Gideon se pasó una temblorosa mano por la frente.
– Su sentido de la oportunidad es una mierda.
– Lo siento, no existe sentido de la oportunidad ante una enfermedad terminal.
Su enfado se esfumó tan rápidamente como había aparecido. El horror de la situación se le hizo patente. ¡Había malgastado tanto tiempo!
– Al final -continuó Glinn-, no tuvimos elección. Nos encontramos ante una emergencia. No sabemos qué pretende Wu, pero no podemos dejar pasar la oportunidad. Si usted no acepta, el FBI se hará cargo y montará su propia operación. Están demasiado impacientes y le aseguro que será un desastre. A usted le corresponde decidir, Gideon. Tiene diez minutos, y ruego al cielo para que diga que sí.
– Todo esto es un jodido cuento. No puedo creerlo.
Silencio. Gideon se levantó y caminó por la sala.
– No me gusta nada de esto. No me gusta la forma como me han hecho venir hasta aquí para soltarme toda esta mierda. ¡Y encima tienen la desfachatez de pedirme que trabaje para ustedes!
– No es así como lo había planeado.
– ¿Un año? ¿Eso es todo, un maldito año?
– En el expediente hay un gráfico con los índices de supervivencia. No son más que frías estadísticas de probabilidad. Podrían ser seis meses o un año. Dos a lo sumo.
– ¿Y no existe tratamiento alguno?
– Ninguno.
– Necesito una copa. Un whisky.
Garza pulsó un botón, y un panel se deslizó en la pared. Al cabo de unos segundos, Gideon tenía ante sí la bebida.
Tomó un sorbo y después otro, sintiendo cómo el abrasador alcohol penetraba en su flujo sanguíneo y lo atontaba. No le sirvió de gran cosa.
– Puede dedicar el año que le queda a pasarlo bien -comentó Glinn en tono desapasionado- viviendo a tope hasta el final. Pero también puede optar por otra cosa, por pasarlo trabajando para su país. Lo único que puedo hacer es ofrecerle la oportunidad.
Gideon apuró el vaso.
– ¿Otro? -le preguntó Garza.
Gideon lo rechazó con un gesto de la mano.
– Podría aceptar el trabajo que le propongo. Una semana, y después decidir. Al menos saldrá de esto con dinero suficiente para vivir el tiempo que le quede con relativa comodidad.
Hubo una pausa. Gideon contempló el expediente y después miró a Glinn.
– ¡Está bien, acepto el trabajo! -Apartó la carpeta de un manotazo-. Pero una cosa más. Voy a llevármela y hacer que la comprueben. Si descubro que me ha mentido iré a por usted personalmente.
– Muy bien -repuso Glinn, tendiéndole un segundo expediente-. Aquí tiene información y fotografías de su objetivo. Se llama Wu Longwei, pero también se hace llamar Mark Wu. Adoptar un nombre occidental es una práctica habitual entre los profesionales chinos. -Se recostó en su silla de ruedas y miró a Garza-. Manuel…
Este se adelantó y dejó ante Gideon un fajo de billetes de cien dólares con una mano y un Colt Python con la otra.
– Con este dinero cubrirá gastos -dijo Glinn-. ¿Sabe utilizar una pistola como esa?
Gideon se guardó el dinero y sopesó el arma.
– Me habría gustado más con el acabado satinado.
– Comprobará que este otro es más adecuado para el trabajo -repuso Glinn secamente-. Otra cosa: en ningún caso y por ninguna circunstancia debe intentar ponerse en contacto con nosotros mientras dure la operación. Si es necesario que nos comuniquemos, nosotros lo encontraremos. ¿Entendido?
– Sí, pero ¿por qué?
– Una mente curiosa constituye una cualidad admirable -repuso Glinn antes de volverse hacia Garza-. Por favor, Manuel, muestre la salida al doctor Crew. No hay tiempo que perder.
Mientras ambos se dirigían hacia la puerta, Glinn añadió:
– Gracias, Gideon, muchas gracias.
15
Gideon aparcó la larga limusina en el espacio prohibido de la cola de taxis de la Terminal 1 de llegadas. Seguía pensando en la llamada que había hecho al Departamento de Seguridad Interior desde una cabina, nada más salir de la EES. No había marcado el número que figuraba en la tarjeta sino uno general. Le contestó una operadora y él dejó caer el nombre de Glinn. En el acto le pusieron con el director en persona a través de una línea segura.
Diez sorprendentes minutos más tarde Gideon colgó mientras seguía preguntándose por qué demonios aquella gente tan enigmática lo había elegido, precisamente a él, para aquella misión poco menos que insensata. El director no había dejado de repetirle: «Tenemos una confianza absoluta en el señor Glinn. Nunca nos ha fallado».
Apartó aquellos pensamientos de su mente e intentó hacer lo mismo -aunque esta vez con menos éxito- con otros más siniestros: los relacionados con su salud, su «repentina» mala salud. Ya tendría tiempo para pensar en ella más adelante. Por el momento debía concentrarse solo en una cosa: el problema que tenía entre manos.
Era casi medianoche, pero el aeropuerto Kennedy estaba abarrotado con el bullicio de los últimos vuelos provenientes del Extremo Oriente. Mientras avanzaba lentamente a lo largo de la acera, vio que dos agentes de la TSA [2] lo observaban. Se acerca ron con expresión ceñuda en sus rostros pedantes.
Se apeó de la limusina, y les dedicó su mejor sonrisa. El traje oscuro le producía picor en aquella noche calurosa.
– ¿Se puede saber qué está haciendo? -le preguntó el primer policía, un tipo menudo, delgado y agresivo como una comadreja, sacando su libreta de multas-. La cola de las limusinas está por allí -añadió gesticulando airadamente.
El segundo policía no tardó en llegar resoplando. Era grande, corpulento y lento.
– ¿Qué ocurre aquí? -preguntó con aire confundido.
Gideon se cruzó de brazos, apoyó el pie en el parachoques de la limusina y sonrió abiertamente.
– El agente Costello, ¿verdad?
– Me llamo Gorski -fue la respuesta.
– Vaya, pues me recuerda usted a Costello -contestó Gideon.
– No conozco a nadie con ese nombre -dijo Gorski.
– No hay ningún agente Costello -intervino el policía bajo y delgado-. No sabemos de qué nos habla. Se supone que no puede aparcar aquí.
– Estoy aquí para recibir una llegada VIP. Ya saben cómo funciona eso, ¿no? -Gideon guiñó un ojo, sacó un paquete de chicles y ofreció a los agentes.
El gordo cogió uno.
– Déjeme ver su permiso -dijo el flaco, rechazando el chicle y lanzando una mirada de reproche a su compañero.
Gideon le entregó el permiso que había «alquilado» -un gasto considerable- junto con el vehículo. El agente lo cogió con brusquedad, lo examinó y lo pasó a su colega. El gordo lo miró frunciendo los labios. Gideon dobló su chicle en dos, se lo metió en la boca y lo masticó con aire pensativo.
– Ya sabe que no puede detenerse aquí -dijo el poli flaco con voz chillona-. Voy a tener que multarle, y será mejor que estacione su vehículo donde debe.
Abrió la libreta y empezó a escribir.
– Por favor, agente, no me multe -rogó Gideon-. Las multas me producen urticaria.
El policía soltó un bufido.
– Supongo que no ha recibido el mensaje, ¿verdad? -dijo Gideon encogiéndose de hombros.
– ¿Qué mensaje?
– Sobre la persona a la que tengo que recibir.
– Me importa una mierda a quién tenga que recibir. No puede pararse aquí. ¡Y no hacemos excepciones! -espetó el flaco. Sin embargo, había dejado de escribir.
El agente gordo seguía mirando fijamente el permiso con una mueca de concentración.
Gideon no dijo más y esperó.
– ¿Y a quién se supone que debe recibir? -preguntó por fin el flaco.
La sonrisa de Gideon se hizo más amplia.
– Ya sabe que no puedo decírselo. -Miró su reloj-. Su avión está llegando en este momento del Extremo Oriente. Cuando se acerque a la aduana le darán el tratamiento VIP y lo dejarán pasar en un visto y no visto. Él me espera, pero dentro, no en la acera, discutiendo con un par de taru…, quiero decir con un par de agentes de seguridad.