Al llegar ese mediodía a su casa le extrañó ver la camioneta de su padre, quien a esa hora siempre estaba trabajando en la clínica. Entro por la puerta de la cocina, siempre sin llave, con la intención de comer algo, recoger su flauta y salir disparado de vuelta a la escuela. Echó una mirada a su alrededor y sólo vio los restos fosilizados de la pizza de la noche anterior. Resignado a pasar hambre, se dirigió a la nevera en busca de un vaso de leche. En ese instante escuchó el llanto. Al principio pensó que eran los gatitos de Nicole en el garaje, pero enseguida se dio cuenta que el ruido provenía de la habitación de sus padres. Sin ánimo de espiar, en forma casi automática, se aproximó y empujó suavemente la puerta entreabierta Lo que vio lo dejó paralizado.
Al centro de la pieza estaba su madre en camisa de dormir y descalza, sentada en un taburete, con la cara entre las manos, llorando. Su padre, de pie detrás de ella, empuñaba una antigua navaja de afeitar, que había pertenecido al abuelo. Largos mechones de cabello negro cubrían el suelo y los hombros frágiles de su madre, mientras su cráneo pelado brillaba como mármol en la luz pálida que se filtraba por la ventana.
Por unos segundos el muchacho permaneció helado de estupor, sin comprender la escena, sin saber qué significaba el cabello por el suelo, la cabeza afeitada o esa navaja en la mano de su padre brillando a milímetros del cuello inclinado de su madre. Cuando logró volver a sus sentidos, un grito terrible le subió desde los pies y una oleada de locura lo sacudió por completo. Se abalanzó contra John Coid, lanzándolo al suelo de un empujón. La navaja hizo un arco en el aire, pasó rozando su frente y se clavó de punta en el suelo. Su madre comenzó a llamarlo, tironeándolo de la ropa para separarlo, mientras él repartía golpes a ciegas, sin ver dónde caían.
– Está bien, hijo, cálmate, no pasa nada -suplicaba Lisa Coid sujetándolo con sus escasas fuerzas, mientras su padre se protegía la cabeza con los brazos. Por fin la voz de su madre penetró en su mente y se desinfló su ira en un instante, dando paso al desconcierto y el horror por lo que había hecho. Se puso de pie y retrocedió tambaleándose; luego echó a correr y se encerró en su pieza. Arrastró su escritorio y trancó la puerta, tapándose los oídos para no escuchar a sus padres llamándolo. Por largo rato permaneció apoyado contra la pared, con los ojos cerrados, tratando de controlar el huracán de sentimientos que lo sacudía hasta los huesos. Enseguida procedió a destrozar sistemáticamente todo lo que había en la habitación. Sacó los afiches de los muros y los desgarró uno por uno; cogió su bate de béisbol y arremetió contra los cuadros y videos; molió su colección de autos antiguos y aviones de la Primera Guerra Mundial; arrancó las páginas de sus libros; destripó con su navaja del ejército suizo el colchón y las almohadas; cortó a tijeretazos su ropa y las cobijas y por último pateó la lámpara hasta hacerla añicos. Llevó a cabo la destrucción sin prisa, con método, en silencio, como quien realiza una tarea fundamental, y sólo se detuvo cuando se le acabaron las fuerzas y no había nada más por romper. El suelo quedó cubierto de plumas y relleno de colchón, de vidrios, papeles, trapos y pedazos de juguetes. Aniquilado por las emociones y el esfuerzo, se echó en medio de aquel naufragio encogido como un caracol, con la cabeza en las rodillas, y lloró hasta quedarse dormido. Alexander Coid despertó horas más tarde con las voces de sus hermanas y tardó unos minutos en acordarse de lo sucedido. Quiso encender la luz, pero la lámpara estaba destrozada. Se aproximó a tientas a la puerta, tropezó y lanzó una maldición al sentir que su mano caía sobre un trozo de vidrio. No recordaba haber movido el escritorio y tuvo que empujarlo con todo el cuerpo para abrir la puerta. La luz del pasillo alumbró el campo de batalla en que estaba convertida su habitación y las caras asombradas de sus hermanas en el umbral.
– ¿Estás redecorando tu pieza, Alex? -se burló Andrea, mientras Nicole se tapaba la cara para ahogar la risa.
Alex les cerró la puerta en las narices y se sentó en el suelo a pensar, apretándose el corte de la mano con los dedos. La idea de morir desangrado le pareció tentadora, al menos se libraría de enfrentar a sus padres después de lo que había hecho, pero enseguida cambió de parecer. Debía lavarse la herida antes que se le infectara, decidió. Además ya empezaba a dolerle, debía ser un corte profundo, podía darle tétano… Salió con paso vacilante, a tientas porque apenas veía; sus lentes se perdieron en el desastre y tenía los ojos hinchados de llorar. Se asomó en la cocina, donde estaba el resto de la familia, incluso su madre, con un pañuelo de algodón atado en la cabeza, que le daba el aspecto de una refugiada.
– Lo lamento… -balbuceó Alex con la vista clavada en el suelo.
Lisa ahogó una exclamación al ver la camiseta manchada con sangre de su hijo, pero cuando su marido le hizo una seña cogió a las dos niñas por los brazos y se las llevó sin decir palabra. John Coid se aproximó a Alex para atender la mano herida.
– No sé lo que me pasó, papá… -murmuró el chico, sin atreverse a levantar la vista.
– Yo también tengo miedo, hijo.
– ¿Se va a morir la mamá? -preguntó Alex con un hilo de voz.
– No lo sé, Alexander. Pon la mano bajo el chorro de agua fría -le ordenó su padre.
John Coid lavó la sangre, examinó el corte y decidió inyectar un anestésico para quitar los vidrios y ponerle unos puntos. Alex, a quien la vista de sangre solía dar fatiga, esta vez soportó la curación sin un solo gesto, agradecido de tener un médico en la familia. Su padre le aplicó una crema desinfectante y le vendó la mano.
– De todos modos se le iba a caer el pelo a la mamá, ¿verdad? -preguntó el muchacho.
– Si, por la quimioterapia. Es preferible cortarlo de una vez que verlo caerse a puñados. Es lo de menos, hijo, volverá a crecerle. Siéntate, debemos hablar.
– Perdóname, papá… Voy a trabajar para reponer todo lo que rompí.
– Está bien, supongo que necesitabas desahogarte. No hablemos más de eso, hay otras cosas más importantes que debo decirte. Tendré que llevar a Lisa a un hospital en Texas, donde le harán un tratamiento largo y complicado. Es el único sitio donde pueden hacerlo.
– ¿Y con eso sanará? -preguntó ansioso el muchacho.
– Así lo espero, Alexander. Iré con ella, por supuesto. Habrá que cerrar esta casa por un tiempo.
– ¿Qué pasará con mis hermanas y conmigo?
– Andrea y Nicole irán a vivir con la abuela Carla. Tú irás donde mi madre -le explicó su padre.
– ¿Kate? ¡No quiero ir donde ella, papá! ¿Por qué no puedo ir con mis hermanas? Al menos la abuela Carla sabe cocinar…
– Tres niños son mucho trabajo para mi suegra.
– Tengo quince años, papá, edad de sobra para que al menos me preguntes mi opinión. No es justo que me mandes donde Kate como si yo fuera un paquete. Siempre es lo mismo, tú tomas las decisiones y yo tengo que aceptarlas. ¡Ya no soy un niño! -alegó Alex, furioso.
– A veces actúas como uno -replicó John Coid señalando el corte de la mano.
– Fue un accidente, a cualquiera le puede pasar. Me portaré bien donde Carla, te lo prometo.
– Sé que tus intenciones son buenas, hijo, pero a veces pierdes la cabeza.
– ¡Te dije que iba a pagar lo que rompí! -gritó Alexander, dando un puñetazo sobre la mesa.
– ¿Ves como pierdes el control? En todo caso, Alexander, esto nada tiene que ver con el destrozo de tu pieza. Estaba arreglado desde antes con mi suegra y mi madre. Ustedes tres tendrán que ir donde las abuelas, no hay otra solución. Tú viajarás a Nueva York dentro de un par de días -dijo su padre.
– ¿Solo?
– Solo. Me temo que de ahora en adelante deberás hacer muchas cosas solo. Llevarás tu pasaporte, porque creo que vas a iniciar una aventura con mi madre.
– ¿Dónde?