—¿Bastante? Santo cielo, no la recuerdas en absoluto, Jack. Espera, te voy a enseñar una foto divertida, la tengo por aquí a mano. —No le costó mucho a Tupra encontrarla. Se levantó, fue hasta un estante, agitó los dedos como si fuera a activar con tiento la combinación de una caja fuerte y sacó de él lo que parecía un libro grueso pero resultó ser una caja de madera y no metálica, que se fingía un volumen. La tumbó, la abrió allí mismo y rebuscó un par de minutos entre las cartas que guardaba, a saber de quién serían, para tenerlas tan localizadas, tan cerca. Mientras lo hacía arrojó ceniza a la alfombra, el pulgar contra la boquilla de su Rameses II, como si no importara. Contaba con servicio, seguro. Permanente. Por fin extrajo una postal de un sobre, con cuidado, el índice y el corazón haciendo pinza, me la acercó—. Aquí está. Mira. Ahora la recordarás mejor, con toda nitidez. En cierto sentido es inolvidable, si la descubrió uno de chico. Puede comprenderse la fascinación de Mulryan. Nuestro amigo ha de ser más lujurioso de lo que parece. Sin duda privadamente. O lo fue en su tiempo —añadió.

Cogí la foto en blanco y negro con los mismos dedos que Tupra había empleado, y en efecto me hizo sonreír al instante, mientras él me la comentaba con palabras similares a las de mi pensamiento. Sentadas a una mesa, codo con codo, en plena cena o antes de empezar o a los postres (hay unos tazones que desorientan), dos actrices entonces célebres, a la izquierda de la imagen Sofía Loren y a la derecha Jayne Mansfield, su rostro dejó de serme desvaído nada más volver a verlo. La italiana, que precisamente nunca fue plana sino exuberante —otro sueño de muchos, de duración larga—, luce un muy púdico escote y mira de reojo pero indisimuladamente, las pupilas se le van sin poder dominarlas, como con mezcla de envidia, perplejidad y susto o es decir con incrédula alarma, los pechos mucho más abundantes y descubiertos de su colega americana, en verdad llamativos y destacados (hacen aparecer exiguo su busto, por contraste), y aún más en una época en la que la cirugía aumentativa era improbable, o infrecuente en todo caso. Las tetas de Mansfield, hasta donde puede de juzgarse, se ven naturales, sin rigidez, sin hieratismo, con blandura grata y movimientos imaginables ('Ojalá me hubieran tocado unas así a mí esta noche y no las rocosas de Flavia', pensé fugazmente), y debieron de ser apoteósicas en aquel restaurante romano o americano, quién sabe, meritoria la impasibilidad del camarero que se divisa entre las dos, al fondo, sólo la figura, la cara le queda en sombra, aunque cabría preguntarse si no utilizaba su servilleta blanca como escudo o como pantalla. A la izquierda de Mansfield hay un comensal masculino de quien sólo se ve una mano que sujeta una cuchara, a él se le debían de fugar los ojos hacia su derecha tanto como los suyos a Loren hacia su izquierda, con distinta avidez seguramente. A diferencia de ésta, la rubia platino mira de frente a la cámara con sonrisa cordial un poco helada, y si no con despreocupación —es bien consciente de su muestrario—, sí con tranquilidad absoluta: ella es la novedad en Roma (si es que están en Roma), y a la gloria local la ha hecho menguar, la ha convertido en pacata. Una mujer guapa de rasgos, Jayne Mansfield, sí me alcanzó un recuerdo de infancia y con él acudió un título, La rubia y el sheriff: grande la boca y los ojos grandes, toda ella belleza vulgar y grande. Para niños, era cierto; también para mucho adulto, como yo mismo.

Esto decía Tupra y esto pensaba yo, mientras él me iba ilustrando. Intercalaba risas breves, le hacían gracia la foto y la situación, y es verdad que la tenían.

—¿Puedo mirar cómo la titularon? ¿Puedo darle la vuelta? —le pregunté, no fuera yo a ver sin permiso lo escrito por quien se la hubiera mandado en su día.

—Claro, adelante —me contestó con un ademán de generosidad.

Veneno Y Sombra Y Adiós _1.jpg

Nada notable ni imaginativo ni chusco, la postal sólo rezaba ‘Loren & Mansfiel’, The Ludlow Collection, llegué a ver eso, no me entretuve en intentar leer lo que le habían garabateado con rotulador tiempo atrás, dos o tres frases, algún signo de admiración bromista, con una letra quizá femenina, amplia, algo redonda, mi vista cayó sobre la firma un segundo, nada más que una inicial, 'B', podía ser Beryl, también sobre la palabra 'fear', que es 'miedo' en inglés.

Una mujer con humor, si era mujer quien se la había enviado. De hecho con un humor sobresaliente, fuera de lo común, porque una foto como esa divierte sobre todo a los hombres y por eso me reí con ganas del aprensivo rabillo del ojo de Sofía Loren, de su encogimiento y recelo ante el victorioso e intimidatorio escote transatlántico, reímos al unísono Reresby y yo con la risa que une desinteresadamente, igual que aquella vez en su despacho, cuando le hablé de los posibles zuecos del tiranuelo elegido, votado, y del estampado de estrellas patrióticas que le había visto en la camisa por televisión, y al decir yo 'liki-liki', esa palabra cómica que es imposible escuchar o leer sin querer repetirla inmediatamente: liki-liki, ya está. Me había preguntado en aquella ocasión, al reparar en las risas que tanto desarman, en la suya y la mía unidas, si en el futuro quedaría él desarmado o lo quedaría yo, o tal vez los dos. Parte de aquel mañana estaba ya aquí, y de momento, me di bien cuenta, el desarmado era yo.

'Tiene cojones', pensé con grosería a lo De la Garza, con irritación; 'ha logrado que me ría desenfadadamente en su compañía. Hace apenas un rato estaba furioso con él y en realidad lo estoy aún, esto va a durar; hace muy poco más que he asistido a su brutalidad, he temido que matara a un desgraciado con frialdad metódica, que le rebanara el cuello sin razones de peso, si es que alguna lo puede ser; que lo estrangulara con su propia redecilla ridicula y lo ahogara en el agua azul; y he visto de cerca la paliza que le ha propinado sin recurrir a sus manos para asestarle un solo golpe, pese a los guantes puestos amenazadores.' Tupra no se había olvidado de ellos; lo primero que había hecho tras avivar el fuego había sido sacarlos del bolsillo de su abrigo y arrojarlos a las llamas con las tiras de papel toalla en que los había envuelto. Por fin se iba disipando el olor a cuero y a lana quemados o era predominante el de la leña, se habrían secado bastante desde nuestra salida del cuarto de baño de los discapacitados, 'La peste no durará', había dicho al lanzarlos con gesto casi maquinal, como depositar las llaves o las monedas al regresar de la calle. Los había conservado hasta poder destruirlos, eso no se me había escapado, y en su propia casa además. Era cauto hasta con lo que no había que serlo. 'Y ahora ya está tan tranquilo, enseñándome una foto chistosa y comentándola con jovialidad. (En el abrigo sigue la espada, cuándo va a sacarla, cuándo la guardará.) Y también yo estoy tan tranquilo, viéndole la gracia a la escena y riéndome con él, oh sí, resulta un hombre simpático, en primera yen penúltima instancia, y no podemos evitarlo, tendemos a llevarnos, a caernos bien.' (Ya no lo resultaba en la última, pero esa no solía llegar, aquel día sí.) Rastreé rápida, mentalmente (algo era algo, aunque no mucho para mi recobrado enfado) el origen de la postal. Durante unos instantes hasta había perdido de vista qué hacía allí aquella foto, y qué hacíamos allí él y yo. No era una noche para reírse, y sin embargo nos habíamos reído juntos poco después de que él se convirtiera en Sir Punishment. O en el Caballero Venganza, quizá Sir Revenge. Pero en ese caso de qué se había vengado, era un exagerado, un drástico: de una nimiedad, de una estupidez.

Le devolví la postal, él estaba junto a mi butaca, de pie, mirando por encima de mi hombro cómo yo miraba a las dos actrices o símbolos sexuales pretéritos —uno mucho más remoto que el otro—, compartiendo o más bien contemplando mi inesperada diversión.


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