Así que oye uno al mendigo que lo aborda en la calle y ya está envuelto; y oye al forastero o al extraviado que le pregunta por una dirección y a veces acaba uno por acompañarlo, si lleva su misma senda y entonces los dos unen sus pasos y se convierten el uno del otro en el insistente ser paralelo que sin embargo ninguno ve como de mal agüero ni como molestia u obstáculo, porque caminan juntos voluntariamente aunque no se conozcan ni tal vez se hablen durante ese trecho, mientras avanzan (y es el forastero o extraviado el que puede ser conducido siempre a otro lugar, a una encerrona, a una celada, al descampado, a una trampa); y oye al desconocido que se presenta a la puerta persuadiendo o vendiendo o evangelizando, tratando de convencernos siempre y siempre contando rápido, y por abrirle ya está enredado; y oye al amigo al teléfono con voz apremiante, o fuera de sí, o melifluo —no, es más bien fuera de quicio—, implorante o exigente o amenazador de pronto, y ya con eso está anudado; y oye a su mujer y a sus hijos que casi sólo le hablan así o sólo así saben ya hablarle desde la difuminación y la mayor distancia, quiero decir pidiendo, y entonces ha de tirar de navaja o filo para cortar ese vínculo que acabará apretándole: también a ellos los ha hecho nacer, a los hijos que no están fuera de todo mal ni de todo alcance y que jamás van a estarlo, y también se los hizo nacer uno a su madre, que es aún como ellos mismos porque ya es inimaginable sin niños —forman un núcleo, y jamás se excluyen— y éstos son inconcebibles sin esa figura que les es aún necesaria, tanto que él debe protegérsela sin remedio, cuidársela y salvaguardarla —sigue viéndolo como tarea suya—, aunque Luisa no se dé cuenta del todo o no con plena conciencia, y esté muy lejos en el espacio, y en el tiempo se me vaya alejando fecha a fecha y cada día que pasa. O se me nuble cada noche que franqueo y atravieso y salvo, y sigo sin verla, no la veo.

Luisa no se enredó ni anudó, pero sí quedó envuelta una vez por una petición y una limosna y también me envolvió a mí un poco en ellas, fue antes de que nos separáramos y yo me fuera a Inglaterra, cuando aún no preveíamos todo el alejamiento ni nuestras espaldas tan vueltas o no yo al menos, uno sólo sabe más tarde cuándo ha perdido la confianza o cuándo perdieron otros la que tenían en uno —si es que eso llega a saberse, y yo no lo creo, en el fondo—; quiero decir que sólo luego, cuando el presente es ya pasado y muy variable y dudoso y por eso puede contarse (y mil veces puede contarse, sin que ni dos coincidan), nos damos cuenta de que también nos la dábamos cuando el presente era aún presente y no estaba expuesto a su negación ni a su turbiedad o penumbra, o si no no podríamos ponerle a éste fechas y la verdad es que se las ponemos, oh sí, solemos fecharlo luego todo con tanta precisión que da espanto: 'Hubo un día en que...', decimos o recordamos como en las novelas (que van a lo señalado siempre: se lo indica su desenlace, lo dicta; pero no todas lo conocen), en ocasiones a solas y a veces en compañía, dos recapitulando en voz alta: 'Fueron aquellas palabras que dejaste caer como si nada en tu cumpleaños las que me pusieron en guardia, o las que empezaron a retraerme'. 'Tu reacción fue decepcionante, y hube de preguntarme si no me había equivocado contigo; pero eso era haberme equivocado durante demasiados años, luego quizá habías cambiado.' 'No aguanté aquellos reproches, tan insistentes e injustos que pensé si no eran sólo un pretexto tuyo, el modo mejor de enfriarme; y en verdad me quedé helado.' Sí, solemos saber cuándo algo se tuerce o se rompe o cansa. Pero esperamos siempre que se enderece o se suelde o nos recupere —por sí solo a veces, como por arte de magia— y que ese saber no se confirme; o si notamos que la cosa es aún más simple, que algo de nosotros fastidia o desagrada o repugna, nos hacemos voluntariosos propósitos para enmendarnos. Son teóricos e incrédulos, sin embargo, esos propósitos. En realidad sabemos que no seremos capaces, o que ya nada depende de lo que hagamos, ni de que nos abstengamos. Es la misma sensación que los antiguos tenían cuando a sus labios o a su pensamiento acudía esa expresión que nuestro tiempo ha olvidado, o más bien ha rechazado, y se lo reconocían: 'La suerte está echada'. Y aunque la frase esté casi abolida, esa sensación persiste, y nosotros todavía la conocemos. 'Ya no hay vuelta de hoja', eso sí me lo digo yo a veces.

A la puerta de un hipermercado o supermercado o pseudomercado en el que Luisa compraba, había apostada algunos días una joven muy joven que además era extranjera y madre y ambas cosas por partida doble: pues tenía dos niños, uno de meses en un mal cochecito y otro mayor pero muy pequeño, de entre dos y tres años (eso le calculaba Luisa, lo había visto vestir aún pañales bajo sus pantalones cortos), que guardaba el cochecito como un soldado, minúsculo pretoriano sin armas; y no sólo era rumana o bosnia la joven, o tal vez húngara —aunque eso más improbable, muchos menos en España—, sino que sobre todo parecía gitana. No contaría más de veinte años, y los días que allí mendigaba (no eran todos, o no siempre coincidía Luisa con ella), estaba siempre con sus dos críos, no tanto para inspirar más lástima cuanto —interpretaba Luisa— porque no debía de tener dónde ni con quién dejarlos. Eran parte de ella, tanto como sus brazos. Eran su prolongación, la joven era con elloscomo el perro era sin pata, según la visión de Alan Marriott cuando decidió asociar en su imaginación el suyo a aquella otra chica gitana, y juntos se le representaron como pareja espantosa.

La rumana pasaba horas de pie a la puerta del hipermercado, algún rato se sentaba en los escalones de entrada y mecía desde allí el cochecito sobre la acera, el niño mayor de vigía. Si Luisa se fijó no fue meramente por el tableau vivant, por el cuadro, bastante eficaz en cualquier caso, pero también muy reiterado pese a que hoy esté prohibida la presencia de niños en los limosneos. No es Luisa de las que se apiadan de todo el mundo, como yo tampoco. O tal vez sí, pero no hasta el punto de echar mano al bolso, o yo al bolsillo, cada vez que nos cruzamos con un indigente, no daríamos abasto en Madrid, no se gana lo bastante para tamaño dispendio, nuestras desaprensivas autoridades zafias trasladan sin cesar a la ciudad más grande, y sueltan sin más por sus calles, a oleadas de indocumentados que desconocen lengua, territorio y costumbres —gente recién colada por Andalucía o por las Canarias, o por Cataluña y las Baleares si proceden del Este, a la que ni siquiera sabrían a qué países mandar de vuelta—, y que allá se las compongan sin papeles y sin dinero, la cantidad de pobres siempre en aumento, y además pobres desconcertados, desorientados, extraviados, errantes, ininteligibles, sin nombre. Así que Luisa no reparó en el grupo en tanto que grupo lastimoso en sí mismo, como hay tantos, sino que los individualizó, le llamaron la atención la joven bosnia y su centinela niño, quiero decir que los vio a ellos, no le parecieron indistinguibles ni intercambiables como objetos de compasión, vio a las personas más allá de su condición y su función y sus necesidades, éstas sí tan extendidas y compartidas. No vio a una madre pobre con unos niños, sino a aquella madre concreta con aquellos niños concretos, con el mayor sobre todo.

'Tiene una carita tan despierta y tan viva', me dijo de él. 'Y lo que me da más pena es su disposición a ayudar, a cuidar de su hermano, a ser de alguna utilidad. Ese niño no quiere ser una carga, aunque no tenga más remedio que serlo, apenas puede valerse aún solo para ninguna cosa. Tan pequeño como es, quiere participar, quiere colaborar, se lo ve tan cariñoso con el bebé y tan atento a lo que pueda ocurrir y a lo que va ocurriendo. Pasa allí muchas horas, sin nada con lo que entretenerse, sube y baja los escalones, se columpia un poco de la barandilla, intenta mecer él el cochecito pero para eso no tiene fuerzas. Esas son sus mayores diversiones. Pero no se aleja mucho de la madre nunca, no por falta de espíritu aventurero (se lo ve tan despierto), sino como si tuviera conciencia de que eso supondría añadirle una preocupación a ella, y se ve que procura facilitarle las cosas lo más que puede, o lo más que sabe, y no sabe mucho. Y a veces les hace caricias en las mejillas, a la joven o al hermanito. Mira en todas direcciones, hacia todos lados, está muy alerta, estoy segura de que a sus ojos tan vivos no se les escapa la aparición de un transeúnte, y a algunos debe de recordarlos de una vez para otra, a mí ya probablemente. Me da pena esa actitud tan responsable, tan afanosa y participativa, esa enorme voluntad de ser útil. Aún no le toca.' Hizo una pausa y luego añadió: 'Fíjate qué absurdo. Hace nada no existía y ahora está lleno de preocupaciones que ni siquiera comprende. Quizá por eso tampoco le pesen, se lo ve alegre, y lo quiere mucho su madre. Pero debe de ser injusto, además de absurdo'. Se quedó pensativa unos segundos, acariciándose las rodillas con ambas manos, se había sentado en el borde del sofá a mi derecha, acababa de volver de la calle y aún no se había quitado la gabardina, en el suelo las bolsas con lo que había comprado, no había ido derecha a la cocina. Sus rodillas me gustaron siempre, con o sin medias, y por suerte me eran visibles en casi todo momento, solía vestir con falda. Después dijo: 'Me recuerda un poco a Guillermo, cuando era así de pequeño. También en él me daba lástima eso, no es sólo porque estos sean pobres. Verlo tan impaciente por incorporarse al mundo, o a las responsabilidades y a las tareas, tan deseoso de enterarse de todo y de echar una mano, tan consciente de mis esfuerzos y de mis dificultades. Y también de los tuyos aunque te viera menos, aún más intuitivamente, te acuerdas. O más deductivamente'.


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