– Exactamente. Destruyeron las pruebas y le echaron las culpas del desastre de Golubzi. Por eso tomó aquel rehén y por eso lo abatieron a tiros cuando tenía las manos en alto, para silenciarlo. Fue un asesinato a sangre fría.
Gideon experimentó una extraña sensación de levedad. Por muy horrible que fuera aquella historia, sintió como si le quitaran un peso de encima. Después de todo, su padre, cuyo nombre había sido vilipendiado públicamente desde que él tenía doce años, no había sido un matemático depresivo e inestable. Todas las burlas y chanzas, los comentarios y murmullos maliciosos a su espalda que había tenido que soportar no significaban nada. Al mismo tiempo, la gravedad del crimen perpetrado contra su padre empezó a calar en su interior. Recordaba perfectamente aquel día. Recordaba las promesas hechas. Recordaba cómo habían engañado a su padre para que saliera a la luz del sol y así poder abatirlo.
– Pero ¿quién…?
– El teniente general Chamblee Tucker. Uno de los subdirectores del INSCOM y responsable del Proyecto Thresher. Convirtió a tu padre en el cabeza de turco para protegerse. Fue él quien dio la orden de disparar. No olvides este nombre: Chamblee Tucker.
Su madre dejó de hablar y se quedó inmóvil en la cama, bañada en sudor y jadeando como si acabara de correr un maratón.
– Gracias por contármelo -dijo Gideon en tono inexpresivo.
– No he acabado todavía…
Se oyó otra respiración trabajosa y Gideon observó el monitor cardíaco de la pared.
– No deberías hablar más. Tienes que descansar.
– ¡No! -repuso ella con repentina brusquedad-. Ya tendré tiempo de descansar… más adelante.
Gideon esperó.
– Ya sabes lo que ocurrió a continuación porque lo viviste. Las constantes mudanzas, la falta de dinero, los hombres… No pude soportarlo. Mi auténtica vida terminó ese día. A partir de entonces me sentí muerta por dentro. Fui una madre pésima, y tú lo padeciste.
– No te preocupes. Sobreviví.
– ¿Estás seguro?
– Pues claro. -Pero, en su interior, Gideon sintió una punzada.
La respiración de su madre empezó a debilitarse, y notó que su mano se aflojaba. Al ver que se dormía, la soltó y la dejó encima de la sábana. Se inclinó para darle un beso, pero la mano saltó de repente y lo agarró del cuello con fuerza al tiempo que lo miraba con ojos desmesuradamente abiertos.
– ¡Devuélveles la pelota! -exclamó con maníaca furia.
– ¿Qué?
– ¡Hazle a Tucker lo que él le hizo a tu padre! ¡Destrúyelo! Y cuando lo hagas, ¡asegúrate de que sabe quién lo hace y por qué!
– ¡Santo Dios! ¿Te das cuenta de lo que me estás pidiendo? -exclamó Gideon, mirando a su alrededor, presa de un repentino pánico-. No sabes lo que estás diciendo, mamá.
La voz de su madre se convirtió en un susurro.
– Tómate el tiempo necesario. Acaba la universidad, gradúate. Estudia y observa. Espera. Ya se te ocurrirá la manera.
Su mano se relajó lentamente, y volvió a cerrar los ojos. Con un último suspiro, el aire pareció abandonar sus pulmones para siempre. Y, en cierto modo, así fue; cayó en coma y murió dos días después.
Aquellas fueron sus últimas palabras, unas palabras que resonarían incesantemente en la mente de Gideon: «Ya se te ocurrirá la manera».
3
En la actualidad
Gideon Crew salió del frondoso bosque de abetos al amplio claro que se extendía frente a la cabaña. En una mano llevaba el tubo de aluminio que contenía su caña de pescar; sobre el hombro, un macuto en cuyo interior había dos truchas envueltas en hierba húmeda. Era un precioso día de principios de mayo, y el sol le acariciaba suavemente la nuca. Cruzó el prado dando zancadas con sus largas piernas, espantando abejas y mariposas.
La cabaña se levantaba en el extremo más alejado del prado. Estaba hecha de troncos tallados a mano y unidos con adobe y tenía un techo de plancha ondulada, dos ventanas y una puerta. Una hilera de paneles solares asomaba discretamente en el tejado junto a una antena de satélite de banda ancha.
Más allá, la ladera de la montaña caía suavemente hacia el gran lago Piedra Lumbre; los distantes picos del sur de Colorado punteaban el horizonte como colmillos azules. Gideon trabajaba en «La Colina», como apodaban al Laboratorio Nacional de Los Álamos, y dormía cinco noches a la semana en un vulgar apartamento situado en la esquina de Trinity con Oppenheimer; pero los fines de semana, su vida de verdad, los pasaba en aquella cabaña de las montañas Jemez.
Abrió la puerta y entró en el salón-cocina. Se desprendió del macuto, sacó las truchas, las limpió y las secó. Fue hasta el iPod que descansaba en su base y, tras pensar unos segundos, se decidió por Thelonious Monk. Las rítmicas notas de «Green Chimneys» salieron del altavoz.
Preparó una mezcla con aceite de oliva, sal, limón y pimienta recién molida y puso a marinar las dos piezas de pescado mientras repasaba mentalmente la lista de ingredientes para unas truchas a la provenzal: cebolla, tomate, ajo, vermut, orégano y tomillo. Normalmente solo tomaba una comida fuerte al día, pero era de la mejor calidad posible y la cocinaba él mismo. Era casi como un ejercicio Zen, tanto en su preparación como en su lenta degustación. Cuando necesitaba más alimento recurría a unos Twinkies, unos Doritos y café sobre la marcha.
Después de lavarse las manos fue al salón y dejó el estuche de aluminio de la caña en el paragüero del rincón. Luego, se dejó caer en el viejo sofá de cuero y apoyó los pies en la mesa para relajarse. En la gran chimenea de piedra ardía un fuego, más para dar una sensación de calidez que para proporcionar calor, mientras el sol de la tarde iluminaba con sus rayos dorados las dos cornamentas de alce que colgaban en la pared. Una piel de oso cubría el suelo, y varios tableros antiguos de ajedrez y backgammon colgaban de las paredes. Había libros apilados en las mesas auxiliares y el suelo, y la gran librería que cubría la pared del fondo estaba tan abarrotada que no cabía ni uno más.
Echó un vistazo al cuarto contiguo, cuya entrada estaba cubierta por una improvisada cortina hecha con una manta de punto de estilo Hudson's Bay. Permaneció inmóvil durante un buen rato. No había comprobado el sistema desde la semana anterior, pero no se sentía particularmente predispuesto a hacerlo en ese momento. Estaba cansado y le apetecía cenar, una tarea que se había impuesto durante tanto tiempo que ya se había convertido en una costumbre; de modo que al final se levantó, se pasó los dedos por el largo y liso cabello negro y se acercó a la cortina, tras la cual se oía un leve zumbido.
La apartó no sin cierta renuencia. El oscuro espacio olía a aparatos electrónicos y a plástico caliente. Un escritorio de madera y una batería de ordenadores con sus parpadeantes luces le dieron la bienvenida. Había cuatro, de distinto tipo y tamaños, todos genéricos y ninguno con más de cinco años de antigüedad, un servidor Apache y tres sistemas operativos Linux. Para lo que Gideon necesitaba hacer, no hacía falta que fueran particularmente rápidos, solo completos y fiables. El único equipo nuevo y caro era un router de banda ancha de altas prestaciones por satélite.
Encima de la batería de ordenadores había un precioso boceto a lápiz de las rocas de la costa de Maine, obra de Winslow Homer. Se trataba del único objeto que conservaba de su anterior profesión, el único que no había querido vender.
Apartó una silla de oficina con ruedas y se sentó frente al pequeño escritorio, apoyó los pies en él, se puso el teclado en el regazo y empezó a teclear. Una pantalla se iluminó con el resumen de los resultados de la búsqueda, y de paso le informó que llevaba seis días sin consultarlo.
Repasó el contenido y enseguida vio que había un resultado positivo.
Se quedó mirando fijamente la pantalla. Con el tiempo había ido perfeccionando su motor de búsqueda, así que había transcurrido casi un año desde el último falso positivo.