Charles había vuelto de la barra a su asiento, echado la cabeza hacia atrás y vaciado la última copa de curaçao. Se había puesto en pie sin tenerlas todas consigo y, con los ojos desmesuradamente abiertos, había caminado en dirección a la puerta. Recitó en voz alta:
– «Quedaos vosotros; marchaos vos.»
William Ireland había dejado su asiento y, con suma delicadeza, ayudado a Charles a salir a la calle. Como el embriagado se habría convertido en víctima inmediata de los carteristas o de gente de peor calaña, William lo alejó de Lincoln's Inn Fields.
– Señor, ¿dónde se aloja?
Al oír la pregunta Charles rió.
– Me alojo en la eternidad.
– Tal vez sea difícil encontrarla. -Charles caminó por King Street y Little Queen Street hacia Laystall Street, por lo que de manera instintiva se dirigió hacia su casa. William Ireland retomó la palabra-: Acaba de citar a Shakespeare. «Quedaos vosotros; marchaos vos.» Pertenece a Trabajos de amor perdidos.
– ¿Lo he citado? Ahora por aquí.
Pasó un miembro de la policía local que con el candil iluminó el rostro de William.
– Mi amigo está cansado -comentó Ireland-. Lo acompaño a casa.
Llamar amigo a Charles dio pie a cierta intimidad. Lo cogió de bracete y lo ayudó a permanecer erguido mientras giraban por Laystall Street.
William ya lo había visto y escuchado antes en la Salutation and Cat. Charles solía acudir acompañado a la taberna. Comentaba con sus amigos las últimas obras de teatro y publicaciones, y discutía sobre filosofía o los méritos de determinadas actrices. Ireland siempre estaba solo y, desde su asiento habitual junto a la puerta, los escuchaba con impaciencia. A sus oídos llegaban ráfagas y fragmentos de conversaciones; en concreto, había quedado impresionado por un discurso de Charles sobre las virtudes de Dryden en contraposición con las de Pope. También se había enterado de que Charles escribía para algunas publicaciones periódicas, ya que había oído la conversación sobre un futuro artículo acerca de los parientes pobres. «No cesan de sonreír y siempre se sienten incómodos», explicó a Tom Coates y Benjamin Milton. «Además, resultan un quebradero de cabeza para los criados, que temen mostrarse demasiado obsequiosos o descorteses.»
«Pero si no tienes criados…»
«Y Tizzy, ¿qué es? ¿No existe? ¡Un brindis por Tizzy! ¡Un brindis por la inexistente!»
El propio William había presentado a la Pall Mall Review un artículo sobre encuadernaciones renacentistas, pero lo rechazaron con el argumento de que se trataba de «un tema demasiado específico para la mayoría de los lectores». La respuesta no lo había sorprendido. Su ambición sólo estaba a la altura de lo poco que confiaba en sí mismo, por lo que aspiraba al éxito pero esperaba el fracaso. Por eso escuchaba a Charles con envidia y admiración; asimismo envidiaba a cuantos rodeaban al señor Lamb, que también parecían sentirse del todo a sus anchas en el mundo de la literatura y el periodismo. Si conseguía establecer una relación de amistad con Charles Lamb, tal vez podría entrar a formar parte de esa fraternidad encantadora.
También abrigaba la esperanza de seguir los pasos de Charles Lamb. Ambicionaba escribir y que lo publicasen. Su artículo para la Pall Mall Review era, de momento, su único intento de publicar, aunque también había compuesto diversas odas y sonetos. Tenía una gran opinión de su «Oda a la libertad con motivo del retorno de Napoleón de Egipto a Francia», si bien sabía que, dadas las circunstancias, no aparecería en la prensa inglesa. En otras odas había despotricado contra la «fangosa oscuridad» y los «sombríos límites» de Inglaterra. En los sonetos había buscado una vía para la expresión de sentimientos más personales y en una secuencia resumía la historia de un «hombre sentimental» que era olvidado y ridiculizado por «la masa bruta de la humanidad». Jamás había mostrado a nadie sus escritos, que guardaba bajo llave en su escritorio, del que de vez en cuando los sacaba para releerlos. A pesar de que los consideraba el eje de su vida auténtica, no había nadie sobre la tierra con quien pudiese compartirlos. En una ocasión había escrito:
Quietas e inertes permanecen mis capacidades mentales sin la chispa estimulante de la comprensión ajena.
Estaba convencido de que obtendría esa chispa de Charles Lamb y sus amigos. En la taberna jamás se habría atrevido a salvar la distancia que los separaba porque se trataba de una brecha demasiado profunda: el abismo de la abnegación.
William guió a Charles por la calle estrecha, esquivó la bomba de agua y se cercioró de que no cayera sobre la pared de ladrillos, húmeda y cubierta de hollín, de la panadería de la esquina, llamada «Stride, nuestro panadero». Cada mañana laborable, a la que denominaba «mañana escolar», Charles compraba una hogaza de un penique y la comía de camino a Leadenhall Street. En ese momento pasó ante la panadería y no la reconoció. Sólo por pura intuición subió los escalones desde el adoquinado hasta la puerta de su casa. William permaneció tras él mientras buscaba las llaves y fue entonces cuando una joven abrió la puerta. William bajó a toda velocidad por Laystall Street ya que, por alguna razón, temió que la mujer lo viese.
Mary Lamb no reparó en él; sólo se preocupó de ayudar por enésima vez a su hermano a franquear el umbral de su pequeña casa.
– ¿Cómo lo sabe?
– Señor Lamb, ¿me está preguntando como sé las señas de su casa? La otra noche lo acompañé. No hay motivos por los cuales deba recordarlo.
William logró dar a entender que, más que la ebriedad de Charles, su propia insignificancia era lo que había provocado ese fallo de memoria.
– ¿Desde la Salutation?
William movió de modo afirmativo la cabeza.
Charles demostró la elegancia suficiente como para ruborizarse, aunque su voz sonó serena. Mantenía una relación extraña con su yo borracho: lo consideraba un conocido desgraciado y desafortunado al que se había habituado. No lo defendería ni se disculparía en su nombre. Lisa y llanamente, reconocería su existencia.
– Le estoy muy agradecido. ¿Puede traer el libro esta noche?
Se despidieron con un apretón de manos. Charles abandonó la librería y miró a derecha e izquierda antes de recorrer el pasaje oscuro hasta High Holborn. Se unió a la retahíla de vehículos y peatones que se desplazaban hacia el este, rumbo al corazón financiero de la ciudad. Para él se trataba de un abigarrado desfile, mitad procesión fúnebre, mitad pantomima, que revelaba la plenitud y la variedad de la vida en todos sus aspectos…, hasta que la ciudad se lo tragaba. El sonido de pasos en los adoquines se mezclaba con el retumbo de las ruedas de los vehículos y el eco de los cascos de los caballos, y creaba lo que Charles consideraba un sonido exclusivamente urbano. Se trataba de la música del movimiento. A lo lejos se balanceaban gorras, tocados y sombreros; estaba rodeado de levitas moradas, chaquetas verdes, gabanes a rayas, capotes a cuadros, paraguas y enormes y multicolores chales de lana. Charles siempre vestía de negro y, al ser tan anguloso, se asemejaba a un clérigo joven y torpe. El vendedor ambulante de pasteles, que lo conocía de vista, le vendió un pastelillo relleno de carne.
Formaba parte del gentío. En ocasiones esa situación lo reconfortaba y se consideraba un elemento más de la urdimbre de la vida. En otras sólo servía para reforzar su sensación de fracaso. La mayoría de las veces acicateaba su ambición. Imaginaba los días en los que, desde su cómoda biblioteca o despacho, oiría pasar a la muchedumbre.
Conocía tan bien el trayecto que apenas se fijó en lo que hacía; fue arrastrado por Snow Hill, Newgate, Cheapside y Cornhill hasta llegar a Leadenhall Street, casi como si lo hubiesen disparado desde un cañón hasta el pórtico con columnas de la East India House. Se trataba de una antigua mansión de ladrillo y piedra, de los tiempos de la reina Ana, reforzada con firmeza por una gran cúpula que arrojaba sombras en la oscura y polvorienta Leadenhall Street. Al pasar junto al portero, Charles le apretó el brazo y murmuró: «Vida campestre vermiculada». El sábado anterior habían hablado del nombre del adorno con forma de gusano que decoraba la unión de la base del edificio con la calle. El portero se llevó la mano a la frente y simuló que, sorprendido, caía de espaldas.