Noviembre, 1949

Todavía conservo una viva imagen de la primera vez que vi al doctor Saito, por lo tanto confío plenamente en la precisión del recuerdo. Fue al día siguiente de instalarme en esta casa, hará dieciséis años. Era un día radiante de verano. Yo me encontraba fuera reparando la verja o arreglando algo en la entrada, no sé, y, cuando pasaba algún vecino, lo saludaba. Pero en un momento dado, tras haber estado un rato de espaldas al camino, me di cuenta de que había alguien detrás de mí, observando lo que hacía. Al volverme, vi que era un hombre más o menos de mi edad que miraba muy interesado el nombre que yo acababa de escribir encima de la puerta.

– Conque es usted el señor Ono -dijo-. Esto sí que es un honor. Es un verdadero honor tener en el vecindario a alguien de su categoría. También yo pertenezco al mundo del arte. Me llamo Saito, de la Universidad Imperial.

– ¿El doctor Saito? ¡Qué privilegio! He oído hablar mucho de usted, señor Saito.

Creo que seguimos conversando en la puerta durante un buen rato. En cualquier caso, recuerdo perfectamente que, aquel día, el doctor Saito hizo varias alusiones a mi obra y a mi carrera y, antes de proseguir su camino colina abajo, repitió:

«Es un honor tener en el barrio a alguien de su categoría», o algo parecido.

Después de aquel encuentro, el doctor Saito y yo nos saludábamos siempre muy respetuosamente cada vez que nos topábamos, aunque es verdad que hasta hoy, cuando los acontecimientos nos han acercado, raras veces nos parábamos a hablar largo y tendido. Ahora la claridad con que recuerdo aquel encuentro, y el hecho de que reconociera mi nombre en la puerta, son razones suficientes para convencerme de que Setsuko, mi hija mayor, se equivocaba durante su visita del mes pasado. Según ella, el doctor Saito ignoraba quién era yo hasta el año pasado, y sólo lo supo al iniciarse las negociaciones para el matrimonio.

El paseo que aquella mañana dimos juntos por el parque de Kawabe fue el único momento en que pude hablar con Setsuko. Su visita había sido muy breve. Además quiso quedarse en el apartamento que Noriko y Taro habían tomado en el barrio de Izumachi. No es sorprendente, por lo tanto, que repetidas veces haya pensado en nuestra conversación y algunas cosas que me dijo aquel día me irriten cada vez más.

No obstante, por aquel entonces, apenas me afectaron sus palabras. Recuerdo que me sentía muy alegre y feliz de estar de nuevo en compañía de mi hija, disfrutando de un paseo por el parque de Kawabe, donde no había estado desde hacía tiempo. De todo esto hará un mes. Como ustedes recordarán, hubo algunos días de sol, aunque ya empezaban a caer las hojas. Setsuko y yo bajábamos por la ancha avenida de árboles que transcurre por en medio del parque y, como aún nos quedaba mucho tiempo hasta la hora en que debíamos encontrarnos con Noriko e Ichiro bajo la estatua del emperador Taisho, caminamos tranquilamente contemplando el paisaje otoñal.

Convendrán ustedes conmigo en que el parque de Kawabe es el más agradable de la ciudad. Es verdad que después de haber cruzado todas las callejuelas abarrotadas de gente del barrio de Kawabe, produce un gran alivio encontrarse de pronto en una de esas anchas y largas avenidas cubiertas de árboles. Aunque si no conocen ustedes la ciudad ni la historia de este parque, lo mejor es que les explique por qué siempre he tenido tanto interés por el lugar.

Al bajar por las avenidas se ven entre los árboles manchas de hierba aisladas, no mucho mayores que patios de escuela, distribuidas indistintamente por el parque, como si los que lo proyectaron se hubiesen aturullado y lo hubiesen dejado todo sin terminar. En realidad, eso era más o menos lo que había ocurrido. Hace unos años, Akira Sugimura, cuya casa compré poco después de su muerte, tenía planes muy ambiciosos para el parque de Kawabe. Sé que hoy suena poco el nombre de Akira Sugimura, pero déjenme decirles que no hace tanto tiempo ese hombre era, sin lugar a dudas, uno de los más influyentes de la ciudad. Según he oído, llegó a tener cuatro casas y era casi imposible pasear por la ciudad sin dar con una tienda que no le perteneciera o al menos existiera gracias a él. Y en 1920 o 1921, en la cima de su éxito, decidió apostar gran parte de su fortuna en un proyecto que le permitiera dejar su impronta en la ciudad y en su gente. Pensó entonces convertir el parque de Kawabe (que por aquella época era un sitio lóbrego y abandonado) en el núcleo cultural de la ciudad. Su proyecto consistía no sólo en darle más terreno para que pudiese albergar nuevas zonas de descanso a disposición de la gente, sino en convertirlo también en el foco de varios centros culturales prestigiosos: un museo de ciencias naturales; un nuevo teatro de kabuki para la escuela de Takahashi, que acababa de perder sus locales en la calle de Shirahama a causa de un incendio; una sala de conciertos al estilo europeo, y, como idea algo excéntrica, un cementerio para los gatos y los perros de la ciudad. No recuerdo muy bien si había otros planes, pero de cualquier modo queda claro lo ambicioso del proyecto. Al darle más vitalidad al lado norte del río, Sugimura esperaba transformar el barrio de Kawabe, así como toda la vida cultural de la ciudad. Como ya he dicho, su proyecto no representaba más que los intentos de un hombre por grabar sus señas en el carácter de la ciudad.

Parecía que todo iba bien cuando de pronto surgieron dificultades económicas muy graves. No conozco los detalles, pero el caso es que los «centros culturales» no llegaron a construirse. El propio Sugimura perdió una importante suma de dinero y no volvió a recuperar su antigua reputación. Después de la guerra, el parque de Kawabe cayó en manos de las autoridades de la ciudad, que trazaron las avenidas cubiertas de árboles. Actualmente, del proyecto de Sugimura sólo quedan las manchas de hierba, donde extrañamente no se ve nada y sobre las que deberían erguirse los museos y teatros para los que fueron diseñadas.

Quizá ya les haya dicho que mi trato con la familia de Sugimura, después de comprarles la última casa donde él vivió, no fue precisamente el que mejor recuerdo pudo dejarme de ese hombre. No obstante, cada vez que paseo por el parque de Kawabe, pienso en Sugimura y en su proyecto, y debo confesar que empiezo a admirarle: un hombre que aspira a destacarse sobre todos los demás, a dejar a un lado la mediocridad y llegar a ser alguien, merece que se lo admire aunque al final fracase y su ambición lo deje en la ruina. Y no creo que Sugimura muriera desgraciado. Su fracaso fue muy diferente de los deshonrosos fracasos de la mayoría de la gente, y un hombre como él tenía que saberlo. Después de todo, es un consuelo y una gran satisfacción mirar hacia atrás y ver que sólo hemos fracasado en algo que otras personas no han pensado ni intentado llevar a cabo.

En fin, no pretendía explayarme sobre mi relación con Sugimura. Como iba diciendo, aquel día disfruté de mi paseo por el parque de Kawabe acompañado de Setsuko, a pesar de algunas de sus observaciones que no llegué a captar del todo hasta que, pasado un tiempo, volví a meditarlas. En cualquier caso, nuestra conversación terminó cuando, a mitad del camino y a poca distancia frente a nosotros, apareció de pronto la estatua del emperador Taisho, nuestro punto de encuentro con Noriko e Ichiro, según habíamos acordado.

Eché un vistazo a los bancos que rodeaban la estatua y de pronto oí la voz de un niño que gritaba:

– ¡Eh, Oji!

Ichiro corrió hacia mí con los brazos abiertos dispuesto a abrazarme pero, una vez frente a mí, se contuvo y, adoptando una expresión solemne, me alargó la mano para que se la estrechara.

– Buenos días -dijo profundamente serio.

– Ichiro, veo que te estás haciendo un hombre. ¿Qué edad tienes ahora?

– Ocho años, creo. Venga conmigo. Tengo que hablarle de algo.

Su madre y yo lo seguimos hasta el banco donde nos esperaba Noriko. La menor de mis hijas llevaba un vestido precioso que nunca le había visto.

– Estás radiante, Noriko -le dije-. Por lo que veo, en cuanto una hija deja a su familia, cambia totalmente de aspecto.

– Que una mujer se case no quiere decir que tenga que dejar de vestirse con elegancia -replicó Noriko, visiblemente halagada.

Si recuerdo bien, estuvimos un rato sentados bajo la estatua del emperador Taisho conversando. El motivo de darnos cita en el parque había sido que mis dos hijas querían comprar unas telas, de modo que habíamos convenido en que yo me llevaría a Ichiro a comer a unos grandes almacenes y, durante la tarde, le enseñaría el centro de la ciudad. Ichiro estaba impaciente por marcharse y mientras hablábamos no cesó de tirarme de la manga y decirme:

– Oji, déjelas que hablen. Nosotros tenemos otras cosas que hacer.

Llegamos a los grandes almacenes un poco más tarde de la hora habitual para comer. El restaurante no estaba, por lo tanto, muy concurrido. Ichiro se pasó bastante tiempo frente a las vitrinas sin decidirse por ningún plato y sólo al cabo de un rato se volvió y me dijo:

– Oji, ¿sabe qué es lo que me gusta comer ahora?

– No sé, Ichiro. ¿Pasteles? ¿Helados?

– ¡Espinacas! ¡Dan mucha fuerza! -Sacó pecho y me mostró los bíceps.

– Ya veo. Pues mira, ahí tienes el «Almuerzo Juvenil». Lleva espinacas.

– Pero eso es para niños.

– Será para niños, pero tiene muy buena pinta. Yo voy a pedirlo.

– Entonces yo también. Así comeremos lo mismo, Oji. Pero dígale al camarero que me ponga muchas espinacas.

– Muy bien, Ichiro.

– Oji, siempre que pueda, coma espinacas. Ya verá qué fuerte se pone.

Ichiro tomó asiento en una de las mesas junto a los ventanales y, mientras esperábamos la comida, se quedó con la cara pegada al cristal, contemplando el gentío que, cuatro pisos más abajo, recorría las calles. Desde la última vez que Setsuko había venido a casa, hacía un año, no había visto a Ichiro. Por motivos de salud no asistió a la boda, y me sorprendió ver lo mucho que había crecido en ese tiempo. Además de ser más alto, se mostraba también más sereno, menos infantil. Sus ojos, sobre todo, encerraban una mirada más adulta.

La verdad es que, observándolo aquel día con la cara pegada al cristal, me di cuenta del gran parecido que empezaba a tener con su padre. Tenía también rasgos de Setsuko, sobre todo los ademanes y gestos de la cara. Pero lo que más me impresionó fue ver la semejanza de Ichiro con mi propio hijo. Confieso que siento una extraña satisfacción al comprobar que los niños heredan rasgos de otros miembros de la familia aparte de sus padres, y lo que espero es que mi nieto conserve ese parecido cuando sea adulto.


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