Sophie Kinsella

Una chica años veinte

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A Susan Kamil, que me dio hace años la inspiración

para esta novela al decirme:

«Deberías escribir una historia de fantasmas.»

Agradecimientos

Me gustaría dar las gracias a quienes con tanta gentileza me han ayudado a documentarme para este libro: Olivia y Julián Pinkney, Robert Beck y Tim Moreton.

Mi inmenso agradecimiento, como siempre, a Linda Evans, Laura Sherlock y todo el maravilloso equipo de Transworld. Y, naturalmente, a Araminta Whitley, Harry Man, Nicki Kennedy, Sam Edenborough, Valerie Hoskins y Rebecca Watson, así como a mis chicos y al clan familiar al completo.

* * *

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Capítulo 1

Lo de mentirles a tus padres es muy sencillo: debes hacerlo para protegerlos. Es por su propio bien. Pongamos a mis padres como ejemplo. Si supieran la verdad lisa y llana sobre: a) mis finanzas, b) mi vida amorosa, c) las cañerías de casa y d) el impuesto municipal, les daría un ataque cardíaco y el médico diría: «¿Habían sufrido alguna conmoción últimamente?», y la culpa sería mía. Así pues, en los diez minutos que llevan en mi apartamento les he contado las siguientes mentiras:

1. L amp;N Selección de Ejecutivos empezará pronto a obtener beneficios, estoy segurísima.

2. Natalie es una socia fantástica y fue una idea genial dejar mi trabajo para convertirnos las dos en cazatalentos.

3. Por supuesto que no sólo vivo a base de pizza, yogures de cereza y vodka.

4. Sí, ya sabía que a las multas de aparcamiento les suman intereses. Claro que lo sabía.

5. Sí, miré el DVD de Charles Dickens que me regalaron en Navidad: era una pasada, sobre todo aquella dama con sombrero. Eso, Peggotty. No recordaba el nombre.

6. Precisamente tenía intención de comprar un detector de humos este fin de semana. Qué coincidencia que también ellos lo hayan pensado.

7. Sí, será estupendo ver otra vez a toda la familia.

Siete mentiras. Sin incluir las que he dicho sobre el conjuntito que lleva mamá. Y ni siquiera hemos mencionado el Tema.

Mientras salgo de mi habitación con un vestido negro y me pongo rímel a toda prisa, veo que mamá está mirando la factura atrasada del teléfono que reposaba en la repisa de la chimenea.

- No te preocupes -me apresuro a decirle-, la pagaré enseguida.

- Es que si no lo haces te cortarán la línea y luego tardarán siglos en volver a instalártela. Y la cobertura del móvil es muy irregular en esta zona. ¿Y si hubiese una emergencia? ¿Qué harías entonces?

Se le ha arrugado la frente de pura angustia. Es como si todas esas desgracias fuesen inminentes; como si una mujer se hubiera puesto de parto en la habitación y las aguas de la riada estuvieran ya a la altura de la ventana… ¿Cómo vamos a contactar con el helicóptero? ¿Cómo?

- Pues no lo había pensado, mamá. Pero pagaré la factura, te lo prometo.

Mi madre siempre ha sido aprensiva. Cuando le sale esa sonrisa tensa y una mirada ausente y aterrorizada, ya sabes que en su cabeza se está desplegando un escenario apocalíptico. Tenía esa cara todo el tiempo durante mi discurso de despedida en el colegio, y luego me confesó que había reparado de repente en la araña que colgaba del techo con una raquítica cadena y se había obsesionado pensando en lo que pasaría si se caía en la cabeza de las chicas, haciéndose añicos.

Ahora se estira su traje chaqueta negro, que lleva hombreras y unos extraños botones metálicos y parece agobiarla un poco. Recuerdo que lo llevaba hace unos diez años, cuando le dio por presentarse a entrevistas de trabajo y tuve que enseñarle los rudimentos de informática: por ejemplo, cómo se usa un ratón. Acabó trabajando en una organización benéfica infantil, que, por suerte, no requiere un atuendo formal.

A nadie de mi familia le sienta bien el negro. Papá lleva un traje de una tela negra sosísima que le desdibuja las facciones. No obstante, es bastante guapo en su estilo delgado y discreto. Tiene el pelo castaño y ralo, mientras que el de mamá es rubio y ralo, como el mío. A los dos se los ve estupendos cuando están relajados y en su territorio; por ejemplo, cuando estamos todos en Cornualles, en la desvencijada embarcación de papá, abrigados con forros polares y comiendo empanadas. O cuando ambos tocan en la orquesta de aficionados local, que es donde se conocieron. Pero hoy nadie está relajado.

- ¿Lista? -me pregunta mamá, mirándome de arriba abajo. Me he puesto medias, pero sigo descalza-. ¿Y los zapatos, cariño?

Me desplomo en el sofá.

- ¿De veras tengo que ir?

- ¡Lara! ¡Era tu tía abuela! Tenía ciento cinco años, ¿sabes?

Me ha dicho que mi tía abuela tenía ciento cinco años unas ciento cinco veces. Lo hace porque es lo único que sabe de ella, seguro.

- ¿Y qué? Yo no la conocía. Ninguno de nosotros la conoció. Es absurdo. ¿Por qué hemos de arrastrarnos hasta Potters Bar por una vieja decrépita que ni siquiera llegamos a conocer? -replico, hundiendo la cabeza entre los hombros. Me siento como una cría enfurruñada de tres años, no como una mujer hecha y derecha de veintisiete que ya posee su propia empresa.

- El tío Bill y los demás asistirán -tercia papá-. Y si ellos pueden hacer ese esfuerzo…

- ¡Es una reunión familiar! -añade mamá en tono animoso.

Hundo aún más la cabeza. Las reuniones familiares me provocan alergia. A veces pienso que nos iría todo mejor si fuésemos semillas de diente de león, por ejemplo, sin familia ni historia: simplemente flotando por el mundo, cada uno encerrado en su pelusilla.

- No será muy largo -insiste mamá para engatusarme.

- Sí que lo será. -Miro la alfombra fijamente-. Y todos me preguntarán… cosas.

- No, qué va -salta ella, y le echa una mirada a papá buscando su apoyo-. Nadie mencionará siquiera… esas cosas.

Hay un silencio. El Tema se cierne amenazador en el aire. Es como si todos evitáramos mirarlo. Al final, papá se lanza.

- ¡Bueno! Y hablando de… cosas. -Titubea-. ¿Tú, así en general… estás bien?

Mamá, aunque simula repasarse el peinado, escucha con todas las alarmas puestas.

- Bueno, ya sabes -respondo tras una pausa-. Estoy bien. O sea, tampoco cabe esperar que me recupere sin más…

- ¡No, claro! -dice él, batiéndose en retirada. Aunque todavía hace otro intento-. Pero… ¿estás animada?

Asiento.

- ¡Estupendo! -exclama mamá, aliviada-. Ya sabía yo que acabarías superando… esas cosas.

Mis padres ya nunca dicen «Josh» en voz alta, porque yo me deshacía en sollozos e hipidos en cuanto oía su nombre. Durante un tiempo, mamá se refería a él como «el que no debe ser nombrado». Ahora sólo dice «esas cosas».

- ¿No has estado… en contacto con él? -pregunta papá, mirando a cualquier lado menos a mí, mientras mamá bucea en su bolso.

Otro eufemismo. Lo que quiere decir en realidad es: «¿Le has mandado más mensajes obsesivos?»

- No -respondo, sonrojándome-. No lo he hecho, ¿vale?

Es muy injusto por su parte sacarlo a colación. En realidad, todo se ha exagerado mucho. Sólo le envié a Josh algunos mensajes de texto. Tres al día, vamos; poquísimos. Y no eran obsesivos, sino sinceros y espontáneos, que es como se supone que has de actuar en una relación.


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