‘Esa mezcla no la tengo. ¿Crees que debería salir a comprármela?’
Me daba una miaja de pena, aunque me irritara mucho que se permitiera hacerme estas consultas como si yo fuera su previuda o su madre, y el sujeto fuera fatuo respecto a sus escritos, que la crítica alababa y a mí me parecían tontainas. Pero no quería enviarlo a buscar por la ciudad más calcetines ignominiosos que tampoco iban a arreglarle nada.
‘No vale la pena, Cortezo. ¿Por qué no recortas los rombos azules de unos y los marrones de otros y los empalmas? Haz un patchwork, como se dice en español ahora. Una obra de arte del remiendo.’
Tardaba en darse cuenta de que estaba bromeando.
‘Pero yo no sé hacer eso, María, ni siquiera sé coserme un botón, y además tengo mi cita dentro de una hora y media. Ah, ya. Tú me estás tomando el pelo.’
‘¿Yo? En absoluto. Pero es mejor que recurras a unos lisos, entonces. Azul marino, si los tienes, y en ese caso te aconsejo zapato negro.’ Al final lo ayudaba un poco, dentro de lo que cabía.
Ahora estaba de peor humor, y lo despachaba en seguida, con hastío y engaños algo malintencionados: si me decía que iba a asistir a un cocktailde la Embajada Francesa con un traje gris oscuro, le recomendaba sin vacilar unos calcetines verde Nilo y le aseguraba que esa era la última osadía y que todo el mundo quedaría admirado, lo cual no era del todo falso.
Tampoco me salía ser amable con otro novelista, que se firmaba Garay Fontina —así, dos apellidos sin nombre de pila, debía de creerlo original y enigmático, pero sonaba a árbitro de fútbol— y que consideraba que la editorial había de resolverle cualquier dificultad o contratiempo, aunque no tuviera la menor relación con sus libros. Nos pedía que le fuéramos a recoger a casa un abrigo y se lo lleváramos a la tintorería, que le mandáramos a un técnico informático o a unos pintores o que le buscáramos alojamiento en Trincomalee o en Batticaloa y le hiciéramos los preparativos de un viaje allí particular suyo, las vacaciones con su señora tiránica, que de vez en cuando nos llamaba o aparecía en persona y no pedía, sino que ordenaba. Mi jefe tenía en mucho a Garay Fontina y lo complacía a través de nosotros, no tanto porque éste vendiera muchos ejemplares cuanto porque le había hecho creer que lo invitaban a menudo a Estocolmo —yo sabía, por un azar, que iba allí por su cuenta siempre, a intrigar en el vacío y a respirar el aire— y que le iban a dar el Nobel, pese a que nadie lo había pedido para él públicamente, ni en España ni en ningún sitio. Ni en su ciudad natal siquiera, como suele ocurrir con tantos. Él lo daba por hecho, sin embargo, ante mi jefe y sus subordinados, que nos sonrojábamos al oírle frases como ‘Me dicen mis espías nórdicos que está al caer este año o el próximo’, o ‘Ya he memorizado en sueco lo que le soltaré a Carlos Gustavo en la ceremonia. Lo voy a hacer fosfatina, no habrá oído nada tan feroz en su vida, y encima en su lengua que nadie aprende’. ‘¿Y qué es, qué es?’, le preguntaba mi jefe con excitación anticipada. ‘Lo leerás en la prensa mundial al día siguiente’, le contestaba Garay Fontina con ufanía. ‘No habrá periódico que no lo recoja, y tendrán que traducirlo todos del sueco, hasta los de aquí, ¿no tiene gracia?’ (Me parecía envidiable vivir con tanta confianza en una meta, aunque ambas fueran ficticias, la meta y la confianza.) Yo procuraba ser muy diplomática con él, no me fuera a jugar el puesto, pero ahora me costaba indeciblemente, cuando me llamaba temprano con sus pretensiones desmesuradas.
‘María’, me dijo por teléfono una mañana, ‘necesito que me consigáis un par de gramos de cocaína, para una escena del nuevo libro. Que me los acerque alguien a casa lo antes posible, pero en todo caso antes de que anochezca. Quiero verle el color a la luz del día, no vaya luego a equivocarme.’
‘Pero, señor Garay...’
‘Garay Fontina, querida, mira que te lo tengo dicho; Garay a secas es casi cualquiera, en el País Vasco, en México y en la Argentina. Hasta podría ser un futbolista.’ Insistía tanto en eso que yo estaba convencida de que el segundo apellido era inventado (miré en la guía de Madrid un día y no figuraba ningún Fontina, tan sólo un tal Laurence Fontinoy, nombre aún más inverosímil, como de Cumbres borrascosas), o tal vez lo era la conjunción entera y se llamaba en realidad Gómez Gómez o García García o cualquier otra redundancia que lo ofendía. Si se trataba de un pseudónimo, cuando lo eligió seguramente ignoraba que Fontina es un tipo de queso italiano, no sé si de vaca o de cabra, que se hace en la Val d’Aosta, me parece, y que la gente se dedica a fundir más que a otra cosa. Pero bueno, al fin y al cabo también hay unos cacahuetes que se llaman Borges, no creo que eso lo hubiera perturbado.
‘Sí, señor Garay Fontina, perdone, es por abreviar un poco. Pero mire’, no pude evitar decirle, aunque no era lo principal ni mucho menos, ‘por el color no se preocupe. Ya le puedo asegurar yo que es blanca, con luz solar y con luz eléctrica, lo sabe casi todo el mundo. Sale mucho en las películas, ¿no vio las de Tarantino en su día? ¿O aquella otra de Al Pacino en la que se ponía montículos?’
‘Hasta ahí llego, querida María’, me respondió picado. ‘Vivo en este sucio planeta, aunque pueda no parecerlo cuando estoy creando. Pero haz el favor de no subestimarte, tú que no te limitas a fabricar libros, como tu compañera Beatriz y tantos otros, sino que además los lees, y con buen tino.’ Me decía cosas así de vez en cuando, supongo que para ganárseme: yo jamás le había dado una opinión sobre ninguna novela suya, para eso no me pagaban. ‘Lo que temo es no ser exacto con los adjetivos. Vamos a ver, ¿tú puedes precisarme si es de un blanco lechoso o de un blanco calcáreo? Y la textura. ¿Es más como tiza machacada o como azúcar? ¿Como sal, como harina o como polvos de talco? A ver, dime.’
Me vi envuelta en una discusión absurda y peligrosa, dada la susceptibilidad del inminente galardonado. Yo misma me había metido.
‘Es como cocaína, señor Garay Fontina. A estas alturas no hace falta describirla, porque quien no la ha probado la ha visto. Excepto la gente vieja, quizá, que de todas formas también la ha visto en la televisión mil veces.’
‘¿Me estás diciendo cómo tengo que escribir, María? ¿Si tengo que poner o no adjetivos? ¿Qué me toca describir y qué es superfluo? ¿Le estás dando lecciones a Garay Fontina?’
‘No, señor Fontina...’ Era incapaz de llamarlo cada vez por los dos apellidos, se tardaba siglos y la combinación no era sonora ni me gustaba. Que omitiera Garay no parecía molestarlo tanto.
‘Si yo os pido dos gramos de coca para hoy, será por algo. Será porque esta noche los va a necesitar el libro, y a vosotros os interesa que haya nuevo libro y que esté sin fallas, ¿no? Lo único que os toca hacer es conseguírmelos y enviármelos, no discutirme. ¿O es que tengo que hablar personalmente con Eugeni?’
Aquí ya me planté, con cierto riesgo, y me salió un catalanismo. Me los pegaba mi jefe, que era catalán de origen y los conservaba a mantas, pese a llevar en Madrid toda la vida. Si la exigencia de Garay llegaba a sus oídos, era capaz de lanzarnos a la calle a todos a pillar droga (a malos barrios y a poblados en los que se niegan a entrar los taxis), con tal de satisfacerlo. Se tomaba demasiado en serio a su autor más presuntuoso, es inconcebible cómo este tipo de gente convence a muchos de su valía, es un fenómeno universal enigmático.
‘¿Que nos toma por camellos, señor Fontina?’, le dije. ‘Nos está pidiendo que infrinjamos la ley, no sé si se da cuenta. La cocaína no se compra en los estancos, eso sí lo sabe, ni en el bar de la esquina. Y además dos gramos, para qué los quiere. ¿Tiene idea de lo que son dos gramos, cuántas rayas salen de ahí? A ver si se va a pasar con las dosis y tenemos una gran pérdida. Para su mujer y para la literatura. Podría darle a usted un ictus. O hacerse adicto y no pensar ya en otra cosa, ni escribir más ni nada, un despojo humano incapaz de viajar, no se pueden cruzar fronteras con droga. Qué le parece, al traste la ceremonia sueca y su impertinencia a Carlos Gustavo.’