Los corredores del Instituto estaban todavía en la semioscuridad. El profesor encontró el camino hasta el cuarto de Pankrat y llamó a la puerta, sin que, durante largo rato, obtuviese respuesta alguna. Por fin apareció Pankrat, vestido únicamente con unos calzoncillos largos atados a los tobillos. Sus ojos se abrieron mucho cuando distinguió al científico, aunque parpadeaban continuamente debido al sueño.

—Pankrat —dijo el profesor mirándole por encima de sus gafas—, perdóneme por haberle despertado. Escuche, amigo mío, no vaya a mi estudio esta mañana. He dejado allí trabajo y no quiero que se toque. ¿Entendido?

—Hum-m... comprendo —respondió Pankrat sin entender nada. Se balanceó y emitió un pequeño gruñido.

—No, escuche; despierte, Pankrat —dijo el zoólogo dándole un ligero empujón en las costillas, cosa que generó en la faz del otro una expresión atemorizada y una sombra de inteligencia a sus ojos—. He cerrado el estudio —continuó Persikov—. No vaya a limpiarlo antes de que yo vuelva, ¿me entiende?

—Sí, señor —farfulló Pankrat.

—Excelente Ahora, vuelva a dormir.

Pankrat dio media vuelta, desapareció tras la puerta e inmediatamente se desplomó sobre la cama. Mientras, el profesor empezaba a abrigarse en el vestíbulo del Instituto. Se puso su abrigo gris de entretiempo y su suave sombrero de fieltro Luego, recordando lo que había visto en el microscopio, fijó la vista en sus chanclos durante largo rato, como si fuera la primera vez que los veía. Acto seguido, y tras calzarse el chanclo del pie izquierdo, intentó ponerse el del derecho encima del que ya llevaba, pero no hubo forma de que le entrara.

—¡Qué fantástico accidente el que me llamase Ivanov! —dijo el científico—. De otra manera nunca lo habría advertido. Pero ¿qué es lo que representa? ¡Sólo el diablo sabe qué puede traer esto!

El profesor hizo una mueca; se miró los pies de soslayo, se quitó el chanclo izquierdo y se puso el del pie derecho.

—¡Santo Dios! Uno no puede ni imaginarse las consecuencias...

Tiró desdeñosamente el chanclo izquierdo, que le había estado irritando por negarse a entrar sobre el derecho, y se fue hacia la puerta llevando puesto uno solo. Se le cavó el pañuelo y salió a la calle cerrando la pesada puerta tras de sí.

El científico no encontró ni un alma en todo el trayecto hasta la catedral. Una vez allí, alzó la vista y la cúpula dorada le asombró. El sol la bañaba vistosa y alegremente por un lado.

—¿Cómo es que nunca hasta ahora la había visto? Qué extraña coincidencia. Maldita sea, qué loco.

El profesor se inclinó ligeramente y, a la vista de sus pies, calzados de distinta forma, se sumió en profundas vacilaciones.

«Hum... ¿Qué hacer ahora? Sería una lástima tirar el chanclo. Me lo llevaré», se dijo, al tiempo que se lo quitaba para transportarlo con mano escrupulosa.

Un pequeño y desvencijado coche dobló por la esquina de Prechistenka. Dentro iban tres hombres, al parecer bebidos, y una mujer, muy pintada, sobre las rodillas de uno de ellos, con pijama de seda, última moda, estilo 1928.

—¡Eh, papi! —gritó la mujer con voz ronca y cascada—. ¿En qué tasca dejaste el otro?

El profesor los miró con severidad por encima de sus gafas, pero al cabo de un momento ya no se acordaba de ellos.

2

LOS hechos se habían desarrollado así: Cuando el profesor llevó su inspirada mirada de genio sobre el ocular del microscopio, advirtió por primera vez en su vida la presencia de un rayo particularmente espeso y vivido en la muticoloreada espiral. El rayo era de un rojo encendido y emergía de la espiral por un pequeño punto del tamaño de una cabeza de alfiler. No había pasado de ser un golpe de suerte —mala— el que ese rayo llegase a captar la atención del virtuoso durante varios segundos.

En su interior, el profesor había intuido el signo de algo que era mil veces más significativo que el rayo en sí, frágil bioproducto accidental del movimiento de la lente y del espejo del microscopio. Gracias a que su asistente le había llamado, las amebas se habían quedado durante hora y media bajo la acción del mencionado rayo, y los resultados fueron los siguientes: mientras las amebas granulares que el rayo no alcanzaba estaban débiles y empezaban a mostrar signos de tumefacción, extraños fenómenos tenían lugar en el área iluminada por el fino hilo rojo. La zona encarnada se estremeció y vibró, y las grises y desmayadas amebas, estirando sus pseudópodos, alcanzaron el hilo y revivieron como por causa de un milagro. Alguna fuerza pareció infundirles energía vital. Se agitaron en enjambres luchando unas con otras por conseguir un sitio bajo el rayo. Entonces se desencadenó un frenético (ninguna otra palabra puede describirlo con propiedad) proceso de multiplicación. Desafiando las leyes que Persikov conocía como la palma de su mano, las amebas brotaban ante su vista con la velocidad del relámpago sin ningún respeto para con las citadas leves. Se separaban bajo el rayo y, dos segundos después cada parte se convertía en un nuevo y fresco organismo. En pocos instantes, esos organismos alcanzaban su completo desarrolle y madurez exclusivamente para, a su vez, producir nuevas generaciones.

El espacio rojo, y luego todo el disco estuvieron pronto superpoblados, y así sobrevino el inevitable forcejeo. Las amebas recién nacidas se atacaban furiosamente entre sí, y las que caían en la lucha eran desgarradas y engullidas sin tardanza por las demás participantes en aquel combate por la supervivencia La victoria fue para las mejores y más fuertes Y éstas eran terroríficas. Para empezar, tenían aproximadamente el doble del tamaño de las amebas ordinarias. En segundo lugar, se distinguían por una extraordinaria y aversiva acción. Sus movimientos eran, en efecto, rápidos, a la par que sus pseudópodos eran mucho más largos que lo normal, y se servían de ellos, sin exageración, como un pulpo lo hace de sus patas.

La tarde siguiente el profesor, pálido y encogido, estudiaba la nueva generación de amebas No había comido en todo el día y se mantenía sólo a base de los gruesos cigarros que él mismo se hacía uno tras otro. Al tercer día llegó a la fuente de energía: el rayo escarlata.

Al caer la tarde, mientras el gas silbaba levemente en el quemador y el tráfico se deslizaba ruidosamente sobre el pavimento del exterior, el profesor se dejaba caer sobre su silla giratoria, envenenado por el centésimo cigarrillo.

—Sí, ahora todo está claro —musitó Persikov—. El rayo las resucitó. Se trata de un nuevo rayo, nunca estudiado hasta ahora ni descubierto por nadie. Lo primero que hay que hacer es descubrir si esto sólo lo produce la luz eléctrica o si puede ser generado también por luz solar.

La respuesta a esta pregunta le fue dada en el curso de la noche siguiente. En efecto, habiendo conseguido tres rayos en tres microscopios distintos y sin haber podido obtener ninguno del sol, dijo en voz alta, aunque estaba solo:

—Tenemos que admitir que esto no existe en el espectro solar... Hum... En pocas palabras, concluimos que sólo puede ser obtenido de la luz eléctrica.

Tras contemplar amorosamente la lámpara de vidrio esmerilado que pendía del techo y estar un rato meditando profundamente, invitó por fin a Ivanov a su estudio. Le contó toda la historia y le enseñó las amebas.

El profesor asistente Ivanov quedó aturdido, completamente abrumado. Maldición, ¿cómo una cosa tan simple como esa delgada línea nadie la había advertido hasta entonces? ¿Nadie? Caramba, ¿ni siquiera él mismo?

—¡Pero mire, Vladimir Iriatievich —gritaba Tvanov con su horrorizado ojo pegado al ocular— mire lo que está ocurriendo! ¡Crecen ante mis ojos...! ¡Mire, fíjese..!

—Las he estado observando durante tres días —contestó Persikov, extasiado.

Los resultados de la conversación que se desarrolló entonces entre ambos científicos pueden resumirse como sigue: el profesor asistente se encargaría de construir una cámara con lentes y espejos capaces de producir un rayo de más envergadura y susceptible de ser proyectado fuera del microscopio. Ivanov esperaba que eso fuera sencillo, aunque, a decir verdad, estaba completamente seguro de ello. Obtendría el rayo. Vladimir Ipatievich no necesitaba ponerlo en duda. Luego quedaron en silencio.


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