Faltaba media hora para su cita en el Arzobispado, así que subió por la calle Mateos Gago a tomar un café en la cervecería Giralda. Le apetecía sentarse cerca de la barra, disfrutando del suelo ajedrezado en blanco y negro, los azulejos y los grabados de la antigua Sevilla en las paredes. Sacó del bolsillo el Elogio de la milicia templario de Bernardo de Claraval, para leer unas páginas al azar. Era un viejísimo volumen en octavo cuya lectura alternaba cada día con los maitines, laudes, vísperas y completas del breviario; uso que cumplía rigurosamente, con aquella minuciosa disciplina suya que no apelaba a la piedad, sino al orgullo. A menudo, en las muchas horas pasadas en hoteles, cafeterías y aeropuertos, entre dos citas o viajes profesionales, el sermón medieval que durante doscientos años fue guía espiritual de los monjes soldados que combatían en Tierra Santa le ayudaba a soportar la soledad del oficio. A veces se dejaba llevar por el estado de ánimo que su lectura le producía, imaginándose último superviviente de la derrota de Hattin, la Torre maldita de Acre, los calabozos de Chinon o las hogueras de París: un templario solitario y muy cansado cuyos amigos estuvieran todos muertos.

Leyó unas líneas que en realidad podía recitar de memoria -«Se tonsuran el cabello, van cubiertos de polvo, negros por el sol que los abrasa y la malla que los protege…»- y alzó después el rostro para mirar la luz de la calle, los transeúntes que pasaban bajo las hojas verdes de los naranjos. Una mujer joven, esbelta, de aspecto extranjero, se detuvo un momento para recogerse el cabello, ayudándose con el reflejo del cristal en la ventana entreabierta. Lo hizo alzando los brazos desnudos con un gesto de extrema gracia, bellísima y concentrada en la propia imagen, hasta que sus ojos fueron un poco más allá y encontraron los de Quart. Por un instante sostuvo la mirada, sorprendida y curiosa, antes de que la naturalidad del gesto quedara destruida. Entonces, un joven con una cámara fotográfica al cuello y un mapa en la mano llegó a su lado y, pasándole el brazo por la cintura, se la llevó consigo.

Puede que la palabra no fuera exactamente envidia, o tristeza. No había un término exacto para definir la desolación familiar a cualquier clérigo ante el contacto próximo de parejas; hombres y mujeres a quienes era legítimo desarrollar el antiguo ritual de la intimidad, gestos que permitían acariciar la curva de una nuca hasta los hombros, la línea suave de unas caderas, los dedos de una mujer sobre la boca de un hombre. Y en el caso de Quart, al que en principio no hubiera resultado difícil acortar distancias con buena parte de las mujeres hermosas que se cruzaban en su camino, era más intensa aquella certidumbre de autodisciplina desconsolada, dolorosa, semejante a los amputados que aseguran sentir el hormigueo, el malestar de manos o piernas ya inexistentes como si todavía estuvieran ahí.

Miró el reloj, guardó el libro y se puso en pie. Al salir casi estuvo a punto de tropezar con un caballero muy gordo, vestido de blanco, que se disculpó cortésmente quitándose el sombrero panamá. El gordo se quedó mirando a Quart cuando éste anduvo despacio en dirección a la plaza y al edificio rojizo de fachada barroca que quedaba a la derecha, tras una fila de naranjos. Un conserje se acercó a identificar al recién llegado, pero a la vista del alzacuello le cedió inmediatamente el paso bajo las dos columnas dobles que sostenían el balcón principal, con el emblema heráldico de los arzobispos hispalenses tallado en piedra. Quart salió al patio, donde se proyectaba la sombra de la Giralda, y luego ascendió por la suntuosa escalera bajo la bóveda de Juan de Espinal, desde la que ángeles y querubines observaban a los recién llegados con aire aburrido, matando el tiempo en su inmovilidad de siglos. Arriba había pasillos con despachos, sacerdotes atareados que iban de un lado para otro con el aplomo de quien conoce el terreno. Casi todos vestían trajes con cuello redondo, pecheras y camisas oscuras o grises, y algunos llevaban corbatas o polos bajo la chaqueta; parecían más funcionarios que sacerdotes. Quart no vio ninguna sotana.

El nuevo secretario de monseñor Corvo salió a su encuentro. Era un clérigo blandito, calvo, de aspecto muy limpio y modales suaves, con alzacuello y ropa gris. Sustituía al padre Urbizu, fallecido al caerle encima la cornisa de Nuestra Señora de las Lágrimas. Sin decir palabra lo condujo a través del salón cuyo techo, dividido en sesenta recuadros, contenía emblemas y escenas bíblicas destinadas, en principio, a alentar las virtudes de los prelados sevillanos en el gobierno de su diócesis. Había allí una veintena de frescos y lienzos, entre ellos cuatro Zurbarán, un Murillo y un Matia Preti con San Juan Bautista degollado; y mientras caminaba junto al secretario se preguntó Quart por qué en las antesalas de los obispos y de los cardenales era tan frecuente tropezarse con la cabeza de alguien sobre una bandeja. Aún tenía ese pensamiento cuando encontró a don Príamo Ferro. El párroco de Nuestra Señora de las Lágrimas estaba de pie en un extremo, obstinado y oscuro como el color de su vieja sotana. Conversaba con un clérigo muy joven, rubio y con lentes, a quien Quart identificó como el albañil que lo había estado observando en la puerta de la iglesia cuando conoció al padre Ferro y a Gris Marsala. Los dos sacerdotes se interrumpieron para mirarlo, impasibles los ojos del párroco, hosco y desafiante el joven. Quart les dirigió una leve inclinación de cabeza, pero ninguno hizo ademán de responder al saludo. Era evidente que llevaban tiempo esperando, y nadie les había ofrecido una silla.

Su Ilustrísima don Aquilino Corvo, titular de la sede hispalense, solía adoptar la pose de El caballero de la mano en el pecho que colgaba en una de las salas del museo del Prado. Sobre el traje negro apoyaba una mano blanca donde lucía el distintivo de su dignidad: anillo con una gran piedra amarilla. Las sienes escasas de pelo, el rostro largo y anguloso, el brillo de la cruz de oro, completaban una reminiscencia del personaje que el arzobispo se complacía en acentuar. Aquilino Corvo era un prelado de pura raza, procedente de una cuidada selección eclesiástica. Hábil, maniobrero, habituado a navegar bajo cualquier tipo de tormentas, su titularidad al frente de la sede sevillana no era fortuita. Tenía importantes apoyos en la Nunciatura de Madrid, contaba con el respaldo del Opus Dei, y sus relaciones eran óptimas con el Gobierno y la oposición en la Junta de Andalucía. Eso no le impedía ocuparse de aspectos marginales de su ministerio; incluso personales. Por ejemplo, era aficionado a los toros y ocupaba una barrera en la Maestranza cada vez que toreaban Curro Romero o Espartaco. Asimismo era socio de los dos clubs de fútbol locales, el Betis y el Sevilla, tanto por neutralidad pastoral como por prudencia eclesiástica: su undécimo mandamiento consistía en no poner todos los huevos en el mismo cesto. También odiaba a Lorenzo Quart con toda su alma.

Como era de prever tras el recibimiento del secretario, la primera parte de la entrevista transcurrió fría pero correcta. Quart hizo entrega de sus credenciales -una carta del cardenal Secretario de Estado y otra de monseñor Spada-, dio al arzobispo detalles generales y de sobra conocidos por éste sobre su misión, y su interlocutor le ofreció apoyo incondicional, pidiéndole que lo mantuviera informado. En realidad, Quart sabía que el arzobispo iba a hacer todo lo posible por sabotear su misión, y monseñor Corvo, que no tenía la menor esperanza de que Quart le diese cuenta de nada, estaba dispuesto a cambiar un año de Purgatorio por una silla de pista si el enviado especial de Roma pisaba una piel de plátano. Pero eran profesionales y conocían las reglas a observar, al menos en cuestión de apariencias. Ninguno mencionó, tampoco, la causa de que se mirasen desde uno y otro lado de la mesa igual que esgrimistas cuya falsa despreocupación desaparecería, como un rayo, en cuanto uno de ellos descubriera un hueco donde asestarle al otro una estocada. Sobre ambos planeaba la sombra de su último encuentro en aquel despacho, un par de años atrás y recién llegado Su Ilustrísima a la dignidad arzobispal, cuando Quart le entregó copia de un grueso informe con los fallos de seguridad en torno a la visita del Santo Padre a Sevilla, durante el último Año Eucarístico. Un cura casado, relapso y suspendido a divinis, había estado a punto de pegarle un navajazo al Pontífice con el pretexto de entregarle un memorándum sobre el celibato. También fue hallado un artefacto explosivo en el convento de monjas donde debía pernoctar Su Santidad, en uno de los cestos de ropa limpia bordada primorosamente para la ocasión por las hermanas. Y en las agendas de todos los terroristas islámicos del Mediterráneo figuraban con escalofriante detalle las horas e itinerarios de la visita papal, merced a las continuas filtraciones del Arzobispado a la prensa. Fue el IOE, y Quart en concreto, quien tomó con urgencia cartas en el asunto, poniendo patas arriba el plan de seguridad original de Su Ilustrísima, para rechifla de la Curia y desesperación del Nuncio. Que por cierto llegó a comentar el caso ante Su Santidad, en términos que a monseñor Corvo estuvieron a punto de costarle, amén de la recién estrenada sede hispalense, un ataque de apoplejía. Con el tiempo, superado el tropiezo, el arzobispo se consolidó como un excelente prelado; pero aquella crisis de novicio, su humillación y el papel jugado por Quart en ella roían su corazón y mansedumbre de una manera muy poco pastoral. Detalle que Su Ilustrísima había confiado aquella misma mañana a su atribulado confesor, un anciano clérigo de la catedral con quien reconciliaba los primeros viernes de cada mes.


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