Puede decirse en su caso que no cambió de amigos porque hubiera cambiado de suerte (literaria, económica), sino que profundizó en ellos; de esa larga relación con la amistad, que al principio contemplé de cerca, hay algunos símbolos mayores, entre otros: Blanca Porro, la azafata que está en el trasunto de Blanca vuela mañana, el pintor José Hernández y su mujer Sharon, en cuyas casas, en Madrid, en Málaga, halló siempre cobijo su esperanza, su desilusión y su alegría, y José María Alfaya, un hombre bondadoso, una especie de oso rojo y grande y cariñoso, que le puso música a su vida en numerosas tertulias, en multitud de juergas nocturnas en las que todos cantábamos como si acabáramos de nacer.

Ella era, en este caso, la acompañante principal, la que llevaba no sólo el ritmo sino el ánimo del ritmo. Ahí, en esas noches, en muchas de las cuales estaban también algunos de sus hermanos, Dulce era, exactamente, la voz cantante. Cantaba una versión peculiar, sensual, erótica, humorística, de Caperucita, y todos nos tronchábamos de la risa aunque la hubiéramos escuchado cien veces. Porque Dulce y Alfaya siempre la convertían en una novedad: por la expresión, por el ritmo, por la alegría.

Su manera de ser era la de la alegría.

Entraba ella y entraba la alegría en la vida.

En tiempos de mayor reposo, cuando ya notó ella que su voz era madura, presta para el salto narrativo, para contar la experiencia como si fuera un mundo, Dulce dejó a un lado (si puede decirse así) la poesía, no la cultivó tanto, y abordó la novela. Recuerdo como si fuera hoy el día en que eso ocurrió, cuando decidió que yaiba a ser una novelista. Se puso en una mesa, sola, en una esquina del salón de la casa, abrió un cuaderno largo, y empezó a escribir. Fue un día concreto, preciso, a una hora precisa que también está en mi memoria, la media tarde de un sábado. Al cabo de unas horas lo anunció: «Estoy escribiendo una novela». No quiso decirme el título, «ya lo verás»; fue Algún amor que no mate.

Perseveró, escribió con pasión, y con detenimiento, pero también en secreto; del mismo modo que no abrumaba a los amigos (al contrario de lo que hace tanta gente, yo incluido, con sus propios textos), ella debía de hablar de ello tan sólo con sus hermanas, y sin duda con Blanca Porro, que era su confidente diurna y nocturna, la mujer que hizo de la amistad con Dulce una de las bellas artes.

Un día, un 23 de abril, porque era la fiesta habitual del Rey con los escritores, fuimos juntos, Dulce y yo, al Palacio Real, y cuando acabó (al menos para nosotros) aquella reunión de escritores revoloteando en torno a sus majestades salimos a la calle pasando por los majestuosos pasadizos de la residencia oficial de los Reyes. En una de las escalinatas me encontré con Enrique Murillo, que entonces era editor, como yo mismo, y los presenté; entre ellos se produjo un flechazo literario, inmediato, y fue Murillo quien en seguida, esa misma noche, creo, animó a Dulce a convertirse en una escritora de su grupo, que entonces era Plaza y Janés.

Dulce se animó en seguida, ¡ella se animaba en seguida!, le envió su manuscrito a Murillo, y éste lo publicó casi inmediatamente; tuvo un éxito fulgurante, y le procuró a Dulce la felicidad que merecía, la felicidad literaria, una especie de plenitud que tanto se parece a lo que Truman Capote llamaba las plegarias atendidas. La vida le correspondía, le devolvía la alegría, y el fervor, que ella le había dado. La gente saludó el libro como una obra cálida, diferente, llena de ingenuidad, de calor y de gallardía; desde que abrías el libro, que estaba dedicado a «Ellos», advertías, a bocajarro, hasta qué punto Dulce estaba poblada de afecto, el que daba y el que esperaba: en la otradedicatoria, la que complementaba aquella general («Este libro está dedicado a Ellos»), estaban los nombres de todassus amigas, una a una, como si hubiera hecho un frontispicio de lo inolvidable, como si quisiera abrazar en una página a las personas que hacían posible que, cada día, su vida fuera la probabilidad de una fiesta. Y a ambas dedicatorias seguía una declaración de principios para la que contó con la complicidad de Oscar Wilde: «Porque todos los hombres matan lo que aman pero no todos mueren por ello».

No era una declaración baladí, ni estaba ahí porque Wilde fuera un buen bastón para cualquier explicación literaria; era una honda reflexión de Dulce Chacón, que sí podía dar la vida por aquello que amaba.

Aquel libro fue un punto de inflexión en su vida; lo escribió por necesidad pura, le salió del alma, lo abordó, además, con materiales puramente narrativos, sabía que ahí no tenía por qué servirse de artefactos poéticos, y visitó el amor y sus contrariedades con la pasión de quien sabe que la melancolía es (como dice Orhan Pamuk) «la fuente del entusiasmo», o por lo menos del entusiasmo literario.

El libro sorprendió porque Dulce Chacón lo abordaba con una madurez que no es común en los primeros libros, y porque disimuló, hasta los límites en que era posible, el latido autobiográfico, que parecería inevitable en cualquier novela primeriza. Pero lo cierto es que ella se aprovechó, por decirlo así, de la experiencia que contaba para explicar también la relación con los hombres, y describió con sabiduría poética, con hondura, el desdén de éstos hacia la ternura y hacia el amor; fabricó, además, con materiales puramente narrativos, novelescos, una novela conmovedora y extraña, de una densidad íntima que impregnaría luego ya toda su escritura de ficción.

Tampoco dejó que el impulso de la rabia (hacia los hombres, hacia sus desdenes) abortara el sentido del humor, y con todos esos materiales (los propios, los imaginados) construyó una fábula que también parecía un manifiesto en el que las mujeres declaran de dónde procede la culpa del final del amor, la destrucción de la ilusión, que es una forma de la armonía. A veces leíamos juntos unos versos de Pablo Neruda (la Oda a las cosas rotas), y le poníamos símbolos propios a lo que el chileno evocaba: «Las cosas rotas, las cosas que nadie rompe / pero se rompieron»... Dulce optó por la ficción pura, quizá porque así se sentía más libre, o, quizá también, porque de ese modo lo que podría haber sido la expresión dramática de una experiencia acababa como símbolo de la realidad que vivían y viven millones de mujeres. Una ficción total, pero encarnada, enraizada en la experiencia de un universo que ella contribuye a variar con la emoción de su literatura.

Ese libro fue una inauguración bellísima, trascendental, de su vida como narradora, y significó el principio de un cambio en su propia vida; hasta ese momento, en medio de su propia alegría, de su alegría natural, había tenido que luchar contra corriente, contra la corriente económica y laboral, pero Algún amor que no matele procuró éxito literario, reconocimiento, y le abrió perspectivas profesionales que acaso nunca soñó antes, aunque fuera de natural tan soñadora. Se hizo dramaturga, participó en debates y en coloquios, fue estandarte de manifestaciones de solidaridad, viajó, conoció otros mundos, voló, pero tuvo en la tierra un punto de referencia: la amistad, la sencillez, la vida.

Ese fue el impulso que marcó en seguida la escritura de Blanca vuela mañana, la novela en la que la pareja, y su destino fatal de fracaso, iba a ser (como en Háblame, musa, de aquel varón, el tercer tramo de esta Trilogía de la huida) el asunto, el revés y el derecho de la trama. Si en la primera era el hombre el origen del fracaso, por su falta de decisión y de ternura, en esta nueva entrega novelística de Dulce en Blanca vuela mañana, la que le dedicó a su amiga Blanca Porro, aborda la esperanza de la búsqueda de un amor nuevo, distinto, similar a las hermosas historias de amor que la protagonista ve a su alrededor. Se diría que ambas obras son concomitantes, o continuas, y es natural que así lo parezca o que así lo sea, no sólo porque las conduce la misma mano sino sobre todo porque las aborda idéntica experiencia, e idéntica esperanza, y parecida frustración. Es la novela de la ambición y de la entrega, y retrata a Dulce, a lo que quería de la vida, como narradora, como mujer y como poeta.


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