Era una soleada tarde de primavera. Me dirigí a la casa de campo de Mori-san recorriendo los accidentados senderos que cruzaban el bosque. Caminaba despacio, con el placer de volver a hacer un camino que conocía muy bien, pensando constantemente en la sensación que me produciría verme de nuevo cara a cara con Mori-san. ¿Me recibiría como a un invitado de honor o se mostraría frío y distante como durante los últimos días de mi estancia en su casa? También era posible que me tratara como me había tratado siempre cuando era su discípulo preferido, es decir, que fingiese desconocer que la situación había cambiado. Esta última actitud era para mí la más probable y recuerdo que no dejaba de pensar en cómo debía comportarme. Decidí olvidarme de antiguas costumbres, no le llamaría Sensei, me dirigiría a él como quien se dirige a un colega. Y si se negaba a reconocer mi nueva posición, con una sonrisa amistosa le diría algo así: «Como ve, Mori-san, no he tenido que ponerme a ilustrar revistas como usted se temía.»

Al final llegué a la altura del sendero desde donde se divisa la hondonada de árboles entre los cuales se levanta la casa. Como solía hacer en otros tiempos, me detuve a admirar el paisaje. Corría una brisa fresca y los árboles de la hondonada se balanceaban suavemente. De pronto me hice la pregunta de si habrían restaurado la casa, pero, a aquella distancia, me era imposible averiguarlo.

Pasado un rato me senté entre los hierbajos que crecían al borde del sendero y seguí mirando la casa de Mori-san. Saqué las naranjas que llevaba en la bolsa, compradas en un puesto cerca de la estación, y, una a una, empecé a comérmelas. En esos momentos, mientras las saboreaba mirando la casa, empezó a invadirme ese sentimiento profundo de triunfo y satisfacción, sentimiento difícil de expresar, muy diferente del entusiasmo que uno siente con los pequeños logros y, como he dicho, muy diferente también de lo que sentí en el Migi-Hidari después de recibir el premio. En esos momentos, experimentaba esa profunda felicidad que proporcionaba saber que el trabajo realizado, los momentos de duda y, en fin, todos los esfuerzos que uno ha hecho en la vida han valido la pena; que el resultado es realmente valioso y único. Aquel día no me acerqué a la casa. Me quedé allí sentado, profundamente satisfecho, alrededor de una hora, comiéndome las naranjas.

No creo que haya mucha gente que sepa lo que es ese sentimiento. Por lejos que llegue gente competente e inofensiva como el Tortuga o Shintaro, nunca conocerá la felicidad que experimenté yo aquel día. Gente como ellos ignora lo que es luchar contra la mediocridad arriesgándolo todo.

El caso de Matsuda, en cambio, es diferente. Aunque discutíamos muy a menudo, enfocábamos la vida desde el mismo ángulo, y estoy seguro de que también él habría rememorado momentos parecidos al que he descrito. Estoy seguro de que la última vez que hablamos, cuando me dijo con una gran sonrisa: «Nosotros al menos creíamos en lo que hacíamos, y poníamos todo nuestro empeño en ello», se planteaba lo mismo que yo. Naturalmente, puede ocurrir que, con el paso de los años, ya no valoremos nuestros actos del mismo modo, pero, aun así, siempre es un consuelo saber que en la vida hemos tenido uno o dos momentos de satisfacción como el que sentí aquel día en lo alto del sendero.

Ayer por la mañana, después de quedarme un rato en el Puente de las Vacilaciones pensando en Matsuda, seguí mi paseo hasta el barrio que en otros tiempos acogiera nuestra vida nocturna. Es una zona que casi resulta irreconocible por la cantidad de edificios nuevos que han construido. La callejuela que antes cruzaba el barrio, siempre abarrotada de gente bajo las banderolas de los distintos establecimientos, es ahora una carretera bastante ancha por donde sólo pasan camiones, y en el sitio donde estaba el bar de la señora Kawakami han levantado un bloque de oficinas de cuatro pisos con la fachada de cristal. Todos los edificios de la zona son más o menos de ese tipo y, durante el día, oficinistas, repartidores y mensajeros entran y salen constantemente. Para encontrar algún bar hay que ir hasta Furukawa. De antes apenas queda algún pedazo de cerca o algún árbol que sólo constituyen una nota discordante, ajena al resto del lugar.

Donde estaba el Migi-Hidari hay ahora un patio adonde dan unas cuantas oficinas situadas a espaldas de la carretera. Una parte del patio sirve de aparcamiento para ciertos empleados de categoría, pero el resto no es más que un gran espacio asfaltado con unos cuantos arbolitos dispersos. En la parte de delante, frente a la carretera, hay un banco como los que se ven en los parques. ¿Con qué objetivo lo han puesto? No lo sé, porque la verdad es que con todas esas personas atareadas que siempre pasan por aquí, nunca he visto ninguna que se siente a descansar. El caso es que me gusta pensar que el banco está situado más o menos en el mismo sitio que la mesa que teníamos en el Migi-Hidari, y por eso de vez en cuando suelo ocuparlo. Quizá no sea un banco público. De todas formas está cerca de la acera y nadie me ha dicho nunca nada. Ayer por la mañana volví a sentarme y, al suave resplandor del sol, me quedé un rato observando lo que ocurría a mi alrededor.

Debía de faltar poco para la hora de la comida, porque la acera de enfrente se empezaba a llenar de empleados vestidos con camisas de un blanco reluciente. Salían del edificio de cristal emplazado en el mismo lugar donde estuvo el bar de la señora Kawakami. Observé a aquellos jóvenes, sorprendido por su entusiasmo y buen humor. En un momento dado, dos muchachos que salían se detuvieron a hablar con otro que entraba. Se quedaron en. los escalones de entrada, los tres riéndose entre los destellos del cristal. Uno de ellos, el que veía con más claridad, era el que más se reía, con esa cara de inocencia propia de los niños. Luego se separaron con paso resuelto y cada uno siguió su camino.

Mientras sentado en el. banco observaba a aquellos empleados, también a mí me dio por reírme. Es natural que a veces, cuando recuerdo las luces de los bares brillantemente iluminados y toda aquella gente que se apiñaba bajo las lámparas, riéndose, quizá un poco más escandalosamente que estos jóvenes que vi ayer, pero con la misma inocencia, sienta cierta nostalgia del pasado y añore nuestro antiguo barrio tal como era. Sin embargo, ver cómo se ha reconstruido nuestra ciudad y lo deprisa que se ha recuperado, me llena de satisfacción. Parece que, a pesar de los errores cometidos, nuestro país puede todavía enmendar su destino. A estos jóvenes, por lo tanto, no nos queda más que desearles lo mejor.


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