—Pasado mañana o al otro, creo, o como tarde la semana que viene —se arrancó Pérez Nuix entonces, tenía por fin luz verde y no iba a desaprovecharla—, te tocará interpretar a alguien que yo conozco, en persona seguramente y quizá también en vídeos. Quiero pedirte que no lo perjudiques, que no hagas que Bertie lo descarte, así, que Tupra lo aparte o que dé un mal informe final de conjunto por desconfianza o por exceso de confianza. No tendría por qué, ese conocido mío no es tipo que engañe, yo lo sé, yo lo conozco. Pero Bertie es arbitrario a veces, o cuando ve algo muy claro puede obrar en el sentido contrario al de esa claridad, precisamente porque lo ve tan claro. Quiero decir, no sé, en fin. —Se percató de que le faltaba claridad a su frase. Lo que Pérez Nuix no sabía aún, me di cuenta, era en qué orden exponer, contar, persuadir, pedirme, pese a tanto preparativo. Casi todo el mundo lo ignora, ese orden; y falla. Hasta los que escriben. Pero ella siguió, no era cuestión de empezar de nuevo—. Yo he visto cómo alguien le causaba una impresión tan rematadamente mala que decidía favorecerlo en primera instancia y darle una oportunidad increíble; y a la inversa, cómo alguien le parecía tan recomendable que desechaba su trato y su concurso para cualquier asunto, también en primera instancia. No le gusta lo nítido, ni lo demasiado liso, lo que aparentemente es sin mezcla, porque está seguro de que siempre la hay y de que si no es perceptible se debe a un ocultamiento muy hábil o a una momentánea pereza de nuestra perspicacia. Así que cuando no se le ofrecen dudas, él se las crea. Cuando somos nosotros quienes carecemos de ellas, Rendel, Mulryan, tú, yo, los externos, Jane Treves, Branshaw, cualquiera, él las aporta. Nos las expone, nos las inventa. Recela tanto de lo indudable que modifica su veredicto por eso, en contra de su propia certeza, no digamos de las nuestras. Es infrecuente, porque casi nunca se da un convencimiento pleno ni él pondría la mano en el fuego por un ser humano, Tupra sabe bien que no hay nadie de una pieza, o que nadie persevera indefinidamente en quién es, ni en quién fue, ni siquiera en quien aspira a ser y aún no ha sido un solo día. 'That's the way ofthe world', ya sabes; dice eso y continúa, nada espera y nada le extraña. —'Es el estilo del mundo', sí, se lo había oído ya un par de veces—. Pero cuando cree poder afirmar convencido, entonces niega o suspende la afirmación, eso que a nosotros no nos permite. Para eso está sólo él, para introducir la objeción, la sospecha, para contradecirnos y contradecirse, y corregir cuanto haga falta. Raro es el caso de una certidumbre suya, pero se ha dado de tarde en tarde: y si alguien le parece muy de fiar o muy íntegro, tanto que no cabe dudarlo, lo más probable es que en la práctica lo trate como a un rufián al acecho, y que desaconseje confiar en él a quien le haya solicitado el informe. Y al revés, lo mismo: si a un sujeto lo encuentra desleal sin remedio, casi por vocación, dijéramos, es posible que entonces sugiera contar con él una vez al menos, probarlo. Eso sí, advirtiéndoselo al cliente: una vez y no más hasta ver, en negocio de poca monta y sin mucho riesgo.

La joven Pérez Nuix había iniciado su petición pero al instante la había dejado flotando inconcreta, sin concluirla ni centrarse en ella, luego seguía aplazándola o dosificándola o preparándome para ella, no sería 'un momentito' el hablar conmigo, según su anuncio desde la calle. O era sólo eso otro, que desconocía el orden del planteamiento y las frases se le agolpaban, y se desviaba y se bifurcaba por tanto, y a mí me surgían entonces preguntas preliminares aisladas relativas a lo que ella iba diciendo, me llamaron la atención varias cosas soltadas sin la voluntad de soltarlas o sin conciencia de mis ignorancias. La conversación sería aún menos breve, si me paraba en ellas.

—¿Jane... Treves, Branshaw? —Fue mi interrogación primera. Me paré en esos nombres, no supe pasar de largo.

—Sí, t, r, e, v, e, s—contestó la joven, quizá creyendo por mi pequeña pausa que yo no los había pillado bien, de hecho deletreó en inglés de manera automática, en español no se acostumbra tanto: 'ti, ar, i, vi, i, es', así a nuestro oído (y en efecto yo lo había entendido como Trevis o Travis escrito). Biográficamente ella era bastante más que medio inglesa. Hablaba mi lengua con tanta facilidad como yo o sólo un poco más lento, y contaba con buen vocabulario incluso libresco, pero de vez en cuando se le colaba algo raro (aquel 'así', aquel 'dijéramos') o incurría en un anglicismo o la arrastraba la entonación de la isla; su co zera más suave de lo habitual, como la de los catalanes en su castellano, también su go j; su sonido tno llegaba a salirle alveolar del todo ni su kplosivo como a los ingleses, por suerte, eso habría hecho su dicción en español muy afectada, casi irritante en quien tan bien lo dominaba. Sin embargo era el otro apellido, Branshaw, el que me hacía gracia, aunque no iba a ponerme a indagar sobre él ni a explicarle por qué, no era el momento, con el hablar hay que andar siempre en guardia, se torna infinito al menor descuido, como una flecha imparable pero que jamás alcanzara un blanco, y siguiera volando hasta el fin de los tiempos sin aminorar su marcha. Así que no insistí, no me paré más ahí, todo eso hay que evitarlo, abrir y abrir más asuntos o paréntesis que nunca se cierran, cada uno con sus mil incisos enlazados dentro—. Gente a la que recurre Bertie, informantes ocasionales, de fuera, más o menos especializados en territorios, en ambientes. Ya, aún no has coincidido con ellos —añadió como si cayera en la cuenta y dando así la cuestión por zanjada, no quería detenerse en eso, yo tampoco. Se le escapaba llamar Bertie a Tupra; se enmendaba pero recaía, así lo tenía registrado en su mente sin duda, así le venía a su pensamiento, pese a que en el trabajo se dirigía a él como Bertram, en mi presencia al menos, con confianza pero más formalmente, habría equivalido en mi lengua a un tuteo respetuoso. A mí todavía no me había dado él permiso ni para llegar a eso, vendría más tarde, a instancias suyas, no mías.

—¿Qué quieres decir, a quien le haya solicitado el informe? —Esa fue mi segunda y preliminar pregunta—. ¿Qué quieres decir, al cliente? Creía que no había más que uno, siempre el mismo; aunque con diferentes rostros, no sé, la Armada, el Ejército, tal o cual Ministerio o tal Embajada, o Scotland Yard, o la judicatura, o el Parlamento, no sé, el Banco de Inglaterra o incluso Buckingham. Quiero decir el Gobierno. —Iba a haber dicho 'los Servicios Secretos, el MI6, el MI5', pero todo eso en mis labios se me anticipó ridículo, así que lo sorteé y lo sustituí sobre la marcha—. O la Corona, en fin, El Estado.

Me pareció que la joven Pérez Nuix tampoco deseaba entretenerse en eso, había soltado su parrafada primera sin contar con el efecto lateral de mis curiosidades. Quizá formulaba su petición por etapas calculadamente —tal vez me acostumbraba de antemano a ella: que me hiciera a la idea en varias fases, lo fundamental de esa petición ya estaba claro; o era la índole—, pero no querría que se le extraviara entre inesperadas cuestiones de procedimiento y prolegómenos y explicaciones largas.

—Bueno, es así por lo general, tengo entendido, pero hay excepciones. Sólo de vez en cuando sabemos para quién informamos exactamente, a quién sirve lo que interpretamos. Lo que dictaminamos. Quiero decir nosotros, Tupra imagino que lo sabrá o lo deducirá casi siempre. O puede que ni siquiera tanto, algunos encargos le llegan por intermediarios de intermediarios, seguro, y él no hace preguntas si no está en condiciones de hacerlas sin crear suspicacias ni ocasionarse perjuicio. Y eso lo distingue bien, cuándo; lleva la vida entera midiéndolo. Pero se lo olerá, supongo, de quiénes vienen cada vez los encargos. Él ve a través de las paredes. Rastrea los orígenes. Es muy listo.


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