seguro.
Un poli de uniforme y una joven vestida de paisano acompañaban a Downes.
– Hábleme de este asunto -pidió el inspector.
La joven tomó asiento y sacó una libreta. El poli uniformado montó guardia junto a la puerta. Kensy cerró su maletín y se dirigió a la salida.
– Sólo se trata de un entablillado provisional y necesita urgentemente un traumatólogo -informó a Downes.
– En seguida lo llevaremos al hospital -replicó Downes-. No tardaremos más de quince minutos.
– Me parece bien -dijo Kensy-. Spenser, evite herir a alguien más durante uno o dos días. Esta noche salgo de viaje y regresaré el lunes.
– Que se divierta -le deseé. El médico se marchó. Me dirigí a Downes-. ¿Podrá retenerlo para que Dixon lo identifique?
– Supongo que sí. ¿Qué acusaciones sugiere?
– Bueno, posesión de un arma robada, posesión de un arma sin autorización y agresión.
– Tú me agrediste, cerdo rojo y chupón -dijo el muchacho.
– Utilización de blasfemias en presencia de la autoridad -añadí.
– Ya encontraremos los cargos adecuados -dijo Downes-. Ahora me gustaría saber qué ha ocurrido -le conté la historia. La joven apuntó todo lo que dijimos. Downes añadió-: Y el otro se escapó. Es una pena. Tal vez habría conseguido el anticipo para otro coche.
– Podría haberlo matado -afirmé.
– Spenser, soy perfectamente consciente de ello y es uno de los motivos por los que no lo presiono más -miró al poli de uniforme-. Gates, acompañe a este caballero hasta el coche y tenga cuidado con su brazo. En seguida me reuniré con ustedes y lo llevaremos al hospital. Murray -se dirigió a la joven-, acompáñelos.
El trío partió. En ningún momento el chico me miró. Yo seguía cubriéndome el mentón con el pañuelo.
– Debería limpiar esa herida y cubrirla -aconsejó Downes.
– Lo haré en seguida.
– De acuerdo. Spenser, hay dos cosas que me gustaría decirle. En primer lugar, si yo estuviera en su situación, buscaría ayuda. En dos días han intentado matarlo dos veces. Y no hay motivos para suponer que dejarán de intentarlo. Me parece que éste no es trabajo para un solo hombre.
– Estaba pensando lo mismo. Esta noche haré una llamada telefónica a los Estados Unidos.
– En segundo lugar, toda esta aventura me crea ambivalencias. De momento, probablemente le ha hecho un favor al gobierno británico y a la ciudad de Londres sacando de circulación a tres terroristas. Le aseguro que aprecio sus esfuerzos, pero no me agrada la idea de que un movimiento antiterrorista armado surja en mi ciudad, dirigido por estadounidenses que actúan sin preocuparse demasiado por las leyes o la aduana británicas. Si tiene que importar ayuda, quiero que sepa que no permitiré que un ejército de matones a sueldo se despliegue por mi ciudad disparando contra todos los terroristas que ven y, de paso, dejando malparado a mi departamento.
– Downes, no se preocupe. Si consigo ayuda, sólo será un hombre y no hablaremos con la prensa.
– Querrá decir que tiene la esperanza de no hablar con la prensa. Le aseguro que no será fácil. El Evening Standard y el Evening New han insistido en conocer los detalles del tiroteo de anoche. Aunque los he apartado, inevitablemente alguien les dirá su nombre.
– No quiero aparecer en letras de molde -aseguré-. Me los quitaré de encima.
– Eso espero -insistió Downes-. También espero no tenerlo con nosotros muchos días más. ¿De acuerdo?
– Ya veremos -repliqué.
– Por supuesto -aseguró Downes-. Claro que lo veremos.
Capítulo 11
Me senté en la cama y leí las instrucciones para hacer una llamada internacional. Estaba agotado. Incluso me costó trabajo leer. Tuve que mirarlas dos veces para comprender que podía llamar directamente a Susan Silverman marcando una serie de prefijos. Lo intenté. La primera vez nada sucedió. La segunda oí un mensaje previamente grabado en el que me explicaban que había cometido un error. La tercera fue la vencida. Los cables zumbaron ligeramente, los repetidores chasquearon en tono bajo, el sonido a lejanía y electricidad revoloteó en el fondo y entonces sonó el teléfono y Susan respondió, con su voz de siempre. Venga, señor Watson, lo necesito.
– ¿Eres tú, cariño? -pregunté.
– ¿A cuál te refieres? -replicó Susan.
– No te pases de lista.
– ¿Dónde estás?
– Sigo en Londres. Marqué unos cuantos números y aquí estamos, charlando.
– ¡Qué pena! Tenía la esperanza de que estuvieras en el aeropuerto, esperando que alguien te trajera de regreso a casa.
– Todavía no, amor -respondí-. Llamo por dos motivos. El primero es para decir que adoro tu trasero y el segundo para pedirte un favor.
– ¿Por teléfono?
– No me refiero a ese tipo de favores -aclaré-. Quiero que hagas una llamada telefónica en mi nombre. ¿Tienes lápiz y papel?
– Espera un momento. Ya está.
– Telefonea a Henry Cimoli -deletreé el nombre- al Harbor Health Club de Boston. Figura en el listín. Dile que se ponga en contacto con Hawk y que le diga que tengo trabajo para él aquí. ¿Lo has entendido?
– Sí.
– Dile que coja el primer vuelo a Londres y que, nada más llegar a Heathrow, me llame al Hotel Mayfair.
– Hmmm.
– Dile que no hay problemas de dinero y que puede fijar el precio que quiera. Pero lo necesito ahora y, si es posible, antes.
– Es malo -afirmó Susan.
– ¿Qué es lo malo?
– Lo que estás haciendo. Conozco a Hawk y sé para qué sirve. Si lo necesitas, significa que el asunto es malo.
– No, no es tan malo. Lo necesito para que no se vuelva malo. Estoy bien, pero dile a Henry que se ocupe de que Hawk venga. No quiero que Hawk venga al hotel. Quiero que me llame desde Heathrow y yo iré a buscarlo. ¿Entendido?
– Entendido. ¿Quién es Henry Cimoli?
– Es algo así como el profesional del Harbor Health Club. Un tipo menudo que solía boxear. Kilo por kilo, probablemente es el hombre más fuerte que conozco. Antes de ponerse de moda, el Harbor Health Club era un gimnasio. Hawk y yo entrenábamos allí cuando boxeábamos. Henry nos hizo de entrenador. Seguro que sabe cómo encontrar a Hawk.