COMENTARIO
En las citas extraídas de Una realidad aparte empieza a evidenciarse con notable claridad el sentido de ánimo que los chamanes del México antiguo plasmaron en todos sus empeños de intento. El propio don Juan me señaló, en nuestras conversaciones sobre aquellos antiguos chamanes, que un aspecto de su mundo que resultaba de supremo interés para los modernos practicantes era la afiladísima conciencia que esos chamanes habían desarrollado sobre la fuerza universal que llamaban intento. Explicaba que el vínculo que cada uno de esos hombres tenía con dicha fuerza era tan limpio y nítido que podían influir en las cosas a placer. Don Juan decía que el intento de esos chamanes, desarrollado con tal afilada intensidad, era la única ayuda con la que contaban los practicantes modernos.
Lo expresó en términos más mundanos al decir que los practicantes modernos, si fueran honestos consigo mismos, estarían dispuestos a pagar cualquier precio por el hecho de vivir al amparo de un intento semejante.
Don Juan afirmaba que cualquiera que mostrara el más leve interés por el mundo de los chamanes de la antigüedad era inmediatamente atraído al círculo de su afiladísimo intento. El intento de aquellos chamanes era, para don Juan, algo inconmensurable que ninguno de nosotros podía cancelar. Por otra parte, razonaba, no había necesidad de cancelar un intento semejante, ya que era la única cosa que importaba: era la esencia del mundo de aquellos chamanes, un mundo que los modernos practicantes codiciaban más que cualquier otra cosa imaginable.
El sentido de ánimo que emana de las citas de Una realidad aparte no es algo que yo arreglara a propósito. Ese talante afloró con independencia de mis deseos y objetivos. Incluso podría decir que era lo opuesto a lo que tenía en mente. Era el misterioso resorte de la rueda del tiempo que, oculto en el texto del libro, se había activado súbitamente adquiriendo un estado de tensión: una tensión que dictaba la dirección de mis esfuerzos.
Mientras escribía Una realidad aparte podía afirmar, con toda honestidad, que estaba felizmente involucrado en un trabajo de campo antropológico, al menos en lo que concernía a mis sentimientos acerca de mi trabajo. De hecho, mis sentimientos y pensamientos se encontraban tan alejados del mundo de los chamanes de la antigüedad como los del que más. Don Juan tenía una opinión diferente. Siendo un guerrero experimentado, sabía que yo no tenía ninguna posibilidad de sustraerme al magnetismo del intento que aquellos chamanes habían creado. Ya estaba inmerso en él, al margen de lo que creyera o deseara.
Ese estado de cosas desencadenó en mí una ansiedad subconsciente. No era una ansiedad que pudiera definir o localizar; ni siquiera estaba consciente de ella. Impregnaba mis actos sin darme la posibilidad de detenerme conscientemente en ella o de buscarle una explicación. Volviendo la vista atrás, sólo puedo decir que estaba mortalmente asustado, aunque no podía determinar qué era lo que me asustaba.
Intenté analizar muchas veces esa sensación de temor, pero inmediatamente me sentía fatigado, aburrido. Al momento encontraba infundadas y superfluas mis indagaciones, y terminaba abandonándolas. Le pregunté a don Juan sobre mi estado de ánimo. Quería su consejo, su opinión.
– Sólo estás asustado -dijo-. Eso es todo. No busques razones misteriosas para tu miedo. La razón misteriosa está justo delante de ti, a tu alcance. Es el intento de los chamanes del México antiguo. Estás tratando con su mundo, y ese mundo te muestra su rostro de vez en cuando. Por supuesto, no soportas esa visión. Tampoco yo podía soportarla en mi época. Ninguno de nosotros la podía soportar.
– ¡Me está hablando con enigmas, don Juan!
– Sí, de momento. Algún día te resultará claro. Por ahora es una estupidez intentar hablar de ello o darte explicaciones. Nada de lo que estoy intentando mostrarte tendría sentido. Cualquier banalidad inconcebible tendría infinitamente más sentido para ti en este momento.
Don Juan tenía razón. Todos mis temores estaban provocados por una banalidad de la que me avergonzaba entonces y todavía me avergüenzo ahora: tenía miedo a ser poseído por el demonio. Tales temores me habían sido inculcados desde una edad muy temprana. Cualquier cosa inexplicable era, naturalmente, algo diabólico, algo maligno que buscaba destruirme.
Cuanto más profundas eran las explicaciones de don Juan acerca del mundo de los antiguos chamanes, mayor era mi sensación de que necesitaba protegerme. Esa sensación no era algo que pudiera expresarse con palabras. Más que una necesidad de proteger el yo, se trataba de la necesidad de proteger la veracidad y el innegable valor del mundo en el que vivimos los seres humanos. Mi mundo era para mí el único mundo reconocible. Si ese mundo era amenazado se producía en mí una reacción inmediata, una reacción que se manifestaba en una clase de miedo que nunca sabré explicar; un miedo que hay que haber sentido para poder captar su inmensidad. No era miedo a la muerte o al dolor. Era, más bien, algo inconmensurablemente más profundo que eso. Era tan profundo que cualquier practicante de chamanismo sería incapaz tan siquiera de conceptualizarlo.
– Has llegado, tras un rodeo, a ponerte justo enfrente del guerrero -dijo don Juan.
Por aquel entonces ponía muchísimo énfasis en el concepto de guerrero. Decía que ser un guerrero era, por supuesto, mucho más que un mero concepto. Era un modo de vida, y ese modo de vida era lo único que podía detener el miedo y el único canal del que podía servirse un practicante para dejar circular libremente el flujo de su actividad. Sin el concepto de guerrero era imposible superar los obstáculos del camino del conocimiento.
Don Juan definía al guerrero como un luchador por excelencia. Era un estado de ánimo, un talante propiciado por el intento de los chamanes de la antigüedad; un ánimo en el que cualquier hombre podía introducirse.
– El intento de aquellos chamanes -dijo don Juan- era tan agudo, tan poderoso, que solidificaba la estructura de guerrero en quienquiera que lo pulsara, aun cuando no fuera consciente de ello.
Para los chamanes del México antiguo, el guerrero era, en síntesis, una unidad de combate tan afinada para la lucha en su entorno, tan extraordinariamente alerta que, en su forma más pura, no necesitaba nada superfluo para sobrevivir. Un guerrero no tenía necesidad de regalos, ni de ser apoyado con palabras o con actos, ni de recibir consuelo o incentivos. Todas esas cosas estaban incluidas en la propia estructura del guerrero. Dado que tal estructura estaba determinada por el intento de los chamanes del México antiguo, aquellos chamanes se aseguraron de incluir en ella cualquier cosa previsible. El resultado final era un luchador que luchaba solo y que extraía de sus propias silenciosas convicciones todo el impulso que precisaba para seguir adelante, sin quejas, sin necesidad de reconocimiento.
Personalmente, encontraba fascinante el concepto de guerrero, al tiempo que me parecía una de las cosas más aterradoras con las que jamás me había topado. Pensaba que, de adoptar ese concepto, llegaría a esclavizarme sin tener el tiempo o la disposición para protestar, analizar o quejarme. Quejarme había sido un hábito de toda mi vida y, la verdad, habría luchado con uñas y dientes con tal de no renunciar a él. Pensaba que quejarse era propio de un hombre sensible, valiente y directo que no titubea en defender sus actos ni en decir lo que le gusta y lo que le disgusta. Si todo eso iba a convertirse en un organismo luchador, corría el riesgo de perder más de lo que podía soportar.
Eso era lo que pensaba por dentro. Y, sin embargo, codiciaba la dirección, la paz, la eficiencia del guerrero. Una de las grandes ayudas que emplearon los chamanes del México antiguo para establecer el concepto de guerrero fue la idea de tomar nuestra muerte como compañera, como testigo de nuestros actos. Don Juan decía que en cuanto se acepta esta premisa, por muy livianamente que sea, se tiende un puente que salva el abismo entre nuestro mundo de los asuntos cotidianos y algo que tenemos enfrente y que no tiene nombre; algo que está perdido en una niebla, que parece no existir; algo tan tremendamente difuso que no puede utilizarse como punto de referencia, pero que está allí, innegablemente presente.