Hermanito pegó un buen mordisco al salchichón.
– Pero como no lo supo…
– ¿Qué le ocurrió a la tarjeta del almirante? – preguntó Barcelona Blom, curioso.
– ¡Menudo jaleo se hubiera armado si llega a conocerse esta historia! ¡Era un domingo por la mañana! La señora Creutzfeld se había instalado en el retrete. Cuando quiso limpiarse, se dio cuenta de que no le quedaba papel. «Tráeme un papel suave», me gritó. Le entregué la tarjeta del almirante. Fue todo lo que pude encontrar con las prisas. Mi madre se enfureció contra el señor Doenitz porque la tarjeta era tiesa como una tabla.
– ¿Te has convertido en hijo único? -le pregunto.
– Sí, los otros once han desaparecido. A algunos se los cargaron. Tres se ahogaron en el mar. A los dos más pequeños los quemaron vivos durante las visitas de los bombarderos de Churchill. No quisieron bajar al refugio. Querían ver los aviones. Sólo queda ya la señora Creutzfeld, esa granuja y yo.
Hermanito miró a su auditorio, antes de proseguir.
– ¡No todas las familias han sacrificado tanto en el altar de Adolph! – Volvió a morder el salchichón de cordero y bebió un poco de vodka-. Pero que se vayan todos al cuerno con tal de que a mí no me pase nada. Y algo me dice que conseguiré escapar.
– Sólo me sorprendería a medias – dijo el Viejo.
Examinamos el brebaje de la olla del legionario. Porta añadió un poco de leña. El fuego ardía alegremente. El legionario removió la espesa sustancia. Apestaba un poco, pero menuda curda atrapamos. La llevamos por todas partes durante casi una semana. La habíamos metido en cantimploras. Tenía que fermentar, había dicho Barcelona Blom. Ahora, había que hacerlo hervir, y en cuanto hirviera, procederíamos a la destilación. Porta había fabricado un alambique sensacional. La olla la habíamos robado en un vagón de cocina. Era una de esas ollas cuya tapa podía atornillarse para cocer a presión. Habíamos hecho un agujerito en la tapa, para fijar en él el aparato de destilación de Porra. Y esperábamos con impaciencia a que el líquido empezara a hervir.
– Menuda juerga nos espera – exclamó Heide, alegre.
– Heil, Sieg!
Eran los reclutas que saludaban con estas palabras el discurso de adiós del teniente de transportes.
Sin más formalidades, el teniente Ohlsen se hizo cargo de los reclutas. El teniente desconocido desapareció con su «Volkswagen» anfibio.
Los reservistas rompieron filas y formaron pequeños grupos, bajo los árboles. Echaron su equipo al suelo y se tendieron sobre la hierba mojada. Se mantenían a distancia de nosotros, los veteranos. Les intimidábamos.
El Oberfeldwebel Huhn avanzó hacia nosotros, muy seguro de sí mismo. Al pasar por nuestro lado rozó la olla del legionario, y unas gotitas cayeron al suelo. El suboficial fingió no advertirlo, y prosiguió su camino. Sus botas nuevas crujían y nos enviaban su olor a almacén.
El legionario apretó los labios y miró al Oberfeldwebel con ojos malévolos; después, hizo a Hermanito el signo convenido: el pulgar hacia el suelo.
Hermanito lanzó un resoplido y se ajustó el correaje. Tenía el salchichón de cordero, en una mano; en la otra, un bote hojalata lleno de brebaje. La tela mojada colgaba de su cintura cuando empezó a seguir tranquilamente al Oberfeldwebel Huhn.
– ¡Eh, buen hombre! -gritó de repente-, has derramado el jugo del caballero.
Huhn se detuvo en seco, como alcanzado por un rayo, y se volvió vivamente.
– ¡Por todos los diablos! ¿Qué mosca le ha picado? ¿No sabe cómo hay que dirigirse a un superior?
– Claro que lo sé -contestó Hermanito, impasible-. Pero ahora no se trata de eso. Has derramado el jugo del caballero. Esto no se hace.
El Oberfeldwebel se ajustó la gorra, y estalló:
– ¿Es que se ha vuelto loco? Utilice un poco el cerebro, y observe el HDV [4] para hablarme. De lo contrario, le enseñaré a…
– Anda y que te ondulen – le interrumpió Hermanito -. Ahora hablamos del jugo. Después nos ocuparemos de tu problema.
Huhn inspiró profundamente. Jamás había visto nada igual. Desde hacía siete años, instruía a los reclutas de las guarniciones y de los campos. La última vez, en el terrible campamento disciplinario militar de Heuberg. Si alguien se hubiera atrevido a hacer lo que Hermanito, habría recibido inmediatamente un balazo en la cabeza. Por un momento, este agradable pensamiento pasó por su mente; sacar la pistola y vaciar la recámara en el hocico de Hermanito, pero algo le hacía desconfiar de esta solución draconiana. Reinaba una extraña calma. Todos miraban a los dos hombres. Incluso los oficiales, el teniente Ohlsen y el teniente Spát.
Hermanito permanecía inmóvil, con el salchichón en la mano.
– Has derramado el jugo del señor, Oberfeld. Esto no nos gusta.
Huhn abrió y cerró la boca varias veces. En realidad, no sabía qué decir. Lo que ocurría era totalmente increíble. Ni siquiera el Consejo de Guerra le daría crédito. Sin embargo, tenía que admitir que, efectivamente, tenía ante sí a un corpulento y estúpido Stabsgefreiter que enarbolaba un salchichón y le tuteaba, a él, un Oberfeldwebel.
Hermanito apuntó su salchichón hacia el pecho de Huhn.
– Es inútil Oberfeld. Tendrás que pagar una multa a Anda o Revienta. Existen ciertos impuestos sobre el bebercio. No se le puede derramar de esta manera, y, en el 27.º, es el legionario quien tiene el monopolio para fabricar «Schnapp». Además, hace días que paseamos nuestra olla. La tenemos desde que se la robamos a los rusos. ¡Es una olla estupenda! Si quisieran conceder la Cruz de Hierro a las ollas, ésta tendría una. No se ha derramado ni una sola gota durante el transporte. Después, llegamos aquí, nos tendemos tranquilamente bajo los manzanos, con esta maldita lluvia, para darle un último hervor a nuestro jugo. Y, ¿qué ocurre? Te presentas tú y lo derramas. Y ahora aún te la das de ofendido. Pero es que no comprendes la situación. Los ofendidos somos nosotros.
Huhn entornó los ojos y avanzó un paso hacia Hermanito. Apoyaba una mano en la pistolera.
– Bueno, ya basta. ¿Cómo te llamas, cerdo? Ya sabré meteros en cintura. Podéis estar seguros. Tengo los medios para hacerlo.
Sacó papel y lápiz.
A Hermanito le importaba un comino.
– Tú no estás bueno, Oberfeld. Tienes más motivos para temerme que yo a ti. Ahora, estás en el frente, en una Compañía de asalto sin la gallina [5]; y somos varios tiradores escogidos los que podemos ocuparnos de ti. Apuesto diez contra uno a que no regresarás del frente. Eres demasiado estúpido. Para salir vivo de esta guerra, hay que tener una cabeza muy clara.
Sabe Dios lo que hubiera ocurrido si el teniente Ohlsen no hubiera intervenido. Llamó a Huhn y, al mismo tiempo, se volvió hacia Hermanito.
– Cállese, Creutzfeld, si no quiere ir al calabozo. ¿Entendido?
– Bien, mi teniente -contestó Hermanito, casi cuadrándose ante el otro.
Entrechocó los tacones y avanzó hacia nosotros arrastrando los pies.
– Le hincharé los morros a ese tipo -se prometió, al mismo tiempo que se sentaba.
– Ya os he dicho que nos divertiríamos -con él -dijo Heide, meneando la cabeza-. Es un crápula. Ya veréis. No ha terminado de darnos la lata.
– Podríamos atarle una granada en el trasero -propuso Porta.
– Dejaos de tonterías -dijo el Viejo-. Un día os pescarán si seguís liquidando a vuestros superiores.
– Sacre nom de Dteu, esto empieza a hervir -declaró el pequeño legionario, mientras atornillaba la tapadera-. Pásame el tubo de caucho. Empezará a manar.
Contemplábamos con recogimiento el alambique, en cuyo interior los vapores se transformaban en líquido.
Todos se habían agrupado a nuestro alrededor. Con la mirada fija, Hermanito rociaba el alambique improvisado con el agua obtenida mediante un sistema de irrigación.