Es el Pijoaparte. Ha mandado a un chiquillo a por un paquete de “Chester” en el bar Delicias. Mientras espera se arregla el nudo de la corbata y los blancos puños de la camisa. Viste el mismo traje que la víspera, zapatos de verano, calados, y corbata y pañuelo del mismo color, azul pálido. Unas risas ahogadas le llegan por la espalda: tras él, en la esquina de la calle Pasteur, un grupo de muchachos de su edad le observa hablando por lo bajo. Cuando él se vuelve y les mira, las cabezas giran todas hacia un lado como por efecto de un golpe de viento.

Acaba de salir de su casa, que forma parte de un enjambre de barracas situadas bajo la última revuelta, en una plataforma colgada sobre la ciudad: desde la carretera, al acercarse, la sensación de caminar hacia el abismo dura lo que tarda la mirada en descubrir las casitas de ladrillo. Sus techos de uralita empastados de alquitrán están sembrados de piedras. Pintadas con tiernos colores, su altura sobrepasa apenas la cabeza de un hombre y están dispuestas en hileras que apuntan hacia el mar, formando callecitas de tierra limpia, barrida y regada con esmero. Algunas tienen pequeños patios donde crece una parra. Abajo, al fondo, la ciudad se estira hacia las inmensidades cerúleas del Mediterráneo bajo brumas y rumores sordos de industrial fatiga, asoman las botellas grises de la Sagrada Familia, las torres del Hospital de San Pablo y, más lejos, las negras agujas de la Catedral, el casco antiguo: un coágulo de sombras. El puerto y el horizonte del mar cierran el borroso panorama, y las torres metálicas del transbordador, la silueta agresiva de Montjuich. La casa del muchacho es la segunda de la hilera de la derecha, al borde de las últimas estribaciones de la colina. Vive con su hermano mayor y su cuñada y cuatro chiquillos endiablados. La casa fue del suegro, un viejo mecánico del Perchel, que llegó aquí con su hija en una de las primeras grandes oleadas migratorias de 1941, después de perder a su mujer y haber podido salvar los útiles de trabajo y algunos ahorros. Construyó la casita con sus manos y compró un pequeño cobertizo en lo alto de la carretera, entre una panadería y lo que hoy es el bar Pibe, convirtiéndolo en taller de reparación de bicicletas. Según todas las apariencias, el negocio no podía ir peor. El viejo murió después de ver casada a su hija, una rolliza delicuescente de mirada cálida y sumisa, y después de haberle enseñado el oficio a su yerno, natural de Ronda, que había conocido a la muchacha trabajando en unos autos de choque durante la Fiesta Mayor de Gracia. El rondeño heredó el modesto negocio y una sorpresa mayúscula: los ingresos no provenían en realidad del taller, sino de cierto individuo de aspecto distinguido y palabra fácil, eclesiástica, que en el barrio llamaban el Cardenal y que resultó ser el comprador de todas las motocicletas que un mozalbete prematuramente envejecido y taciturno del Guinardó llevaba al taller, siempre de noche; motos cuya procedencia y ulterior destino, después de desguazadas en el taller y una vez en manos del Cardenal, el viejo mecánico del Perchel reveló a su yerno el día antes de entregarle a su hija, con el risueño embarazo de quien ofrece un regalo de bodas evidentemente superior a sus medios. A trancas y barrancas, con períodos de inactividad que amenazaban el cierre del minúsculo taller, y otros de euforia (cuatro: de ellos nacieron los cuatro hijos) el negocio clandestino de las motocicletas robadas siguió adelante, aunque nunca produjo lo suficiente para que el mecánico y su familia pudieran cambiar de vivienda y de barrio. Eran tiempos difíciles. Otros golfos más o menos delicados y juncales (seleccionaba el Cardenal) fueron sucediéndose en las entregas cuando el del Guinardó emigró a Francia. Eran de barrios alejados y de grandes zonas suburbanas, de Verdum, de la Trinidad, de Torre Baró. Nunca hubo más de dos a la vez, el Cardenal no lo permitía. En el otoño de 1952, cuando el Pijoaparte se presentó inesperadamente en el Monte Carmelo, pidiendo hospitalidad a su hermano, el negocio tomó un impulso decisivo por motivos de pura seducción personal, a la cual el Cardenal era particularmente sensible. Pero todo esto no se vio claro hasta más adelante.

– Ahí tienes, Manolo -dijo una voz infantil a su lado.

Le dio al niño una rubia de propina y se guardó el paquete de “Chester”. Mientras bajaba por la ladera oía silbar y estallar en lo alto, en el límpido cielo azul de la tarde, los cohetes sobrantes de alguna verbena de la víspera.

A las seis estaba en el bar Escocés de la calle Mandri. No había casi nadie. Esperó a la muchacha durante tres horas. Deprimido y decepcionado, regresó a casa.

A mediados de septiembre de aquel mismo año, él y un compinche suyo, también del Carmelo, fueron a bañarse con dos muchachas a una playa situada cerca de Blanes. Era un domingo. Partieron muy de mañana, con las motocicletas y las cestas de la comida. Por vez primera en su vida, el Pijoaparte se concedía una aventura erótica con una chica del barrio, concesión inesperada y en la que sus amigos creían ver un principio de decadencia.

Abandonando la carretera general, cuatro kilómetros después de Blanes, se habían internado por un camino de carro que conducía a la playa cruzando una finca particular. Iban con el motor en ralentí, deslizándose suavemente sobre el polvo. El Pijoaparte no hizo caso del letrero que advertía: Camino particular. Prohibido el paso.

– ¡A la mierda con sus letreritos! -exclamó-. ¿Cómo diablos quieren que lleguemos a la playa? ¿En helicóptero?

– ¡Eso, eso!

Tras él, siguiéndole a cierta distancia, su amigo se reía por lo bajo. Se llamaba Bernardo Sans. Era un muchacho de corta estatura, fuerte, de ojos pequeños y perezosos materialmente pegados a una enorme nariz y con una mandíbula saliente y un poco torcida que daba a su rostro un aire bondadoso y tristón. El Sans admiraba a su amigo y se habría dejado matar por él. Era el séptimo hijo de un gitano catalán que se había hecho muy popular en Gracia esquilando caballos. La chica que llevaba en el asiento trasero era su novia, la Rosa, rechoncha y de piernas cortas, cara de luna y senos superdesarrollados.

El camino les condujo hasta la parte de atrás de una antigua Villa, enorme y silenciosa, y tuvieron que desviarse hacia la izquierda. Derribaron con las motos la valla que rodeaba un pinar y escogieron un sitio sombreado a poca distancia de la arena. Al principio, sus miradas se vieron constantemente atraídas por la gran Villa de ladrillo rojo que se alzaba majestuosa a unos doscientos metros, frente al mar, con las paredes cubiertas de yedra. Era una vieja edificación de principios de siglo, cuyas dos torres rematadas por conos pizarrosos le daban un aire de castillo medieval a pesar de algunas reformas; una terraza construida en uno de los flancos comunicaba con las rocas que se hincaban en el mar; en las rocas habían labrado unos escalones que conducían a un embarcadero, donde se veía un fuera-bordo amarrado.

Comprobaron que no eran los primeros en invadir aquella propiedad privada: la valla estaba rota y entre los pinos había restos de comida y envoltorios de papel sucios de aceite. Pero no se veía a nadie, y la misma excitación producida por la confusa idea de hallarse bajo la poderosa mano de algún feudo, les incitó, por pura expansión nerviosa, a derribar unos metros más de valla.

– ¡Collons, tú, no habría que dejar ni rastro! -decía el Sans.

El Pijoaparte guardaba silencio. Las muchachas, que ya se habían desnudado, consiguieron finalmente hacerles desistir de su obra destructora al echárseles encima riendo y reclamar con sus cuerpos una justa y merecida atención. Después de desayunar se bañaron, jugaron a la pelota y corrieron por la desierta playa. De vez en cuando la brisa les traía una música lejana, escapada sin duda de la Villa. El Pijoaparte se aburrió en seguida: vagaba por la orilla del mar o bien se internaba en el bosque, sin avisar, y no aparecía hasta el cabo de media hora. Contrarió su actitud, pero no extrañó: de un tiempo a esta parte se le veía fácilmente irritable y entregado a la reflexión. De cuando en cuando se tumbaba en la arena, apartado de todos, con las manos bajo la nuca.


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