– Es difícil conciliar el sueño cuando hace tanto calor, ¿no crees? -pregunté.
Kathie atravesó la habitación, se arrodilló junto a la cama y apoyó las nalgas en los talones.
– Tal vez un poco de leche tibia -sugerí.
Kathie cogió mi mano izquierda, que tenía apoyada sobre mi pecho, la acercó a ella y la dejó entre sus senos.
– A veces contar corderos da resultado -dije y noté que mi voz sonaba algo ronca.
La respiración de Kathie era muy agitada, como si hubiera estado saltando, y el hueco entre sus senos estaba húmedo de sudor. Dijo:
– Hazme lo que quieras.
– ¿No es el título de un libro? -pregunté.
– Haré lo que me pidas -añadió-. Puedes poseerme. Seré tu esclava. Pídeme lo que quieras.
Se agachó sin apartar mi mano de sus senos y se dedicó a besarme el pecho. Sus cabellos olían fuertemente a champú y su cuerpo a jabón. Seguramente se había bañado antes de venir.
– Kathie, los numeritos de esclavos no me interesan -aclaré. Sus besos bajaban por mi vientre. Me sentía como un macho cabrío púber-. Kathie, apenas te conozco. Quiero decir que pensaba que sólo somos amigos.
Siguió besándome. Me incorporé en la cama y aparté la mano de su esternón. Kathie se coló entre las sábanas cuando me moví, insinuando su cuerpo contra el mío y pasándome la mano izquierda por la espalda.
– Fuerte -jadeó-. Fuerte, muy fuerte. Presióname, fuérzame.
Le sujeté las manos por las muñecas y se las puse delante de la cara. Kathie giró y se dejó caer boca arriba, con las piernas abiertas. Entreabrió los labios y emitió débiles gorgoteos. La puerta del dormitorio se abrió y apareció Hawk en calzoncillos, ligeramente agazapado, listo para reaccionar ante cualquier dificultad. Relajó la expresión y sonrió de placer mientras nos miraba.
– ¡Maldita sea! -exclamó.
– Todo va bien, Hawk, no hay problemas -dije con voz muy ronca.
– Eso espero -respondió. Cerró la puerta y oí su risa grave y aterciopelada en el pasillo. Desde el otro lado añadió-: Escucha, Spenser, ¿quieres que me quede aquí y tararee Botas y sillas de montar mientras tú… bueno, mientras sometes a la sospechosa?
Dejé pasar ese comentario. Kathie no se dio por aludida.
– Él también -jadeó-. Si quieres, los dos al mismo tiempo.
Despatarrada sobre la cama, con los brazos y las piernas estirados y el cuerpo bañado en sudor, parecía una persona sin huesos.
– Kathie, será mejor que encuentres otro modo de relacionarte con la gente. Matar y follar tienen su lugar, pero también existen otras opciones -cacareé. Tosí ruidosamente. Sentía que mi cuerpo contenía demasiada sangre. Estaba casi a punto de piafar y relinchar.
– Te lo ruego -dijo con tono apenas audible-, te lo ruego.
– No te ofendas, querida, pero tengo que negarme.
– Por favor -su voz era apremiante. Retorció el cuerpo sobre la cama. Arqueó la pelvis tal como lo había hecho en Amsterdam, cuando Hawk la cacheó-. Por favor.
Aún la sujetaba de las manos. Cuanto más la sujetaba y la rechazaba, más parecía reaccionar Kathie. Era un estilo de intercambio masoquista que la excitaba. Me gustara o no, debía levantarme. Aparté la sábana y salí de la cama, pasando por encima de las piernas de Kathie. Aprovechó el espacio que dejé vacío para adoptar una posición de vulnerabilidad ampliada. Cualquier conductista especializado en animales diría que Kathie se hallaba en un estado de extrema sumisión. Yo me encontraba en un estado de cachondez extrema. Cogí mis Levis de la silla y me los puse. Tuve sumo cuidado a la hora de subir la cremallera. Con los pantalones puestos me sentí mejor.
Ahora Kathie estaba sola, creo que ni siquiera era consciente de mi presencia. Respiraba con agudos siseos que se colaban entre sus dientes. Se retorció y se arqueó sobre la cama, convirtiendo las sábanas en húmeda maraña. Yo no sabía qué hacer. Tenía ganas de chuparme el pulgar, pero Hawk podía entrar y pescarme. Ojalá Susan estuviera aquí. Ojalá yo no estuviera. Me senté en la otra cama, con los dos pies apoyados en el suelo, preparado para saltar si ella venía a buscarme, y la observé.
La ventana se tornó gris y poco después rosa. Los silbidos de los pájaros aumentaron y por la calle pasaron algunos camiones, ni muchos ni con demasiada frecuencia. Salió el sol. En la otra mitad del dúplex había un grifo abierto. Kathie dejó de contonearse. Oí que Hawk se levantaba en el cuarto de al lado y que abría la ducha. La respiración de Kathie era serena. Me levanté, me acerqué a mi maleta, saqué una camisa y se la di.
– Toma -dije-. No tengo batín, pero podrás arreglarte con la camisa. Dentro de un rato te compraremos ropa.
– ¿Por qué? -quiso saber. Su voz era normal, pero sonaba llana y muy baja.
– Porque la necesitas. Llevas el mismo vestido desde hace dos días.
– Lo que quiero saber es por qué no me poseíste.
– Digamos que porque estoy comprometido -respondí.
– No me deseas.
– Una parte de mí, sí, me estaba volviendo loco. Pero no es mi estilo. Mi estilo tiene que ver con el amor. Además… tu… enfoque no fue acertado.
– Crees que soy corrupta.
– Creo que eres neurótica.
– Eres un jodido cerdo.
– Ese enfoque tampoco sirve -aseguré-. Aunque debo admitir que muchas personas lo han aplicado.
Kathie permaneció callada, pero un ligero rubor tiñó sus pómulos.
Se interrumpió el murmullo del agua de la ducha y oí que Hawk regresaba al dormitorio.
– Iré a ducharme -dije-. Cuando haya terminado, tendrás que haber salido de aquí y estar cubierta con algo. Luego tomaremos un buen desayuno y planificaremos la jornada.
Capítulo 22
Mi camisa casi le llegaba a las rodillas y Kathie desayunó cubierta con ella, muda, sentada en un taburete junto a la encimera, con las rodillas pegadas. Hawk tomó asiento del otro lado de la encimera, magnífico con una camisa blanca de mangas acampanadas. Lucía un pendiente de oro en la oreja derecha y una delgada cadena de oro le rodeaba el cuello. Los Boucher habían dejado algunos huevos y pan blanco. Preparé los huevos al vapor, con una pizca de vino blanco, y serví el pan tostado con puré de manzanas.
Hawk comió con gusto y con movimientos exactos y certeros, como los de un cirujano o, al menos, tal como yo suponía que debían ser los de un cirujano. Kathie comió sin apetito pero organizadamente, dejando en el plato la mayor parte de los huevos y media tostada.
– Hay una tienda de ropa bajando por el bulevar St. Laurent -dije-. La vi anoche cuando veníamos para aquí. Hawk, ¿por qué no llevas a Kathie y le compras ropa?
– Chico, quizá prefiere ir contigo.
Kathie intervino con voz átona y baja:
– Prefiero ir contigo, Hawk -fue la primera vez que la oí pronunciar su nombre.
– No pensarás jugarme una mala pasada en el coche, ¿verdad?
Kathie hundió la cabeza.
– Adelante -dije-. Ordenaré la casa y después me dedicaré a pensar.
– No te hagas daño -aconsejó Hawk.
– Kathie, vístete.
La chica ni se movió ni me miró.
– Vamos, nena, mueve el culo, ya lo has oído -la azuzó Hawk. Kathie se puso de pie y subió la escalera. Hawk y yo nos miramos-. ¿Crees que está a punto de franquear la barrera del color?
– No es más que el mito sobre tu aparato -respondí.
– Hombre, nada de mito.
Saqué de la cartera cien dólares canadienses y se los entregué a Hawk.
– Ten, cómprale cien dólares de ropa, lo que quiera, pero no permitas que los despilfarre en ropa interior de fantasía.
– Por lo que vi anoche, no piensa usarla.
– Quizás esta noche te toque el turno a ti.
– ¿No ha quedado satisfecha?
– No hice lo que me pedía -respondí-. Nunca lo hago durante la primera cita.
– Chico, te aseguro que admiro al hombre que tiene criterios. Suze debería estar orgullosa de ti.