A1 poder que gobierna el destino de todos los seres vivientes se le llama el Águila, no porque sea un águila ni porque tenga nada que ver con las águilas, sino porque aparece ante los ojos del vidente como un águila inconmensurable, negra como el azabache, erguida como se yerguen las águilas, cuya envergadura alcanza el infinito.

El Águila devora la conciencia de todas las criaturas que, vivas en la Tierra un momento antes, y ahora ya muertas, van flotando como un incesante enjambre de luciérnagas hacia el pico del Águila, al encuentro de su dueño, de la razón de haber tenido vida. El Águila desenreda esas minúsculas llamas, las tiende como un curtidor extiende una piel y después las consume, pues la conciencia es el sustento del Águila.

El Águila, ese poder que gobierna los destinos de toda cosa viviente, refleja igualmente y a la vez todas esas cosas vivas. No hay lugar, por tanto, a que el hombre rece al Águila, le pida favores o espere misericordia. La parte humana del Águila es demasiado insignificante como para conmover a la totalidad.

A toda cosa viviente se le ha otorgado el poder, si así lo desea, de buscar una apertura hacia la libertad y de pasar por ella. Es obvio para el vidente que ve esa apertura, y para las criaturas que pasan por ella, que el Águila ha otorgado ese don a fin de perpetuar la conciencia.

Cruzar hacia la libertad no significa alcanzar la vida eterna en el sentido usual de eternidad; esto es, vivir por siempre. Ocurre, más bien, que los guerreros pueden conservar su conciencia, que normalmente se abandona al momento de morir. En el momento de cruzar, el cuerpo en su totalidad se inflama de conocimiento. Al instante, cada célula se torna consciente de sí misma y, además, consciente de la totalidad del cuerpo.

El don de libertad que ofrece el Águila no es una dádiva, sino la oportunidad de tener una oportunidad.

Un guerrero no está nunca sitiado. Estar sitiado implica que uno tiene posesiones personales que defender. Un guerrero no tiene nada en el mundo salvo su impecabilidad, y la impecabilidad no puede ser amenazada.

El primer principio del arte de acechar es que los guerreros eligen su campo de batalla. Un guerrero jamás entra en batalla sin conocer antes el entorno.

Eliminar todo lo innecesario es el segundo principio del arte de acechar. Un guerrero no complica las cosas. Busca la sencillez. Aplica toda su concentración para decidir si entra o no en batalla, porque en cada batalla se juega la vida. Éste es el tercer principio del arte de acechar. Un guerrero debe estar dispuesto y preparado para realizar su última parada aquí y ahora. Pero no sin orden ni concierto.

Un guerrero se relaja y se suelta; no teme a nada. Sólo entonces los poderes que guían a los seres humanos abren el camino al guerrero y le auxilian. Sólo entonces. Éste es el cuarto principio del arte de acechar.

Cuando se enfrentan a una fuerza superior con la que no pueden lidiar, los guerreros se retiran por un momento. Dejan que sus pensamientos corran libremente. Se ocupan de otras cosas. Cualquier cosa puede servir. Éste es el quinto principio del arte de acechar.

Los guerreros comprimen el tiempo; éste es el sexto principio del arte de acechar. Hasta un solo instante cuenta. En una batalla por tu vida, un segundo es una eternidad, una eternidad que puede decidir la victoria. Los guerreros persiguen el éxito; por tanto, comprimen el tiempo. Los guerreros no desperdician ni un instante.

Para aplicar el séptimo principio del arte de acechar uno tiene que aplicar los otros seis: un acechador no se coloca nunca al frente. Está siempre observando desde detrás de la escena.

Aplicar estos principios produce tres resultados. El primero es que los acechadores aprenden a no tomarse nunca en serio: aprenden a reírse de si mismos. Si no tienen miedo de hacer el ridículo, pueden ridiculizar a cualquiera. El segundo es que los acechadores aprenden a tener una paciencia inagotable. Los acechadores nunca tienen prisa, nunca se inquietan. Y el tercero es que los acechadores aprenden a tener una inagotable capacidad de improvisación.

Los guerreros encaran el tiempo que llega. Normalmente encaramos el tiempo que se aleja de nosotros; sólo los guerreros pueden cambiar esta situación y encarar el tiempo a medida que avanza hacia ellos.

Los guerreros tienen una sola cosa en mente: su libertad. Morir y ser devorado por el Águila no representa ningún desafío. En cambio, escabullirse del Águila y ser libres es la mayor de las audacias.

Cuando los guerreros hablan de tiempo no se refieren a algo que se mide por los movimientos del reloj. El tiempo es la esencia de la atención; las emanaciones del Águila están compuestas de tiempo, y, propiamente hablando, cuando un guerrero entra en otros aspectos del ser, se está familiarizando con el tiempo.

Un guerrero ya no puede llorar, y su única expresión de angustia es un estremecimiento que le viene desde las profundidades mismas del universo. Es como si una de las emanaciones del Águila estuviera hecha de pura angustia, y cuando golpea al guerrero, su estremecimiento es infinito.

COMENTARIO

Al examinar las citas extraídas de El don del Águila experimenté una sensación muy particular. Sentí inmediatamente que el firme resorte del intento de los antiguos chamanes de México seguía operando tan vivamente como siempre. Supe entonces, sin sombra de duda, que las citas de este libro estaban gobernadas por su rueda del tiempo. Supe, también, que así había sucedido con todo cuanto había hecho en el pasado, como escribir El don del Águila, y que así sigue sucediendo con todo lo que ahora hago, como escribir este libro.

Puesto que soy absolutamente incapaz de dilucidar este hecho, mi única opción viable es aceptarlo humildemente. Los chamanes del México antiguo tenían otro sistema cognitivo en funcionamiento, y todavía pueden afectarme hoy desde las unidades de ese sistema cognitivo de la manera más positiva y edificante.

Gracias a los esfuerzos de Florinda Matus, que me embarcó en el aprendizaje de las más elaboradas variantes de las técnicas chamánicas diseñadas por los chamanes de la antigüedad, tales como la recapitulación, fui capaz de contemplar, por ejemplo, mis experiencias con don Juan con una fuerza que nunca podría haber imaginado. El texto de mi libro El don del Águila es el resultado de esas visiones que tuve de don Juan Matus.

Para don Juan Matus, recapitular significaba revivir y reordenar de un simple barrido cualquier cosa en la vida de una persona. Él nunca se preocupó por minucias tales como elaborar variaciones de aquella antigua técnica. Florinda, por el contrario, poseía una meticulosidad completamente diferente. Pasó meses enteros adiestrándome para que entrara en aspectos de la recapitulación que hoy en día todavía sería incapaz de explicar.

– Lo que estás experimentando es la vastedad del guerrero -me explicaba-. Las técnicas existen. ¡Y qué! Lo que es de suprema importancia es la persona que las usa y su deseo de llevarlas hasta el final.

Recapitular a don Juan en los términos de Florinda me produjo unas visiones de don Juan extremadamente detalladas y significativas. Eran infinitamente más intensas que conversar con el propio don Juan. Fue el pragmatismo de Florinda lo que me aportó asombrosas percepciones de posibilidades prácticas de las que el nagual Juan Matus no se había preocupado en absoluto. Siendo Florinda una mujer verdaderamente pragmática, no se hacía ilusiones acerca de sí misma ni tenía sueños de grandeza. Decía de sí que era como un labriego que no puede permitirse perder ni una sola vuelta del camino.


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