Cuando pasó la calle Noventa, se había hecho aún más oscuro, especialmente en la zona de las pendientes, donde tanto había disfrutado por la mañana. A diferencia de entonces, en ese momento tuvo un presentimiento. El camino estaba bordeado de árboles desnudos. Ya no podía divisar los edificios que rodeaban Central Park West, y excepto por el ocasional y distante bocinazo de algún taxi, podría haberse hallado pedaleando en cualquier bosque aislado y remoto. Cada vez que se acercaba a las farolas, las ramas de los árboles se le mostraban como gigantescas telas de araña.
Se sintió sumamente aliviado cuando salió por la calle Ciento seis, y al apretar el botón del semáforo no pudo sino reírse de su imaginación y preguntarse qué la había desbocado. Aunque hacía meses que no paseaba en bicicleta por el parque, era algo que había hecho muchas veces a lo largo de los años y no recordaba que le hubiera afectado antes de ese modo. Por mucho que admitiera que resultaba absurdo no haber tenido miedo al circular entre el tráfico -lo cual sí era verdaderamente peligroso- y en cambio sintiera escalofríos al meterse por el desierto parque, se había sentido como un impresionable adolescente caminando por un cementerio el día de Halloween.
Cuando la luz hubo cambiado, Jack cruzó Central Park West y cogió la calle Ciento seis. Al llegar a la altura de la zona de juegos del barrio se detuvo. Sin retirar los pies de los pedales, se agarró a la verja de alambre y contempló la pista de baloncesto, que estaba iluminada por una serie de lámparas de mercurio que él había pagado de su bolsillo. Lo cierto era que Jack había costeado la rehabilitación completa de la zona de juegos. En principio, se había ofrecido solamente para reconstruir la cancha de baloncesto, creyendo que el vecindario estaría encantado. Para su sorpresa, se vio forzado por un comité ad hoc para hacerse cargo de todo el parque, incluyendo la zona infantil, si quería contar con el privilegio de poder mejorar la zona de baloncesto. Jack tardó solo una noche en decidirse. Al fin y al cabo, ¿en qué iba a emplear su dinero? De aquello hacía seis años ya, y Jack había visto recompensado con creces su dinero.
– ¿Viene a hacer unas canastas, doctor? -llamó uno de los jugadores.
Únicamente había cinco hombres, todos afroamericanos, haciendo ejercicios de calentamiento en la distante cancha. En honor al frío, iban todos vestidos con un surtido de distintas capas de ropa hip-hop muy de moda. Uno de ellos se había detenido al ver a Jack. Por la voz, este supo que se trataba de Warren, un tipo con el que había ido trabando amistad con el tiempo. Warren era un sujeto corpulento, un atleta dotado y también el jefe de una banda local. El y Jack habían llegado a profesarse mutuo respeto. En realidad, Jack le atribuía el mérito de haberle salvado la vida.
– Esa es mi intención -contestó Jack a gritos-. ¿Se apunta alguien más o va a ser un tres contra tres?
– Anoche nos pasaron por agua, eso significa que va a venir toda la pandilla. De modo que mueve tu blanco culo y aprisa, de lo contrario te vas a tener que quedar ahí mirando y con las ganas. ¿Me pillas?
Jack levantó el pulgar en un gesto de conformidad. Lo había «pillado» plenamente: no tardaría en haber mucho más de diez tíos, lo cual significaba que los primeros diez empezarían a jugar mientras que a los demás no les quedaría otro remedio que sortear los turnos para entrar en los siguientes partidos. Era un sistema complicado que Jack había tardado años en asimilar. En opinión de la mayoría, no era ni justo ni democrático. El ganador era escogido por el undécimo en llegar, que después escogía a los otros cuatro con quien deseaba formar equipo. Llegados a ese punto, el orden de aparición ya no contaba. De hecho, a veces uno de los miembros del grupo perdedor podía salir elegido por ser especialmente bueno como jugador. Cuando Jack se instaló en el vecindario tardó meses en meterse en su primer partido, y si lo logró fue porque comprendió que debía llegar allí temprano.
Motivado por no querer quedarse sin jugar, pedaleó con fuerza hasta el otro lado de la calle, bajó de la bicicleta, se la echó al hombro, subió la escalera que conducía a la puerta de entrada de su edificio y la abrió tras esquivar varias grandes bolsas verdes de basura. Dentro había dos mendigos compartiendo una botella de vino barato. Se apartaron cuando Jack subió corriendo escaleras arriba, teniendo cuidado con los restos que ensuciaban los peldaños.
Jack vivía en el piso trasero del tercer piso. Depositó la bicicleta en el suelo mientras buscaba las llaves; luego, abrió la puerta.
Sin molestarse siquiera en cerrar, dejó la bicicleta apoyada contra la pared de la sala de estar, se quitó los zapatos de una patada y la corbata, la chaqueta, la camisa y el pantalón, tirándolo todo en el respaldo del sofá. Vestido únicamente con los calzoncillos, se metió en el lavabo para coger su ropa de baloncesto que normalmente colgaba encima de la cortina del baño.
Se detuvo en seco: en lugar de sus pantalones cortos y el chándal, lo que tenía delante eran las medias de Laurie. Se había olvidado de que no había jugado la noche anterior y de que Laurie le había doblado y guardado la ropa en el armario.
Jack descolgó la media de un tirón y se quedó mirándola. Lentamente, sus ojos se contemplaron en el espejo. Estaba solo, y su flácido rostro reflejaba la realidad que había intentado evitar todo el día: Laurie no estaría allí cuando él volviera del partido; no habría los habituales e inteligentes comentarios; no habría las inevitables risas; no habría el paseo por Columbus Avenue para ir a comer algo a uno de los muchos restaurantes del West Side, sino que regresaría a un apartamento vacío igual que había hecho todos esos años, cuando se instaló en la ciudad. Entonces le había resultado deprimente, y también se lo parecía en esos momentos.
– Tú y tu baloncesto… -dijo para sí en voz alta con tono de mofa. Volvió a contemplar la media con una combinación de emociones que incluía la irritación hacia sí mismo y hacia Laurie. A veces, la vida parecía demasiado complicada.
Con un cuidado innecesario dobló la prenda y la llevó al dormitorio. Abrió uno de los vacíos cajones que Laurie había usado y la guardó con mimo. Lo cerró y experimentó un ligero alivio cuando perdió de vista aquel incómodo recordatorio. Acto seguido, fue rápidamente al armario en busca de su ropa de deporte.
Para su consuelo, consiguió llegar a la cancha de baloncesto antes de que aparecieran los demás, y Warren lo seleccionó para su equipo. Jack hizo un breve precalentamiento encestando unas cuantas pelotas. Se sentía dispuesto cuando el juego empezó unos minutos más tarde; pero, por desgracia, no lo estaba. Jugó mal, y fue un factor decisivo a la hora de perder. Con otro equipo preparado para entrar, Warren, Jack y los suyos se vieron obligados a tener que esperar en la banda, tiritando de frío. Nadie estaba contento.
– Tío, has jugado como una mierda -le dijo Warren a Jack-. Nos has hecho polvo. ¿Qué pasa contigo?
Jack meneó la cabeza.
– Supongo que estoy distraído. Laurie quiere que nos casemos y tengamos críos.
Warren conocía a Laurie. El y Natalie, su novia, habían salido con Jack y Laurie casi todas las semanas a lo largo de los últimos años. Incluso habían ido de vacaciones a África, siete años atrás.
– ¿Así que tu chavala quiere que se la tiren y tener un crío? -comento Warren burlonamente-. ¿Y eso es nuevo, tío? Yo tengo el mismo problema, pero ¿me has visto tirar la pelota fuera o fallar una asistencia de las buenas? O te centras o no vas a jugar conmigo. Es cosa de poner en orden tus prioridades. ¿Sabes a qué me refiero?
Jack asintió. Warren tenía razón, pero no en el sentido que él creía. El problema residía en que no sabía si era capaz de ordenar sus prioridades porque no estaba seguro de cuáles eran.
Sujetando la puerta del ascensor con el tobillo, Laurie se las arregló para dejar su maleta en el rellano del cuarto piso. Le supuso ciertamente un esfuerzo porque el nivel del suelo se hallaba varios centímetros por encima de la cabina del ascensor. A continuación, salió ella y dejó que las puertas se cerraran. Oyó el rumor de la maquinaria en el tejado mientras el ascensor bajaba de inmediato. Obviamente alguien había estado llamándolo.