Un guerrero es un cazador. Todo lo calcula. Eso es control. Una vez terminados sus cálculos, actúa. Se deja ir. Eso es abandono. Un guerrero no es una hoja a merced del viento. Nadie puede empujarle; nadie puede obligarle a hacer cosas en contra de sí mismo o de lo que juzga correcto. Un guerrero está preparado para sobrevivir, y sobrevive del mejor modo posible.

Un guerrero no es más que un hombre, un hombre humilde. No puede cambiar los designios de su muerte. Pero su espíritu impecable, que ha reunido poder tras grandes penas, puede ciertamente detener su muerte por un momento, un momento lo bastante largo para permitirle regocijarse por última vez al evocar su poder. Podemos decir que ése es un gesto que la muerte tiene con quienes poseen un espíritu impecable.

No importa cómo lo hayan criado a uno. Lo que determina el modo en que uno hace cualquier cosa es el poder personal. Un hombre no es más que la suma de su poder personal, y esa suma determina cómo vive y cómo muere.

El poder personal es un sentimiento. Algo así como tener suerte. O podríamos llamarlo un talante, un ánimo. El poder personal es algo que se adquiere a través de toda una vida de lucha.

Un guerrero actúa como si supiera lo que hace, cuando en realidad no sabe nada.

Un guerrero no tiene remordimientos por nada de lo que ha hecho, porque aislar los propios actos llamándolos mezquinos, feos o malos es darse a uno mismo una importancia injustificada.

La clave está en lo que se enfatiza. O nos hacemos desdichados o nos hacemos fuertes. Cuesta el mismo trabajo lo uno que lo otro.

Desde el momento en que nacemos, la gente nos dice que el mundo es esto y aquello, y de tal y cual manera; naturalmente, no tenemos otra opción más que aceptar que el mundo es de la forma en que la gente nos ha estado diciendo que es.

El arte del guerrero consiste en equilibrar el terror de ser un hombre con la maravilla de ser un hombre.

COMENTARIO

Mientras me hallaba escribiendo Viaje a Ixtlán reinaba en el ambiente un estado de ánimo de lo más misterioso. Don Juan Matus estaba aplicando algunas medidas extremadamente prácticas a mi conducta cotidiana. Había diseñado algunas pautas que yo debía seguir rigurosamente. Eran tres tareas que apenas se relacionaban vagamente con mi mundo cotidiano o con cualquier otro mundo. Quería que en mi vida cotidiana me esforzara en borrar mi historia personal por todos los medios concebibles. Luego quería que terminara con mis rutinas y, finalmente, que desterrara mi sentimiento de importancia personal.

– ¿Cómo voy a lograr todo eso, don Juan? -le pregunté.

– No tengo ni idea -respondió-. Ninguno de nosotros tiene idea de cómo hacerlo de una forma práctica y eficaz. Con todo, si empezamos el trabajo, lo concluiremos sin saber siquiera qué fue lo que vino a ayudarnos.

»La dificultad que encuentras es la misma que yo encontré -prosiguió-. Te aseguro que nuestra dificultad nace del hecho de que, en nuestras vidas, carecemos por completo de la idea que nos incitaría a cambiar. Cuando mi maestro me encomendó esta tarea, todo lo que necesité para llevarla a cabo fue la idea de que podía lograrse. Una vez que tuve la idea, la realicé sin saber cómo. Te recomiendo que hagas lo mismo.

Me lancé a las quejas más retorcidas, argumentando que yo era un científico social acostumbrado a directrices prácticas y consistentes, no a vaguedades que dependían más de soluciones mágicas que de medios prácticos.

– Dilo que quieras -me respondió don Juan, riéndose-. Cuando termines de quejarte, olvida tus remilgos y haz lo que te he dicho que hagas.

Don Juan tenía razón. Todo lo que necesité o, mejor dicho, lo único que necesitó una parte no evidente y misteriosa de mí fue la idea. El «yo» que había conocido durante toda mi vida necesitaba infinitamente más que una idea: necesitaba entrenamiento, estímulo, dirección. Me sentí tan intrigado por mi éxito que la tarea de borrar mis rutinas, perder mi importancia personal y abandonar mi historia personal se convirtió en un auténtico placer.

– Estás justo enfrente del camino del guerrero -dijo don Juan a modo de explicación por mi misterioso logro.

Don Juan había guiado lenta y metódicamente mi conciencia para que se enfocara cada vez más intensamente en una elaboración abstracta del concepto de guerrero, una elaboración que llamaba el camino del guerrero o la senda del guerrero. Me explicó que el camino del guerrero era un armazón de ideas establecido por los chamanes del México antiguo. Tal construcción derivaba de la capacidad que tenían aquellos chamanes de ver la energía tal como fluye libremente en el universo. Por esa razón, el camino del guerrero era un soberbio conglomerado de hechos energéticos, de verdades irreductibles determinadas exclusivamente por la dirección del flujo de energía del universo. Don Juan afirmaba categóricamente que no había nada en esa estructura que pudiera objetarse, nada que pudiera ser cambiado. Era una estructura perfecta en sí misma y por sí misma, y cualquiera que seguía ese camino se veía acorralado por hechos energéticos que no admitían discusión ni especulaciones acerca de su función o valía.

Don Juan decía que aquellos antiguos chamanes lo llamaron el camino del guerrero porque su estructura abarcaba todas las posibilidades vitales que un guerrero podía hallar en la senda del conocimiento. Aquellos chamanes fueron absolutamente meticulosos y metódicos en la búsqueda de tales posibilidades. De hecho, según don Juan, fueron capaces de incluir en su estructura abstracta todo lo humanamente posible.

Don Juan comparaba el camino del guerrero con una estructura, siendo cada uno de los elementos de esta estructura un dispositivo de sustentación cuya única función consistía en sostener la psique del guerrero en su papel de chamán iniciado, y así facilitar sus movimientos y dotarlos de significado. Afirmaba, de manera inequívoca, que el camino del guerrero era una construcción esencial sin la cual los chamanes iniciados naufragarían en la inmensidad del universo.

Don Juan decía que el camino del guerrero era la obra maestra de los chamanes del México antiguo. Lo consideraba su aporte más importante, la esencia de su sobriedad.

– ¿Es el camino del guerrero tan abrumadoramente importante, don Juan? -le pregunté en una ocasión.

– Decir «abrumadoramente importante» es un eufemismo. El camino del guerrero lo es todo. Es el arquetipo de la salud física y mental. No puedo explicarlo de ningún otro modo. El hecho de que los chamanes del México antiguo creasen una estructura así significa para mí que habían alcanzado la cima de su poder, la cumbre de su felicidad, la cúspide de su júbilo.

Dado el nivel de aceptación o rechazo pragmáticos en el que me creía sumergido en aquella época, abrazar completamente y sin prejuicios la senda del guerrero me resultaba poco menos que una imposibilidad. Cuanto más hablaba don Juan de la senda del guerrero más intensa era mi sensación de que lo que realmente maquinaba era derrumbar todo mi equilibrio.

Don Juan me guiaba, por tanto, de un modo encubierto. Sin embargo, su guía se evidencia con meridiana claridad en las citas extraídas de Viaje a Ixtlán. Don Juan se había abalanzado velozmente sobre mí a pasos agigantados sin que yo me diera cuenta, hasta que repentinamente sentí su aliento en la nuca. Pensaba una y otra vez que me hallaba a punto de aceptar de buena fe la existencia de otro sistema cognitivo; o, por el contrario, me sentía tan absolutamente indiferente que no me importaba que ocurriera de una forma u otra.


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