—Sé lo que le ocurrió, sé cómo acabó el Presidente Kennedy, como todo el mundo —le respondí—. Pero ignoro lo que le sucedió a Jayne Mansfield. De hecho lo ignoro casi todo sobre esa clepsidra apabullante. —Y, tras citarlo así humorísticamente, añadí una nota española a lo que había dicho—: Supongo que también habría valido para el complejo el nombre de García Lorca. No sería el mismo en nuestra evocación, no se lo recordaría ni leería de igual modo si no hubiera muerto como murió, fusilado y arrojado a una fosa común por los franquistas, antes de cumplir los cuarenta. Buen poeta como fue, no se lo añoraría ni ensalzaría tanto.
—Desde luego, ese es otro caso bien nítido de final determinante, de muerte siempre presente que envuelve y arrastra al personaje —contestó Tupra sin hacerme demasiado caso; me pregunté si estaría suficientemente enterado de las circunstancias del asesinato—. Jayne Mansfield, a lo largo de su breve carrera brillante y su no muy extensa declinante, hizo cuanto estuvo en su mano y a buen seguro en su busto para atraer la atención de la prensa y hacerse autopropaganda. Siempre tenía las puertas abiertas a los reporteros, allí donde estuviera, también en los hoteles cuando viajaba, en las suitesy aun en los cuartos de baño; le encantaba que vinieran a fotografiarla a su mansión de estilo español de Sunset Boulevard, en Beverly Hills, toda de color rosa y llena de perrillos y gatos, vestida con insinuantes prendas y en posturas provocativas, nada le parecía nunca ridículo ni desdeñable, recibía a cualquier idiota o malintencionado de la publicación más mediocre. Posó desnuda en Playboyun par de veces, se casó con un húngaro musculoso, mostraba con deleite su piscina y su cama, ambas en forma de corazón, al último aprendiz de provincias. Se divorció del forzudo y de algún otro marido, fue a Vietnam a animar a las tropas con sus picardías y sus jerseys ceñidos, y cuando hasta Las Vegas le quedó ya inalcanzable, erró por Europa con espectáculos de poca monta y figuró en películas italianas de Hércules. Se dio a la bebida, armó bulla, escandalizó laboriosamente, porque en el declive de su trayectoria lo conseguía a duras penas, se le hacía muy poco caso y ademas no estaba dotada. Se contó que se había hecho adepta a la Iglesia de Satanás, un disparate inventado por un tal Antón LaVey, su Sumo Sacerdote, un calvo con pueril perilla diabólica y cuernos postizos sobre la calva, de supuesto y falso origen húngaro o transilvano, ávido de publicidad igualmente y un farsante compulsivo: se reclamaba autor de la Biblia Satánica, plagiada de cuatro o cinco escritores dispares, entre ellos el famoso alquimista renacentista John Dee y el novelista H G Wells, bien rastreables; decía haber mantenido relaciones sexuales con Marilyn Monroe y no iba a ser menos con Mansfield. Fantasías ambas aventuras, pero ya sabes, la gente se cree cualquier bajeza de las celebridades, cualquier mal gusto. Él estaba loco por ella y ella lo llamaba a veces desde Beverly Hills, rodeada de amigos, para reírse y burlarse de sus demoniacos ardores, le calentaba la rasurada cabeza a distancia. Más tarde se rumoreó que el despechado LaVey le lanzó una maldición al amante de ella entonces, un abogado de nombre Brody, y aquí empieza la leyenda de la muerte de Jayne Mansfield. Viajaba una noche de junio de 1967, ya de madrugada, desde un lugar llamado Biloxi, en Mississippi, en uno de cuyos clubs actuaba en sustitución de su exuberante amiga y rival Mamie Van Doren, camino de Nueva Orleans, donde al día siguiente iba a ser entrevistada en un programa de la televisión local, se tomaba todas las molestias, nada le parecía insignificante. El Buick en el que se trasladaba iba atestado: un joven que conducía, el tal Brody, ella con tres de sus cinco hijos, los habidos con el musculoso húngaro, y cuatro perros chihuahua, no es de extrañar que se la pegaran. A unas veinte millas de su destino, el coche se empotró a gran velocidad contra un camión que había frenado al toparse con un lento vehículo municipal que rociaba las marismas con un insecticida antimosquitos, Mulryan hace hincapié siempre en este detalle sórdido, cenagoso y sureño. El choque fue tan violento que el techo del Buick quedó cercenado. Mansfield, el conductor y el amante murieron en el acto, sus cuerpos salieron despedidos a la carretera. Los tres críos, dormidos en la parte de atrás, sufrieron sólo magulladuras, y de los chihuahuas no hubo noticia, seguramente porque no les pasó nada y quizá escaparon.
—Tupra hizo una pausa, arrojó algo al fuego, para mí fue invisible, tal vez una mota que se había quitado de la chaqueta o una cerilla que no le había visto encender y que sostenía entre los dedos. Lo contaba todo como si fuera un informe que tenía en la cabeza, memorizado. Se me ocurrió que, dada su profesión, podía guardar centenares o millares de ellos, de lo sucedido y de lo posible, de lo comprobado y de lo aventurado, no sólo por él, sino por mí, por Pérez Nuix, Mulryan, Rendel y otros; y por otros también del pasado como Peter Wheeler y quién sabía si su mujer Valerie y Toby Rylands y hasta la señora Berry. Acaso Tupra era un archivo andante—. La ostentosa peluca rubia de Jayne Mansfield cayó sobre el guardabarros —continuó—, lo cual dio origen a dos rumores igualmente desagradables, y que probablemente por eso se instalaron en la imaginación de la gente: según uno, la actriz habría quedado escalpada en el accidente, su cuero cabelludo arrancado de cuajo como por un indio del Salvaje Oeste; según el otro, habría sido decapitada junto con el techo del Buick, y la cabeza habría rodado por el asfalto hasta caer a la zona pantanosa plagada de mosquitos y larvas, al borde de la carretera. Ambas ideas eran demasiado irresistibles para la malignidad popular: no era bastante que la mujer cuya abundancia adornó las paredes de los garajes, los talleres y los tugurios, los camiones y las taquillas de estudiantes y soldados durante un decenio hubiera muerto con gran violencia a los treinta y cuatro años, cuando aún era deseable pese a su veloz decaimiento y podía haber sacado más partido a sus esplendores; era mucho mejor si además había quedado calva y fea en la muerte, o grotescamente descabezada y con la cabeza en el fango. A la gente le gustan los castigos crueles, y los giros sarcásticos de la fortuna, y la desposesión repentina de quien lo tuvo todo, no digamos la desposesión absoluta que es la muerte inesperada, y todavía más si es con sangre.
'¿Por qué me habla precisamente de cabezas cortadas', pensé, 'cuando él ha estado a punto de segar una ante mis ojos, hace nada?' Y pensé que Tupra me conducía hacia algún lugar, más cercano que Nueva Orleans y Biloxi, con aquella truculenta historia. Pero no lo interrumpí con preguntas y me limité a citarlo, con aquella cita suya bien conocida desde nuestro primer encuentro:
—Y además todo tiene su tiempo para ser creído, ¿no es eso lo que tú piensas?
—No lo sabes tú bien, Jack, hasta qué punto todo lo tiene —me contestó, y reanudó su relato en seguida—: Fue entonces, tras su muerte, cuando LaVey empezó a presumir publicamente de su aventura con ella (ya sabes, los muertos son tan callados y no ponen objeciones), y a propagar en la prensa que el espectacular accidente se había debido a la maldición por él lanzada contra su amante Brody, de tal potencia que se la había llevado por delante a ella sin ningún miramiento, al ir a su lado, en el lugar del riesgo. Y la gente también adora las confabulaciones y los ajustes de cuentas, lo esotérico y lo peregrino y los peligros cumplidos. La mayoría de la gente niega el azar, lo detesta, la mayoría de la gente es tonta. —Recordé que le había oído decir lo mismo o algo parecido a Wheeler, quizá era una de las convicciones, una de las bases sobre las que nuestro grupo había trabajado siempre, al igual que todo Gobierno—. Si Jayne Mansfield se había fascinado o había coqueteado con la Iglesia de Satanás, nada menos, poco tenía de extraño que su agraciado rostro hubiera acabado así, en una ciénaga y mordisqueado por los bichos hasta que se lo recogieron; o bien con su célebre cabellera rubio platino desprendida del cráneo, había sido siempre su segundo rasgo más destacado después del que resulta conspicuo en la postal que te he enseñado. La chusma quiere explicaciones para todas las cosas —Tupra utilizó esa palabra, 'rabble', 'chusma', hoy tan mal vista—, pero las quiere ridiculas, inverosímiles, enrevesadas y conspirativas, y cuanto más lo sean más las acepta y se las traga y más la contentan. Incomprensible, pero ese es el estilo del mundo. Así que aquel mamarracho calvo y con cuernos fue escuchado y creído, hasta el extremo de que en quienes la recuerdan y aun la veneran (y no son pocos, échale un vistazo a Internet y te quedarás sorprendido), lo que prevalece de Jayne Mansfield no son sus cuatro o cinco divertidas comedias de Hollywood, ni sus dos clamorosas portadas de Playboy, ni sus voluntariosos escándalos libertinos, ni su mansión rosa demente de Sunset Boulevard, ni siquiera el hecho audaz de haber sido la primera estrella de la era moderna que enseñó las tetas en una película convencional americana, sino la tétrica leyenda de su muerte humillante para un símbolo sexual como ella, quizá provocada por un satanista, un depravado, un hechicero. Eso, irónicamente, causó más sensación y le trajo más publicidad que cuanto había inventado a lo largo de su vida para procurársela, renunciando a toda intimidad diariamente, no digamos a lo que suele llamar dignidad el agobiante común de las gentes. Fue una lástima que no pudiera disfrutar de los mil reportajes que hubo sobre su figura y sobre el suceso, ver las planas enteras dedicadas a su fallecimiento tan horrendo y novelesco. De nada sirvió que el ataúd en que se la enterró fuera asimismo rosa: su nombre quedó ya envuelto en el negro, en la negrura de una maldición mortal diabólica y de una vida pecaminosa coronada por el castigo, de una carretera lóbrega, rodeada de cieno, y de una linda cabeza separada de su voluptuoso cuerpo hasta el postrer fin de los tiempos. Y hoy, si no hubiera muerto de ese modo, con esos elementos atribuidos que encienden la imaginación de la chusma, estaría casi del todo olvidada. No lo estaría Kennedy, obviamente, si se hubiera limitado a sufrir un infarto en Dallas, pero no te quepa duda de que se lo recordaría infinitamente menos y con emoción sólo discreta si su nombre no se asociara al instante con su asesinato a tiros y con alambicadas conjuras jamás resueltas. En eso consiste el complejo Kennedy-Mansfield, en el temor a quedar marcado para siempre por la forma de terminar, desvirtuado, y a que la vida entera parezca haber sido sólo un trámite, un pretexto, para llegar a un acabamiento chillón que nos retratará eternamente. Ese peligro, ojo, lo corremos todos, aunque no seamos personajes públicos sino individuos oscuros, anónimos y secundarios. Cada cual asiste a su relato, Jack. Tú al tuyo y yo al mío.