familias se demoraban en irse luego del pic-nic del domingo.
Es increíble cómo cambia todo.
La última vez era tan distinto; el río, los árboles, las piedras.
Me senté en una piedra a un par de metros del agua. Desde ahí con la vista en el río
parece que no hubiera nada más en el mundo, sólo la extensión marrón interminable y
yo.
Hay muchos que piensan que nuestro destino ya está escrito, que ninguna de nuestras
acciones es fruto del azar, que nada de lo que hagamos puede modificar nada. Me cuesta
creerlo.
Me cuesta creer que toda esta confusión es sólo producto del destino.
Me gustaría que mi todo volviera a estar en orden, tranquilo como hoy está el río.
No sentirme tironeado por obligaciones y deberes que no sé si son correctos.
Pero ¿qué es lo correcto? Indudablemente obedecer a mis padres. Ellos hacen lo mejor
por mí.
Aunque también habrán hecho lo mejor por Ezequiel, y ahora no están conformes con
él.
Ezequiel.
¿Por qué sentirme obligado a verlo? Siempre fue una referencia lejana, nunca estuvo
presente en mi vida, al menos la de los últimos años.El viento se levanta con fuerza, el río, antes quieto, ahora se agita y me moja los pies.
Vuelan hojas y ramas. Tengo que irme antes que llueva si no quiero empaparme.
Tal vez así sea mi destino. Calmas y tormentas.
XV
Toda esa semana, la anterior a mi cumpleaños, estuve ocupado con los preparativos de
la fiesta. Mariano me ayudó. Chequeó los invitados, nos acompañó a mi madre y a mí a
hacer las compras, se ofreció para ayudarnos a acomodar cuando se fueran todos, etc.
Su compañía en todo momento me alivió mucho, estaba con él en el colegio, en el club,
y en mi casa en mis ratos libres. Durante esa semana, entre la ansiedad del cumpleaños
y Mariano, logré sacarme de la cabeza a Ezequiel.
Llegó el sábado y con él la fiesta. Todo en orden.
—Hay comida como para un regimiento —dijo mi abuela al entrar en casa antes del
mediodía.
Ella siempre llegaba temprano a mis cumpleaños, se quedaba a dormir y se volvía al
campo temprano, la mañana siguiente.
La comida consistía en sandwiches de miga, salchichitas, empanadas, calentitos, chips,
dips; todo hecho por mi madre al igual que una enorme torta de chocolate, rellena con
dulce de leche, crema y merengue, decorada con frutillas.
El regimiento, que no era tal sino mis cuarenta invitados de todos los años, entre
compañeros del colegio y del club, además de los parientes de rigor, arrasó con todo.
Antes de la fiesta mi madre, al igual que en todas las reuniones anteriores que yo había
hecho, se deshizo en pedidos de cuidados fundamentalmente por sus plantas. Ella quería
que uno a uno, cuando llegaran les pidiera que tuvieran especial atención en no pisar
ninguna planta ni romperle las ramas al rosal, "se pueden lastimar con las espinas",
trataba de convencerme y de convencerse por su repentino interés por la salud de mis
amigos.
Obviamente que no hice ninguna indicación a nadie, el noventa por ciento de los
invitados vivían en casas con jardines y tenían madres. Sabían que un pétalo caído es
sinónimo de desmayo maternal.
La fiesta transcurrió sin ningún inconveniente, el parque resultó ileso, salvo que al
gordo Fernando, un compañero de rugby, se le cayó un vaso de coca-cola sobre el
parquet, lo que es sólo sinónimo de suspiro profundo.
Cuando se estaban yendo los primeros invitados llegó Ezequiel, que nunca había venido
a ninguno de mis cumpleaños anteriores, y caminó despacio entre las miradas deasombro de los parientes y las de curiosidad de mis amigos. Sólo la abuela lo miraba
divertida.
—Te... te perdiste la torta —le dije
—No importa. Feliz cumpleaños —me dijo—. Toma, es para vos.
Y me dio un paquete, lo abrí. Era un compact disc. De Dire Straits, "Brothers in arms".
—¿Hermanos en armas? —pregunté.
Me miró de arriba abajo y sonrió.
—No, Hermanos abrazados.
XVI
Cuando sólo quedaban los mayores y Mariano, puse el compact. Yo no sabía quiénes
eran los Dire Straits, nunca los había escuchado, Mariano sí. Mientras charlábamos de
otros temas que tenían y esas cosas, se acercó mi padre.
—Música moderna, je, je —dijo, para luego agregar—: ¿Qué buen regalo, no?
Mi padre no escuchaba jamás música cuyo compositor no hubiera muerto hacía por lo
menos cien años.
En casa no había rastros de otro tipo de música, ni jazz, ni tango, nada.
—A mí, creo que me gusta —le respondí.
—A mí también —agregó Mariano apoyándome.
—Ya se les va a pasar —afirmó mi padre dando por terminada la conversación.
No sé, no recuerdo qué otras cosas me regalaron aquel año, sólo recuerdo el compact.
No creo que eso sea importante. La memoria suele tender muchas trampas. Lo que sí es
seguro es que mi padre no quería que yo me acercara a Ezequiel.
Su nombre había sido tantas veces susurrado, tantas otras callado, que se había
convertido en un enigma, en un misterio. Eso siempre es atrayente.
El misterio. Desde los orígenes de nuestra cultura nos alimentamos del misterio, las
religiones de Occidente se basan en él. Están llenas de misterio, de cosas que son
inaccesibles a la razón y deben ser objetos de fe.
En un libro que leí a los diecisiete, pero que me hubiese gustado leer a los doce, dice
algo así como que el hombre necesita del misterio como del pan y el aire, necesita de las
casas embrujadas, de las personas innombrables, de las calles sin retorno que hay que
esquivar.
El misterio.
Ezequiel se acercó.
—¿Seguís siendo hincha de Racing?
—Sí.—Te invito a la cancha el próximo domingo.
* * *
Pasé todo el resto del domingo escuchando Dire Straits, pensando si ir o no a la cancha.
Me moría de ganas, pero ir significaba asumir de una vez por todas que éramos
hermanos para bien o para mal. Significaba que tal vez la confusión volvería. Mi abuela,
antes de irse, me había dicho que tenía que ir, que la pasaría bien, que mi padre no
pondría reparos. Yo no estaba tan seguro.
El lunes en el colegio Mariano estuvo toda la mañana repasando la fiesta como si
hubiese sido la suya, tal vez él la sentía así. Estábamos tanto tiempo juntos desde tantos
años atrás que algunos nos decían los mellizos. Y ante los demás mi cumpleaños era tan
importante como el suyo.Mariano trató por todos los medios de convencerme para ir conmigo a la cancha, pero
afortunadamente no lo logró.
A la tarde, en casa, mi padre me llamó para jugar al ajedrez. Esta vez logré hacerle un
poco más de fuerza y la partida fue más larga.
Al terminar llegó lo que yo estaba esperando.
—Me enteré de que tu hermano te invitó a ver un partido de fútbol —me dijo.
—Si, papá —contesté con mi habitual facilidad de palabra.
—Y vos querés ir —prosiguió.
—Me gustaría mucho.
—Vos sos un chico inteligente, no se te escapará que a esos lugares va cualquier clase
de gente —e hizo una especial entonación en las palabras "cualquier clase"—. Que
además suele haber peleas y mucha violencia.
—Pero, el domingo Racing juega con Platense, no va a pasar nada.
—Noto que ahora sos un especialista en fútbol, yo creí que tanto no te interesaba.
Bajé la vista. No sabía qué responder, nuestras discusiones siempre terminaban así, yo
hacía silencio y bajaba la vista, mi padre no volvía a hablar, luego de unos instantes se