La falla más profunda de los guerreros inmaduros es que tienden a olvidar la maravilla de lo que ven. Les abruma el hecho de ver y creen que lo que cuenta es su talento. Un guerrero maduro debe ser un dechado de disciplina con el fin de superar la casi invencible laxitud de nuestra condición humana. Más importante aún que ver es lo que los guerreros hacen con lo que ven.

Una de las mayores fuerzas en las vidas de los guerreros es el miedo, porque los incita a aprender.

Lo cierto, para un vidente, es que todos los seres vivos luchan por morir. Lo que detiene a la muerte es la conciencia.

Lo desconocido está siempre presente, pero queda fuera de las posibilidades de nuestra conciencia ordinaria. Lo desconocido es la parte sobrante del hombre corriente. Y es sobrante porque el hombre corriente no dispone de suficiente energía libre para asirla.

La mayor falla de los seres humanos es mantenerse adheridos al inventario de la razón. La razón no trata al hombre como energía. La razón trata con instrumentos que crean energía, pero jamás se le ha ocurrido seriamente a la razón que somos mejores aún que los instrumentos: somos organismos que crean energía. Somos burbujas de energía.

Los guerreros que alcanzan deliberadamente la conciencia total son algo digno de contemplar. Ése es el momento en que arden desde adentro. El fuego interno los consume. Y en plena conciencia, se funden con el conjunto de las emanaciones del Águila y se deslizan a la eternidad.

Una vez que se logra el silencio interno, todo es posible. El modo de terminar con nuestro diálogo interno es utilizar exactamente el mismo método mediante el cual nos enseñaron a hablar con nosotros mismos: fuimos enseñados compulsiva y sostenidamente, y así es como debemos detenerlo: compulsiva y sostenidamente.

La impecabilidad comienza con un solo acto, que tiene que ser premeditado, preciso y sostenido. Si este acto se repite durante el tiempo suficiente, uno adquiere un sentido de intento inflexible que puede aplicarse a cualquier cosa. Si esto se logra, el camino queda despejado. Así, una cosa lleva a la otra hasta que al fin el guerrero desarrolla todo su potencial.

El misterio de la conciencia es la oscuridad. Los seres humanos están inundados de ese misterio, de cosas que son inexplicables. Considerarnos a nosotros mismos en cualesquiera otros términos es una locura. Así que un guerrero no degrada el misterio del hombre tratando de racionalizarlo.

Las comprensiones son de dos tipos. Unas no son más que arengas para darse ánimos; son grandes arranques de emoción y nada más. Las otras son producto de un movimiento del punto de encaje; no van unidas a arranques emocionales sino a la acción. Las comprensiones emocionales llegan años después, cuando los guerreros, con el uso, han consolidado la nueva posición de sus puntos de encaje.

Lo peor que podría ocurrirnos es tener que morir, y puesto que ése es ya nuestro destino inalterable, somos libres; quienes lo han perdido todo no tienen ya nada que temer.

No es por codicia que los guerreros se aventuran en lo desconocido. La codicia sólo es eficaz en el mundo de los asuntos cotidianos. Para aventurarse en esa aterradora soledad de lo desconocido se necesita mucho más que codicia: se necesita amor. Hay que tener amor a la vida, a la intriga, al misterio. Hay que tener una curiosidad insaciable y una montaña de agallas.

Un guerrero sólo piensa en los misterios de la conciencia; el misterio es lo único que importa. Somos seres vivos; tenemos que morir y abandonar nuestra conciencia. Pero si podemos cambiar tan siquiera un solo matiz de eso, ¿ qué misterios nos estarán aguardando? ¡Qué misterios!

COMENTARIO

El libro El fuego interno fue otro de los resultados finales de la influencia que Florinda Matus ejerció en mi vida. Ella me guió para que esta vez enfocara mi atención en el maestro de don Juan, el nagual Julián. Tanto Florinda como mi detallado enfoque en aquel hombre me revelaron que el nagual Julián Osorio había sido un actor de cierto mérito; pero más que actor, había sido un libertino al que sólo le interesaba seducir mujeres, cualquier clase de mujeres, con las que establecía contacto durante sus representaciones teatrales. Era tan extremadamente libertino que, finalmente, perdió la salud y contrajo la tuberculosis.

Su maestro, el nagual Elías, lo encontró una tarde en pleno campo, a las afueras de la ciudad de Durango, seduciendo a la hija de un acaudalado terrateniente. Debido al esfuerzo, el actor comenzó a sangrar, y la hemorragia llegó a ser tan intensa que estuvo a punto de morir. Florinda dijo que el nagual Elías vio que no había ninguna manera en que él pudiera ayudarle. Era imposible curar al actor, y lo único que podía hacer como nagual era cortar la hemorragia, cosa que hizo. Vio entonces la oportunidad de hacerle al actor una propuesta.

– Salgo a las cinco de la madrugada hacia las montañas -dijo-. Espérame a la salida del pueblo. No faltes. Si no vienes, morirás antes de lo que piensas. Tu único recurso es venir conmigo. Nunca podré curarte, pero podré desviar tu avance inexorable hacia el abismo que marca el final de la vida. Todos los seres humanos caemos inexorablemente en ese abismo más tarde o más temprano. Yo te desviaré para que tus pasos orillen la enorme extensión de esa fisura, ya sea por su lado izquierdo o por el derecho. Mientras no te caigas, vivirás. Nunca estarás bien, pero vivirás.

El nagual Elías no esperaba gran cosa del actor, que era un hombre perezoso, dejado, licencioso y quizá incluso cobarde. Se sorprendió sobremanera cuando a las cinco de la mañana del día siguiente lo encontró esperándole en un extremo de la ciudad. Se lo llevó a las montañas, y con el tiempo el actor llegó a ser el nagual Julián: un tuberculoso que no se curó jamás, pero que vivió hasta tal vez los ciento siete años, siempre caminando al borde del abismo.

– Desde luego, es de suprema importancia para ti que examines el caminar del nagual Julián al borde del abismo -me indicó Florinda en una ocasión-. El nagual Juan Matus nunca quiso saber nada de ello. Para él, todo eso era superfluo. Tú no tienes tanto talento como el nagual Juan Matus. Como guerrero, nada puede serte superfluo. Debes permitir que los pensamientos, los sentimientos y las ideas de los chamanes del México antiguo lleguen libremente hasta ti.

Florinda tenía razón. Yo no tengo el esplendor del nagual Juan Matus. Tal como ella había apuntado, para mí no podía haber nada superfluo. Necesitaba de cada apoyo, de cada matiz. No podía permitirme pasar por alto ninguna de las visiones ni de las concepciones de los chamanes del México antiguo, por muy descabelladas que pudieran parecerme.

Examinar el caminar del nagual Julián al borde del abismo implicó que mi habilidad para enfocar mis recuerdos se extendiera hasta los sentimientos que el nagual Julián experimentó en su extraordinaria lucha por mantenerse con vida. Me estremecí hasta la médula cuando descubrí que la batalla de aquel hombre había sido una lucha segundo a segundo, con sus terribles hábitos licenciosos y su extraordinaria sensualidad enfrentados a su férrea adhesión a la supervivencia. Su lucha no fue esporádica, sino la más sostenida y disciplinada de las batallas por mantener el equilibrio. Caminar al borde del abismo incrementaba hasta tal grado la batalla de un guerrero, que cada segundo contaba. Un solo momento de debilidad habría arrojado al abismo al nagual Julián.


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