Capítulo 13

Seguimos mi plan casi durante una semana. Nadie me mató y ni siquiera lo intentó. Hawk se deslizó a mis espaldas con ropa por valor de cinco mil dólares, ganando sus cientos cincuenta pavos diarios. No vimos cosa alguna de interés. No reconocimos miembro alguno de mi lista de delirantes. Montamos guardia, vigilamos el apartamento de Kathie y la seguimos al Museo Británico y la tienda de alimentación.

– Los has asustado -afirmó Hawk mientras cenábamos en su habitación-. En dos ocasiones te enviaron a sus mejores efectivos y te los comiste crudos. Se asustaron y se han quedado quietos.

– Así es, ni siquiera me vigilan. A menos que sean tan buenos que ninguno de nosotros dos los ha descubierto.

– No digas tonterías -opinó Hawk.

– Tienes razón. Los habríamos visto. ¿Crees que Kathie me ha reconocido? -Hawk negó con la cabeza-. En ese caso, no saben si aún los persigo o no.

– Tal vez pasan por el hotel de vez en cuando para comprobar si sigues registrado.

– Sí, es posible -añadí-. Y se mantendrán tranquilos hasta que me vaya.

– Tal vez no tienen motivos para seguir tranquilos -apuntó Hawk.

– Quizá no están tan bien organizados y no preparan nada, por lo que mi presencia carece de importancia.

– Quizá.

– Es posible. Estoy harto de esperar. Presionemos un poco a Kath.

– Puedo ocuparme de este asunto.

– Hawk, no me refería a ese tipo de presión. Me dejaré ver por ella. Si se asusta, es posible que huya. Y si huye podremos seguirla y descubrir a más gente.

– Y cuando huya le pisaré los talones -añadió Hawk-, pero creerá que se ha librado de ti.

– Exactamente. Recuerda que estas personas no son necesariamente británicas. Si Katherine se raja, puede dirigirse a otro país y será mejor que estés preparado.

– Siempre estoy preparado, amigo. Mi hogar es lo que llevo puesto.

– Eso es harina de otro costal. Procura no ponerte el mono rosa para seguirla. Algunas personas reparan en ese tipo de cosas. Sé que en tu opinión no llaman la atención, pero…

– ¿Alguna vez oíste decir que alguien se me escapó o que fui reconocido por alguien que no debía verme?

– Sólo era una sugerencia. Al fin y al cabo, soy tu patrón.

– Por supuesto, jefe, es usted sumamente amable permitiendo que el viejo Hawk lo ayude -dijo imitando el acento de los esclavos negros.

– Déjate de tonterías -le pedí-. Eres un negro tan casero como Truman Capote.

Hawk bebió el champán y dejó la copa sobre la mesa. Cortó un trozo pequeño de salmón ahumado escocés y lo comió. Bebió más champán.

– Sólo soy una pobre y vieja persona de color que intenta llevarse bien con los blancos.

– Bueno, reconozco que fuiste uno de los primeros en practicar la integración racial de la fractura de piernas en Boston.

– Pobre del hombre que no hace algo por su pueblo.

– Hawk, por todos los demonios, ¿cuál es tu pueblo?

– La buena gente que, al margen de razas, creencias o colores, tiene pasta para pagarme.

– Hawk, ¿piensas alguna vez en qué significa ser negro?

Me contempló durante cerca de diez segundos.

– Spenser, tú y yo somos muy parecidos. Tal vez tengas más escrúpulos, pero nos parecemos mucho salvo en una cosa. Tú nunca has sido negro. Eso es algo que yo sé y que tú nunca conocerás.

– De modo que piensas en la cuestión. ¿Qué es ser negro?

– Solía pensar en el tema cuando me parecía necesario. Pero ya no lo hago. Ahora soy tan negro como tú bailarín. Ahora bebo champán, voy con zorras, tomo el dinero y nadie me empuja. Ahora juego constantemente y nadie juega mejor que yo los juegos que conozco -bebió más champán con movimientos gráciles, seguros y delicados. Se había quitado la camisa y la luz del techo hacía que los planos musculares destacaran puntos fluidos y rebuscados sobre la piel negra. Dejó la copa de champán sobre la mesa, cortó otro trozo de salmón y se detuvo cuando lo tenía a mitad de camino de la boca. Volvió a mirarme y su rostro se iluminó con una sonrisa extrañamente carente de alegría-. Chico, tal vez tú seas la excepción.

– Es posible -repliqué-, pero no es el mismo juego.

Hawk se encogió de hombros.

– Es el mismo juego con otras reglas.

– Puede ser. Nunca tuve la certeza de que te guiaras por ciertas reglas.

– Pues deberías saberlo. Ocurre que tengo menos reglas que tú, pero no soy tonto. De todas maneras, sabes que si digo que voy a hacer algo, lo hago. Se cumple. Si me dejo contratar para algo, continúo contratado. Hago lo que sea para ganarme el sustento.

– Recuerdo la ocasión en que no continuaste contratado con King Powers.

– Era otra cosa -se defendió Hawk-. King Powers es un irrigador. No tiene reglas, no cuenta. Me refiero a ti o a Henry Cimoli. Si te digo algo, va a misa.

– Es cierto -reconocí-. ¿Quién más?

Hawk había bebido cantidades ingentes de Taittinger y yo un montón de Amstel.

– ¿Quién más qué?

– ¿Quién más puede confiar en ti?

– Quirk -respondió Hawk.

– Martin Quirk -dije-. El teniente Martin Quirk, de la brigada de detectives.

– Así es.

– A Quirk le gustaría meterte en chirona.

– ¡Ya lo creo! -exclamó Hawk-. Pero sabe cómo se comporta un hombre y cómo hay que tratarlo.

– Sí, tienes razón. ¿Existe alguien más?

– Tú, Henry y Quirk. Me parece más que suficiente. Es más de lo que tienen la mayoría de las personas que conozco.

– Creo que Henry no te creará problemas, pero algún día Quirk o yo podríamos abatirte de un disparo.

Hawk acabó el salmón y volvió a mirarme con una sonrisa de oreja a oreja.

– Si puedes, hombre, si puedes -Hawk apartó el plato y se levantó-. Quiero mostrarte algo.

Bebí cerveza mientras Hawk se acercaba al armario y sacaba algo parecido a un cruce entre funda de hombro y mochila. Pasó los brazos a través de las tiras y se alejó del armario.

– ¿Qué te parece? -el aparejo era una funda para una escopeta de cañones recortados. Las tiras rodeaban cada hombro y el arma colgaba, con la culata hacia abajo, a lo largo de su columna vertebral-. Mira esto -se puso la chaqueta sobre la piel. La prenda cubría completamente el arma. A menos que supieras de qué iba, ni siquieras notabas el bulto. Hawk estiró la mano derecha hacia atrás, por debajo del faldón de la chaqueta, hizo un breve movimiento giratorio y desenfundó el arma-. ¿Te diste cuenta?

– Déjame ver -pedí. Hawk puso la escopeta en mis manos. Era una Ithaca de dos cañones, del calibre doce. Había reducido la culata y los dos cañones estaban recortados. El arma entera no medía más de cuarenta y cinco centímetros-. Hace mucho más daño que una pistola de tiro -comenté.

– Y no crea problemas. Basta con comprar una escopeta y arreglarla. Si tenemos que trasladarnos a otro país arrojaré ésta a la basura y compraré una nueva al llegar. No tardaré más de una hora en adaptarla.

– ¿Tienes una sierra para metales?

Hawk asintió.

– Y un par de abrazaderas. Es lo único que necesito.

– No está mal -opiné-. ¿Qué piensas hacer luego, adaptar un misil Atlas y andar con él metido en el calcetín?

– No crea problemas con relación a la potencia de fuego -respondió Hawk.

El día siguiente madrugué, salí y revolví el apartamento de Kathie mientras estaba en la lavandería. Fui ordenado, pero lo bastante chapucero para que se enterara de que había recibido una visita. No buscaba algo en particular, sólo quería que supiera que alguien había estado en su madriguera. No tardé más de cinco minutos. Cuando la chica regresó, yo estaba apoyado en el umbral del edificio de apartamentos contiguo, con los ojos cubiertos por gafas de sol. Cuando ella pasó, me volví para que no me viera la cara. Quería que me reconociera, pero no estaba dispuesto a exagerar.

Mientras fui miembro del departamento de policía, conocí a un tío llamado Shelley Walden al que podían pescar siguiendo a alguien en medio de un concierto de rock. Nunca descubrí por qué era tan patoso. Era menudo, de aspecto inofensivo y nada desmañado, pero incapaz de no llamar la atención. Intenté montar ese acecho como lo habría hecho Shelley.


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