Despertó a media tarde al sentir que se detenían. El cuerpo del muchacho sobre sus piernas no pesaba casi nada, pero la inmovilidad le había acalambrado los músculos y sentía la garganta seca. Por unos instantes no supo dónde estaba, echó mano al bolsillo del pantalón en busca de su cantimplora de whisky y se bebió un largo sorbo para aclarar la mente. La mujer y los niños estaban cubiertos de polvo y el sudor les marcaba líneas por las mejillas y el cuello. Charles Reeves se había desviado del camino y se encontraban bajo un grupo de árboles, única sombra en esa desolación, allí acamparían para que se enfriara el motor, pero al día siguiente podría llevarlo hasta su casa, le explicó al soldado, quien para entonces estaba más tranquilo; esa extraña familia empezaba a inspirarle simpatía. Reeves y Olga bajaron algunos bultos del camión y armaron dos gastadas tiendas de campaña, mientras la otra mujer, que se presentó como Nora Reeves, preparaba la comida en un armatoste a queroseno con ayuda de su hija Judy, y el muchacho buscaba palos para una fogata, con el perro tras sus talones.
— ¿Vamos a cazar liebres, papá? — suplicó tironeando los pantalones de su padre.
— Hoy no hay tiempo para eso, Greg–replicó Charles Reeves sacando un pollo de la jaula y desnucándolo con un tirón firme del pescuezo.
— No se consigue carne. Guardamos los pollos para ocasiones especiales… — explicó Nora, como pidiendo disculpas. — ¿Hoy es un día especial, mamá? — preguntó Judy. — Sí. hija, el señor King Benedict es nuestro invitado. Al atardecer el campamento estaba listo, el ave hervía en una olla y cada uno se dedicaba a lo suyo a la luz de las lámparas de carburo y al calor del fuego: Nora y los muchachos hacían tareas escolares, Charles Reeves hojeaba una manoseada copia del National Geo–graphic y Olga fabricaba collares con cuentas de colores.
— Son para la buena fortuna–le notificó al huésped. — Y también para la invisibilidad–dijo la niña.
— ¿Cómo? — Si usted empieza a volverse invisible se pone uno de estos collares y todos pueden verlo–aclaró Judy.
— No le haga caso, son cosas de niños–se rió Nora Reeves. — ¡Es verdad, mamá! — No contradigas a tu madre–la cortó Charles Reeves secamente.
Las mujeres instalaron la mesa, un tablón cubierto con un mantel, platos de loza, vasos de vidrio e impecables servilletas. Aquel despliegue le pareció al soldado poco práctico para un campamento; en su propia casa comían con vajilla de latón, pero se abstuvo de hacer comentarios. Sacó de su bolsa una conserva de carne y se la pasó tímidamente a su anfitrión, no quería aparecer como pagando la cena, pero tampoco podía aprovechar la hospitalidad sin contribuir con algo. Charles Reeves la colocó al centro de la mesa, junto a los frijoles, el arroz, y la fuente con el pollo. Se tomaron de las manos y el padre bendijo la tierra que los acogía y el don de los alimentos. No había bebidas alcohólicas a la vista y el huésped no se atrevió a sacar su frasco de whisky pensando que tal vez los Reeves eran abstemios por motivos religiosos. Le llamó la atención que en su breve oración el padre no nombrara a Dios. Notó que comían con delicadeza, cogiendo los cubiertos con las puntas de los dedos, pero no había nada pretencioso en sus modales. Después de cenar trasladaron los tiestos a una batea con agua para lavarlos al día siguiente, taparon la cocina y le dieron las sobras de los platos a Oliver. Para entonces ya era noche cerrada, la densa oscuridad derrotaba las luces de las lámparas y la familia se instaló alrededor del fuego que iluminaba el centro del campamento. Nora Reeves cogió un libro y leyó en alta voz una enredada historia de egipcios que por lo visto los niños ya conocían porque Gregory la interrumpió.
— No quiero que Aida se muera encerrada en la tumba, mamá. — Es sólo una ópera, hijo. — ¡No quiero que se muera! — Esta vez no morirá, Greg–determinó Olga. — ¿Cómo lo sabes? — Lo vi en mi bola. — ¿Estás segura? — Completamente segura.
Nora Reeves se quedó mirando el libro con cierto aire de consternación, como sí cambiar el final fuera para ella un inconveniente insuperable.
— ¿Qué bola es ésa? — preguntó el soldado.
— La bola de cristal donde Olga ve todo lo que nadie más puede ver explicó Judy en el tono de quien le habla a un retardado. — No todo, sólo algunas cosas–aclaró Olga.
— ¿Puede ver mi futuro? — pidió Benedict con tal ansiedad que hasta Charles Reeves levantó la mirada de su revista. — ¿Qué quiere saber?
— ¿Viviré hasta el fin de la guerra? ¿Volveré entero? Olga partió al camión y poco después regresó con una esfera de vidrio y un desteñido paño de terciopelo bordado, que colocó sobre la mesa. El hombre sintió un escalofrío supersticioso y se preguntó si acaso habría caído en una secta maldita, como esas que raptaban criaturas para arrancarles el corazón en sus misas satánicas, sobre todo niños negros, como aseguraban las comadres en su pueblo. Ju–dy y Gregory se acercaron curiosos, pero Nora y Charles Reeves volvieron a sus lecturas. Olga indicó al soldado que se sentara al frente, rodeó la bola con sus dedos de uñas mal pintadas, escrutó la esfera por un buen rato, luego tornó las manos de su cliente y examinó con gran atención las palmas claras cruzadas de líneas oscuras. — Usted vivirá dos veces–dijo al fin.
— ¿Cómo dos veces? — No lo sé. Sólo puedo decirle que vivirá dos veces o dos vidas.
— O sea que no moriré en la guerra. — Si se muere seguro resucita–dijo Judy. — ¡Moriré o no?! — Supongo que no–dijo Olga.
— Gracias. señora, muchas gracias… — se le iluminó la cara como si ella le hubiera entregado un certificado irrevocable de permanencia en el mundo.
— Bueno, ya es hora de dormir, mañana saldremos temprano interrumpió Charles Reeves.
Olga ayudó a los niños a ponerse sus piyamas y pronto se retiró con ellos a la carpa más pequeña, seguidos por Oliver. Al poco rato Nora Reeves se asomó a gatas en el umbral para dar una última mirada a sus hijos antes de irse a la cama. Tendido cerca del fuego, King Benedict escuchó sus voces. — Mamá, ese hombre me da miedo–susurró Judy. — Por qué, hija?
— Porque es negro como un zapato.
— No es el primero que ves, Judy, ya sabes que hay gente de muchos colores y es bueno que así sea. Los blancos somos los menos. — Yo veo más blancos–que negros, mamá.
— Éste es sólo un pedazo del mundo, Judy. En África hay más negros que blancos. En China tienen la piel amarilla. Si nosotros viviéramos al sur de la frontera seríamos unos bichos raros en ¡a calle; la gente quedaría atónita ante tu pelo blanco. — De todos modos ese hombre me asusta.
— La piel no importa nada. Mírale los ojos. Parece un hombre bueno. — Tiene los mismos ojos de Oliver–anotó Greg con un bostezo. Hacia el final de la Segunda Guerra Mundial la vida era dura. Los hombres todavía partían al frente con cierto entusiasmo aventurero, pero a las mujeres la propaganda patriótica no les hacía más llevadera la soledad, para ellas Europa era una pesadilla remota, estaban hartas de trabajar para mantener la casa, de criar solas a sus hijos y del racionamiento. No se veía la pobreza generalizada de la década anterior, pero tampoco había prosperidad y aún deambulaban por las carreteras algunos campesinos en busca de nuevas tierras; la basura blanca, como los llamaban para diferenciarlos de otros tan pobres como ellos, pero mucho más humillados: los negros, los indios y los braceros mexicanos. Aunque las únicas posesiones terrenales de los Reeves eran el camión y su contenido, gozaban de mejor situación, parecían menos toscos y desesperados, tenían las manos libres de callos y la piel, aunque curtida por la intemperie, no era una suela seca, como la de los trabajadores de la tierra. Al cruzar las fronteras estatales los policías los trataban sin altanería, porque sabían distinguir los sutiles niveles de la pobreza y en esos viajeros no detectaban asomo de humildad. No los obligaban a descargar el camión y abrir sus bultos. como a los campesinos expulsados de sus propiedades por las tormentas de polvo, las sequías o las máquinas del progreso, ni los provocaban con insultos buscando pretexto para violentarlos, como a los latinos, los negros y los pocos indios sobrevivientes de las masacres y el alcohol; se limitaban a preguntarles adónde se dirigían. Charles Reeves, un sujeto de rostro ascético y mirada ardiente que se imponía por presencia, replicaba que era artista y llevaba sus cuadros a vender a una ciudad cercana. No mencionaba su otra mercancía para no crear confusión y verse obligado a dar largas explicaciones. Había nacido en Australia y después de dar vueltas por medio mundo en buques de contrabandistas y traficantes, desembarcó una noche en San Francisco. De aquí ya no me muevo, decidió, pero su naturaleza errante le impedía permanecer quieto en un lugar determinado, y apenas se le agotaron las sorpresas emprendió la marcha por el resto del país. Su padre, un ladrón de caballos que cumplió condena deportado a Sidney, cultivó en él la pasión por esos animales y por los espacios abiertos; el aire libre se lleva en la san gre, decía. Enamorado de los vastos paisajes y de la leyenda heroica de la conquista del oeste, pintaba tierras inmensas, indios y vaqueros. De su pequeña industria de cuadros y de las adivinanzas de Olga, vivía la familia.