– Voy dando tumbos. Anoche estuve en un hotelucho de veinte pavos la hora, en Canarsie. Esta noche me colaré en el Waldorf. Mañana tengo que tomar un avión a Hong Kong.

– ¿Hong Kong? ¿Cuánto tiempo piensas estar fuera?

– No más de un día. Me pasaré por aquí cuando vuelva, a ver qué has averiguado. No me llames, y, por favor, que esa Sadie Epstein mantenga la boca cerrada.

31

Norio Tatsuda llevaba seis años cubriendo el trayecto Tokio-Nueva York como ayudante de vuelo de la Japan Airline, y, cuando vio al hombre sentado en el asiento equivocado, reconoció al instante el tipo de pasajero al que debería enfrentarse: uno de esos viajeros poco experimentados y combativos, convencidos de que los demás pretenden aprovecharse de ellos a la menor ocasión. Vestía un traje caro, un estúpido sombrero blando con la bandera estadounidense y aferraba una bolsa de plástico como si cualquiera de los numerosos delincuentes que merodeaban por la cabina fuera a arrebatársela.

Con su más amplia y falsa sonrisa, Tatsuda se acercó al individuo y lo saludó con una ligera reverencia.

– Disculpe, señor. ¿Me permite su tarjeta de embarque?

– ¿Para qué? -respondió el otro.

– Bueno, parece que a esta señora -señaló a una mujer que esperaba tras él- le han asignado el asiento en el que está usted. Por eso quisiera comprobar su tarjeta de embarque.

– Estoy en el asiento correcto -contestó el hombre.

– No lo pongo en duda, señor. Probablemente se trata de un error del sistema, pero aun así debo comprobarlo. -Siguió sonriendo imperturbablemente a aquel energúmeno ceñudo.

El hombre rebuscó en un bolsillo con expresión hosca y le entregó una tarjeta arrugada.

– Aquí la tiene, si tanto le interesa.

– No sabe cuánto se lo agradezco -repuso el asistente mientras comprobaba que, en efecto, el pasajero se había equivocado de asiento.

– ¿Es usted el señor Gideon Crew?

– Eso es lo que pone, ¿no?

– En efecto, es lo que pone, pero verá, señor Crew, según esta tarjeta -una sonrisa aún más amplia-, su asiento está en la parte delantera, en la clase «business».

– ¿Business? No viajo por negocios. Voy a ver a mi hijo.

Tatsuda se dijo que la estupidez de aquel individuo rozaba lo sobrenatural. Su expresión hosca, sus labios fruncidos, su ceñudo entrecejo y su protuberante mentón lo confirmaban.

– Señor Crew, la clase «business» no es solo para gente que viaja por negocios. Allí disfrutará de más espacio y de un mejor servicio. -Le mostró la tarjeta-. Tendrá un asiento mucho más amplio.

Crew lo fulminó con la mirada.

– Mi hijo compró el billete. Yo no entiendo de estas cosas, pero aquí estoy y aquí me quedo, gracias.

Tatsuda nunca se había encontrado en una situación como aquella. Miró a la mujer que esperaba pacientemente tras él. Era japonesa y no había entendido nada de la conversación. Se volvió hacia el tozudo pasajero.

– Señor, ¿me está diciendo que prefiere quedarse aquí durante todo el vuelo? Debo advertirle que su asiento en la clase «business» es mucho más cómodo.

– Eso es lo que le he dicho, ¿verdad? No me gusta la gente de negocios. Son todos una banda de ladrones. Quiero quedarme aquí, en el centro del avión, donde estoy más seguro; no delante, que es la zona mortal en caso de accidente. Eso me dijo mi hijo y eso es lo que quiero.

Tatsuda hizo otra reverencia, se volvió hacia la mujer y le habló en japonés.

– Este caballero -le dijo-, querría cambiar su asiento de clase «business» por el de usted, de clase «turista». ¿Le parece bien?

Le pareció bien.

***

Tatsuda sabía que, con un pasajero como Gideon Crew, los problemas no habían hecho más que empezar. El siguiente se produjo cuando el capitán apagó la luz de «abrocharse los cinturones». Cuando recorría el pasillo tomando nota de las bebidas, encontró a Crew, de pie, encorvado sobre su asiento. Había apartado el cojín y estaba rebuscando entre las costuras y los resquicios de los lados.

– ¿Puedo ayudarlo en algo, señor Crew?

– He perdido mis malditas lentes de contacto.

– Permítame que lo ayude.

– ¿Ayudarme? -exclamó, mirando a Tatsuda con un ojo medio cerrado-. ¿Cómo va a ayudarme si apenas puedo volverme en este espacio?

Tatsuda vio que el pasajero de al lado entornaba los ojos con cara de exasperación.

– Si quiere que lo ayude, dígamelo -repuso el ayudante de vuelo-. Entretanto, si es tan amable de decirme lo que le apetece tomar…

– Un gin-tonic.

– Sí, señor.

Tatsuda se retiró, pero siguió vigilando a Crew desde su rincón de trabajo. El energúmeno había acabado de palpar en el cojín de su asiento y en esos momentos rebuscaba en el respaldo del de delante. Vio que con sus violentas manipulaciones había conseguido desgarrar una de las costuras y que la tapicería parecía haberse roto. Tendría que controlar el consumo de alcohol de aquel sujeto porque le parecía de esos que aprovechaban la excusa de un viaje largo en avión para emborracharse.

Sin embargo, Crew no pidió una segunda copa y, tras una interminable y obsesiva búsqueda -que incluyó los compartimientos superiores para el equipaje de mano, como si sus lentillas hubieran podido moverse hacia arriba- se sumió en un profundo sueño. De modo que, para alivio del ayudante de vuelo, el difícil pasajero durmió como un niño durante el resto del vuelo a Tokio.

32

Gideon entró en el amplio vestíbulo del hotel Tai Tam de Hong Kong y se detuvo un momento mientras se abrochaba el traje y contemplaba aquella inmensidad de mármol blanco y negro y la fría opulencia de latón dorado y cristal. Su llegada había transcurrido con aparente normalidad. Había pasado el control de pasaportes sin problemas y todo había ido como la seda. Se sentía razonablemente seguro de haber logrado despistar a Nodding Crane y a cualquier posible asesino antes de salir de Estados Unidos. ¿Quién imaginaría que alguien a quien perseguía un agente chino embarcara en un avión hacia China? A menudo, lo imprevisible resultaba el camino más seguro.

Se acercó al mostrador, dio su nombre, recogió la tarjeta de su cuarto y subió en el ascensor hasta el piso veintidós. Había reservado una lujosa habitación con vistas a la bahía y gastado una considerable cantidad de dinero en ropa cara porque formaba parte de su tapadera. Los veinte mil dólares que Glinn le había dado se habían esfumado casi por completo. Solo le quedaba confiar en que recibiría otra milagrosa inyección de liquidez. De lo contrario, tendría serios problemas.

Tiró el estúpido sombrero a la basura junto con la bolsa de plástico, tomó una ducha y se puso ropa limpia que le había costado cuatro de los grandes, sin contar los zapatos de mil pavos.

– Qué poco cuesta acostumbrarse -dijo para sí en voz alta, mirándose al espejo. Se preguntó si debía cortarse el pelo, pero decidió que no. La ligera melena le daba un aire muy punto com.

Miró la hora. Las cuatro de la tarde… del día siguiente. Después de haber registrado a conciencia el que había sido el asiento de Wu en el avión y asegurarse de que el científico no se había dejado nada, había dormido lo suficiente para aguantar dos días de pie. En esos momentos, tenía trabajo por delante.

Tomó el ascensor para bajar al vestíbulo, entró en el bar Kowloon, se sentó en la barra y pidió un martini de Beefeater con una peladura de limón. La purpúrea luz del establecimiento daba a su piel un aspecto cadavérico. Apuró su bebida, pagó en metálico y salió al vestíbulo. El mostrador del conserje se encontraba a un lado. Esperó a que la gente se alejara y se acercó. Había dos conserjes, y se dirigió al más joven.

– ¿En qué puedo ayudarlo, señor? -preguntó el hombre, que era la perfecta encarnación de la discreción y la profesionalidad.


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