Me acerqué al cuadro, lo destapé y lo volví hacia nosotros. El Tortuga desvió inmediatamente la mirada.

– Querido amigo -le dije-, una vez tuviste el valor de escucharme y juntos dimos un paso importante para nuestra carrera. Ahora me gustaría que dieras otro paso adelante conmigo.

El Tortuga seguía sin mirarme y dijo:

– Ono-san, ¿nuestro maestro ha visto esta pintura?

– No, todavía no. Pero creo que también tendré que enseñársela. A partir de ahora, voy a seguir este estilo. Tortuga, mira mi cuadro. Déjame que te explique lo que intento hacer y así quizá los dos juntos podamos dar otro paso importante.

Finalmente se volvió hacia mí.

– Ono-san -dijo casi susurrando-. Es usted un traidor, y ahora le ruego que me disculpe.

Dicho esto, salió del recinto.

El cuadro que tanto había escandalizado al Tortuga se llamaba Complacencia y, aunque no lo conservé mucho tiempo, le había dedicado tantos esfuerzos que todos los detalles quedaron grabados en mi memoria. Si quisiera, podría volver a pintarlo con toda precisión. Lo que me inspiró aquel cuadro fue una escena que había presenciado unas semanas antes, algo que había visto mientras paseaba con Matsuda.

íbamos a ver a un colega de Matsuda en la compañía Okada-Shingen, a quien quería presentarme. Fue a finales de verano. El calor fuerte ya había pasado, pero recuerdo que me costaba caminar a la velocidad de Matsuda y, cruzando el puente metálico de Nishizuru, aún me veo limpiándome el sudor de la frente, deseando que Matsuda aminorara el paso. Aquel día mi compañero vestía un elegante traje de verano y, como siempre, llevaba el sombrero algo inclinado. A pesar del ritmo que llevaba, sus pasos no daban la impresión de alguien que tuviera prisa y, cuando llegamos a mitad del puente y nos detuvimos, ni siquiera me pareció que tuviera calor.

– Desde aquí hay una vista interesante -observó-. ¿No te parece?

La vista era un amasijo de tejados, unos de amianto y todo tipo de chapas, y otros de uralita, encajados entre dos fábricas siniestras, una a la derecha y otra a la izquierda. La zona de Nishizuru todavía hoy sigue siendo un barrio pobre, pero en aquella época era aún peor. Cualquiera que al pasar por el puente hubiese echado un vistazo, habría pensado que se trataba de un barrio abandonado a medio derruir, de no ser por las numerosas y diminutas siluetas que, mirando con atención, se podían distinguir en movimiento de una casa a otra, como hormiguitas pululando entre las piedras.

– Mira ahí abajo, Ono -dijo Matsuda-. En esta ciudad cada vez hay más barrios así. Hace sólo dos o tres años el sitio no estaba tan mal, pero ahora se está convirtiendo en un barrio de chabolas. Cada vez hay más gente pobre que se ve obligada a dejar sus casas y el campo para venir a pasar necesidades a sitios como éste, donde ya viven otros en iguales condiciones.

– Es horrible -dije-, dan ganas de hacer algo. Matsuda me sonrió con ese aire de superioridad con el que siempre me hacía sentir estúpido e incómodo.

– Siempre las buenas intenciones -dijo mirando el paisaje-. Todos las tenemos, gente de toda condición, pero, mientras tanto, estos lugares se van extendiendo como una plaga. Respira hondo, Ono, hasta aquí llega el olor de las alcantarillas.

– Había notado que olía a algo, pero… ¿de verdad viene de ahí abajo?

Matsuda no respondió. Siguió contemplando toda aquella miseria con una extraña sonrisa en la cara. Luego dijo:

– Son raras las veces que un político o un hombre de negocios ve lugares así. Y si los ven es desde cierta distancia, como nosotros ahora. Me pregunto si habrá uno solo que haya pasado por ahí abajo y, ya que estamos, también me pregunto cuántos artistas habrán hecho lo mismo. Advertí su tono desafiante y le propuse:

– Si no llegamos tarde a la cita, no me importaría.

– Al contrario, incluso podríamos ahorrarnos uno o dos kilómetros.

Matsuda no se había equivocado al pensar que el olor procedía de las alcantarillas del barrio. Una vez que estuvimos a los pies del puente y nos adentramos por las callejuelas, el hedor se fue haciendo más intenso, casi nauseabundo. No corría brisa alguna que pudiese combatir el calor. En el aire sólo se movían las moscas con un zumbido constante. Una vez más, tuve que esforzarme por seguir el paso de Matsuda, aunque no tenía el menor deseo de que lo aminorase.

A nuestro lado se sucedían extrañas construcciones, como los puestos de un mercado que hubiese cerrado aquel día, pero en realidad eran casas de una sola habitación, algunas separadas de la calle sólo por una cortina. De vez en cuando había viejos sentados a la puerta, que nos miraban curiosos pero no de un modo hostil. Había niños por todas partes, moviéndose en todas direcciones; los gatos se diría que nos salían de los pies a toda velocidad. Sin dejar de andar, íbamos esquivando las sábanas y la ropa que colgaba de simples pedazos de cuerda. Se oía llorar a los niños, ladrar a los perros y las voces de los vecinos que conversaban entre sí desde sus respectivas casas sin correr la cortina. Al cabo de un rato, mi atención se centró sobre todo en las acequias del alcantarillado que transcurrían paralelas al camino por donde íbamos andando. Sólo las moscas las cubrían y, al tiempo que seguía a Matsuda, me fue invadiendo la sensación de que las acequias se estrechaban cada vez más hasta convertirse en un tronco caído sobre el que nos aventurábamos.

Al final llegamos a una especie de patio, donde el camino se veía interrumpido por una aglomeración de cabanas miserables. Sin embargo, Matsuda señaló un hueco que quedaba libre entre dos cabanas por donde se veía el campo abierto.

– Si cortamos por ahí -dijo-, salimos detrás de la calle de Kogane.

Cerca del pasaje que Matsuda señalaba, tres muchachos estaban inclinados sobre algo que había en el suelo y que empujaban con unos palos. Al acercarnos, se volvieron bruscamente con gesto amenazante y, aunque no veía nada, algo me decía que estaban torturando a un animal. Matsuda debió llegar a la misma conclusión, porque al pasar junto a ellos me dijo:

– En fin, no tienen con qué divertirse.

En aquel momento apenas pensé en los muchachos, pero unos días después la imagen de los tres niños que nos miraban con gesto amenazante, levantando los palos entre aquella miseria, acudió a mí con toda precisión de detalles, y la utilicé como tema central de Complacencia. Sin embargo, debo decir que la imagen que aquella mañana el Tortuga captó furtivamente de mi cuadro, todavía inacabado, era infiel en un par de cosas a la imagen real de los tres niños. Vestían los mismos harapos y el fondo, la mísera cabana, era también el mismo. Sólo el gesto había cambiado, ya no era la mirada amenazante de tres criminales de corta edad sorprendidos en plena faena, era el gesto viril de tres samurais listos para la lucha. Y no es ninguna coincidencia que los plasmara sujetando los palos en las posturas clásicas del kendo.

Encima de la cabeza de los tres muchachos, el Tortuga también tuvo que atisbar una segunda imagen. Tres hombres gruesos, bien vestidos, cómodamente sentados en un café. Aparecían riéndose, con unos rostros algo decadentes, como si estuviesen gastando bromas sobre sus amantes o algo por el estilo. Las dos imágenes quedaban encerradas en un mismo marco, los contornos del archipiélago nipón. En el margen derecho, en letras rojas, se leía «Complacencia» y en el izquierdo, en letras más pequeñas, «Pero los jóvenes están dispuestos a defender su dignidad».

Es posible que la descripción de una obra tan simple les diga algo, sobre todo si conocen ustedes mi cuadro Mirada hacia el horizonte. Fue una imagen muy conocida por los años treinta en toda la ciudad. En realidad, Mirada hacia el horizonte era una reelaboración de Complacencia, con las diferencias propias de la evolución lógica de mi estilo entre uno y otro cuadro. Recordarán ustedes que esta última obra también presentaba el contraste de dos imágenes superpuestas unidas por el contorno de Japón. La imagen superior seguía siendo la de los tres hombres bien vestidos conversando entre ellos, esta vez con expresión nerviosa, mirándose unos a otros para ver quién toma la iniciativa. Sus caras, ya lo saben ustedes, eran parecidas a las de tres importantes políticos. En cuanto a la imagen inferior, la dominante, los tres pordioseros habían sido sustituidos por tres soldados de rostro severo: dos con bayonetas, flanqueando al oficial del centro, que empuña su espada señalando en dirección al oeste, hacia Asia. Detrás ya no aparecía un fondo de miseria sino la bandera militar del sol naciente. La palabra «Complacencia» del margen derecho había sido reemplazada por «Mirada hacia el horizonte». El mensaje de la izquierda era: «Basta de palabras cobardes, Japón debe seguir adelante.»

Si no conocen ustedes la ciudad es posible que nunca hayan visto esta obra, pero no exagero si digo que la mayoría de la gente que vivió en este lugar antes de la guerra conoció el cuadro, en aquella época muy elogiado, en primer lugar, por la fuerza de su técnica, pero, sobre todo, por la fuerza del color. Ya sé que ahora Mirada hacia el horizonte, a pesar de sus valores artísticos, es un cuadro desfasado. Reconozco incluso que es un cuadro vergonzoso por los sentimientos que refleja. No soy de los que temen reconocer los errores de épocas pasadas.

Pero en fin, no pretendo hablarles de Mirada hacia el horizonte .

Sólo lo he mencionado por su relación con el cuadro anterior y para dejar bien clara la influencia que Matsuda tuvo posteriormente en mi carrera. Había empezado a ver regularmente a Matsuda unas semanas antes de encontrarme con el Tortuga en la cocina, la mañana de su descubrimiento. Una prueba de lo mucho que me atraían sus ideas, es que lo vela con frecuencia y, que yo recuerde, al principio no había sentido hacia él ninguna simpatía. Nuestras primeras conversaciones siempre habían acabado en riñas. Una noche, por ejemplo, poco después de haberlo seguido por entre las míseras calles de Nishizuru, me llevó a un bar del centro de la ciudad. No recuerdo el nombre del bar ni la zona, pero recuerdo que era un lugar sucio y oscuro, frecuentado por los peores estratos de la ciudad. Apenas entramos me sentí intranquilo. Matsuda, en cambio, estaba como en su casa e incluso saludó a dos hombres que jugaban a las cartas antes de llevarme a un reservado donde había una mesita libre.

Mi intranquilidad fue en aumento cuando unos minutos más tarde dos hombres, de aspecto recio y bastante borrachos, se acercaron hasta nuestro reservado dando traspiés, buscando conversación. Matsuda se limitó a decirles que se fueran. Yo pensé que habría problemas, pero al parecer mi compañero los desconcertó de tal modo que se alejaron sin rechistar.


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