De aquí se fue rondando las nueve, y luego después ya no lo he vuelto a ver.

Le ofrecí aquel jergón junto a la lumbre, hasta que mi nieto vuelva del pastoreo han de pasar tres días lo menos, pero no quiso quedarse a dormir. Se tomó un tazón de caldo, y las migas con sardina ni las tocó. Mire, en el mismo plato las guardé para aprovecharlas hoy en la cena, ni las tocó. Se sentó allí, lo mismito que de chico, cuando mi difunta le enseñaba a leer y a escribir. Porque la única que sabía leer y escribir por aquel entonces era ella, ¿sabe usted? La única, en toda la aparcería.

No, hombre, eso de la escuela no se estilaba para nosotros. Le enseñó la señorita Eulalia cuando entró a servir en el cortijo. La señorita Eulalia, una hermana de la señora, que se salió de monja pero andaba todo el día rezando y en golpes de pecho. No, ahora que lo pienso, Eulalia no se llamaba. Eulalia se lo puso para entrar al convento. Pero ahora mismo no me viene cómo se llamaba de civil.

Cómo no va a importar, si cuando le enseñó a mi santa a reconocer las palabras se llamaba otra vez con su nombre verdadero, el que le pusieron en la pila. Importa, y mucho.

Lleva usted razón, cuando no lo busque, me vendrá. Así juega la memoria con los viejos, al escondite.

Total, que la señorita que iba para monja fue la que instruyó a mi Catalina. La misma que se llevó a la Felisa, de eso sí que me acuerdo.

Se llevó con ella a la mujer que la crió.

Al convento.

La Nina se arrebataba. Decía que la gente principal comete muchos desbarajustes, mira que llevarse a la criada al convento. Por ahí dicen que la señorita se enredó con el médico que la curó de una tuberculosis, ya próxima la guerra. Malas lenguas, y dos veces afiladas, porque en realidad no se curó nunca.

Yo creo que ésa es otra que vino para morirse. Pero antes de morirse, la señorita Aurora le enseñó a mi Catalina a leer y a escribir. Aurora. Ya he caído. Si para encontrar, no hay como dejar de buscar. Aurora se llamaba la señorita que iba para monja, que por eso cristianaron luego a la sobrina con ese nombre. Once años tenía la parienta cuando entró a servir en aquella casa y empezó a saberse las letras. Once años tenía, y ya lavaba las sábanas mejor que su madre.

Sí, sí, el hijo de la Isidora estuvo aquí un rato largo. Las primeras veces que se sentó en ese poyete ni siquiera le llegaban los pies al suelo; y hoy parecía que estuviera agachado, las rodillas le pasaban la cabeza cuando acercaba la boca al tazón de sopa. Con ese abrigo tan oscuro parecía una sombra doblada. El abrigo no quiso ni quitárselo.

Era un abrigo muy oscuro, de tan oscuro casi negro, pero no era negro.

Y los pantalones, oscuros también, sí señor, igualito que el tizón venía por dentro y por fuera.

No, señor comisario, maleta yo no le vi ninguna, con las manos en los bolsillos entró, y con las manos en los bolsillos se fue. Y bien heladas que las trajo, que me dio una palmada en la cara después de preguntarme si no lo reconocía. Pero se las debió de llevar calientes, porque agarró a conciencia el tazón entre las palmas; lo movía como quien amasa la harina, y se pasaba el borde por los labios tal que si lo besara.

Me figuro que vino a mí porque encontró su casa hecha un erial, y no sabría para dónde ir, y porque se acordaría de que las primeras palabras que escribió fueron su nombre y el mío. El solito los escribió, la Nina sólo le dijo las letras que tenía que poner y él las fue juntando. ¿Ya no se acuerda de mí señor Antonio?, me preguntó cuando le abrí la puerta de mi casa. Yo me lo quedé mirando fijo, con cara de pajarino espantado, y entonces me palmeó los carrillos muy afectuoso. Siempre fue un zalamero, por eso me extraña lo que refiere usted que ha pasado. «La señora Catalina, que es quien me escribe esta carta, te manda recuerdos, hijo, y el señor Antonio, que está a nuestra vera, dice que te diga que no olvides nunca su nombre», me soltó sin pensarlo el hijo de la Isidora. «Y yo, que soy la Catalina, y sin que tu madre me lo diga, te digo a ti que no le escribas tantos padecimientos, que con los de aquí ya tiene bastantes», y: «Señora Catalina: hágame el favor de leerle a mi señora madre todo lo que escribo, que la conozco, y sé que por ahorrarle penas le va a ahorrar usted muchas palabras.» Y claro que lo reconocí. Me eché a sus brazos y lo empujé para adentro. Después de enterarse de lo de sus padres, me preguntó por la Nina. Siempre he llegado demasiado temprano, me sentenció, o demasiado tarde, cuando le conté que hacía dos meses ya que era un alma de Dios.

Estaría bueno, señor comisario. ¿Cómo le iba a leer a esa madre todo lo que el pobre zagal le escribía? Pero si no le pasaban más que infortunios. La parienta me lo contaba a mí porque a alguien tenía que contárselo, pero a ella no se lo leía, no señor. ¿Quiere usted una sopita caliente?

Y arrímese a la lumbre, que está la tarde que congela al diablo.

Pues porque los señores no tenían hijos, por eso, y nada más que por eso se lo llevaron. Y no crea usted que estaban todos conformes, no, ni mucho menos. Doña Victoria se encaprichó de él nada más nacer. Le pidió a la madre que se lo regalara, y la madre se lo negó como es natural. La verdad es que la Isidora no fue muy avispada, porque servía en el cortijo y se llevaba al niño con ella para darle gusto a su señora. Y ya lo creo que le daba gusto, se lo encaramaba en brazos en cuanto llegaban, y no lo soltaba hasta que la Isidora se lo pedía para irse. Y pasaron los años, pero el capricho a la señora no se le pasó, qué va. Mi difunta decía que los antojos que doña Victoria no cumplía se le enquistaban de rabia. Y así le debió de pasar con éste. Ya le digo que la Isidora no tuvo ojos para esa avería. Y ha de pasar un perjuicio si no están los ojos para lo que tienen que estar, por fuerza.

¿Que qué pasó? Pues que dejó de llevárselo al cortijo. La señora no paró en mientes, y empezó por echarle en la cara a la Isidora que ella no tenía posibles para educar al crío. Pero la madre ya le había pedido a mi Catalina que le enseñara a leer y a escribir, y si la Nina había aprendido sin posibles todo lo que sabía, el niño también podía aprender sin posibles. Y pasó que la señora le dijo al señorito que se mudaba a la capital y que si no le conseguía a la criatura, se olvidara para siempre de ella. Así que se lo dijo, que lo escuchó mi difunta cuando acababa de restregar un mantel en la panera del patio de atrás.

La señora tiene en una mano las perras y en la otra le pone el marido todo lo que ella le pide. Ya lo creo que se salió con la suya. Nadie supo nunca lo que el señorito le dijo al Modesto. Nadie. Nunca. Pero un mal día, el padre le mandó a la madre que aviara a su hijo con la ropa de domingo, y se lo llevó al cortijo.

Muy sencillo, porque para ir a la capital había que pasar por la casa de la Isidora y nosotros estábamos allí, por eso lo vimos llorar. En el coche grande se lo llevaron, y cuando llegó junto por junto de la puerta, la Nina y yo agarramos a la Isidora para que no se tirara para afuera. El Modesto se sentó en cuanto que empezó a oírse el motor, y se quedó mirando al fogón con los ojos bajados. Nada más que la Isidora se puso a dar gritos, él se levantó, la miró, y no tuvo que decir palabra. La pobre mujer se soltó de nosotros, dejó de chillar, y fue ella la que se sentó al fogón con los ojos bajados. Mi difunta me hizo un quite para que nos fuéramos. Y cuando salimos, nos topamos de bruces con el coche. Iba despacio, muy despacio. La Nina y yo nos percatamos de que el Lorenzo, el chofer, rumiaba una tristeza que no quiso enseñarnos. Volvió la cara un momento hacia la puerta de la Isidora, pero un momento nada más, una pizca. El quebranto se le notaba en la espalda, ¿sabe usted?, porque no iba tieso, como era su costumbre. Y pudimos ver al señorito, sentado muy serio a la vera del Lorenzo, y a la señora en la parte de atrás, que nos miraba toda contenta con el niño en lo alto las piernas, y al niño llorando.


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