Algunos clientes nuevos que había aquella noche le miraron con un gesto de desaprobación. Cuando la señora Kawakami, siempre preocupaba por su negocio, se dirigió a él y en voz baja le hizo saber la suerte que había corrido el general, Shintaro soltó una carcajada:
– Realmente, Obasan -dijo en voz alta-, algunas de sus bromas son el colmo.
En esta clase de asuntos, la ignorancia de Shintaro es con frecuencia notable pero, como he dicho, digna de admiración. Deberíamos agradecer que todavía queden personas libres del cinismo que reina en nuestros días. Y de hecho, es seguramente esta característica de Shintaro, esta impresión que da de seguir intacto y de que nada lo ha corrompido, lo que me ha llevado en el transcurso de estos últimos años a apreciar cada vez más su compañía.
En cuanto a la señora Kawakami, aunque hace lo posible por no caer en el estado de ánimo general, es innegable que los años de guerra la han envejecido de manera notable. Antes de la contienda aún pasaba por una «mujer joven», pero desde entonces parece como si algo dentro de ella se hubiera quebrado, hundido. No es sorprendente si pensamos en todos los seres queridos que ha perdido en la guerra. Llevar su negocio también le resulta cada día más difícil. Debe costarle creer que se encuentra en el mismo barrio en el que hará dieciséis o diecisiete años abrió su pequeño local porque, a decir verdad, de nuestro antiguo barrio de vida nocturna ya no queda nada. Todos aquellos que le hacían la competencia han cerrado y se han marchado, y más de una vez la señora Kawakami debe haberse planteado hacer lo mismo.
Sin embargo, el día que abrió su negocio era tal la concentración de bares y casas de comidas que, según recuerdo, había quien dudaba que el local sobreviviese mucho tiempo. En verdad apenas se podía caminar por ninguna callejuela sin rozar las numerosas banderolas de tela que pendían por todos lados, sobresaliendo de las fachadas de las tiendas y anunciando con alegres inscripciones los atractivos de sus respectivos establecimientos. Pero por aquel entonces, como había clientela suficiente, bares y restaurantes, por numerosos que fuesen, prosperaban. Por las noches, sobre todo si la temperatura era agradable, toda esta parte de la ciudad se llenaba de gente deambulando de un bar a otro, o simplemente parada y charlando en medio de la calle. Los coches no se atrevían a circular por la zona, e incluso las bicicletas tenían que ser empujadas a pie por entre la despreocupada multitud de peatones.
He dicho «nuestro barrio de vida nocturna», pero en realidad no era más que un lugar donde beber, comer y charlar. Las auténticas zonas de vida nocturna, las casas de geishas y los teatros, estaban en el centro de la ciudad. Yo siempre he preferido nuestro barrio. Atraía a una muchedumbre animada y al mismo tiempo respetable, gente en su mayoría como nosotros -artistas y escritores seducidos por la idea de conversar animadamente hasta bien entrada la noche-. Mi círculo frecuentaba un local llamado Migi-Hidari, situado en una plazuela pavimentada formada por el cruce de tres callejuelas. El Migi-Hidari, a diferencia de los locales próximos, era un gran recinto de dos plantas con un buen número de camareras vestidas tanto al estilo tradicional como al occidental. Aunque modestamente, había contribuido a que el Migi-Hidari sobresaliese entre sus competidores y, en agradecimiento, nuestro grupo disfrutaba de una mesa en una esquina, reservada sólo para nosotros. Los que conmigo bebían eran, en efecto, la élite de mi escuela: Kuroda, Murasaki, Tanaka, jóvenes brillantes cuya reputación iba en aumento. Todos gustaban de la conversación y aún guardo el recuerdo de los muchos debates apasionados que celebramos alrededor de aquella mesa.
Debo decir que Shintaro nunca formó parte de aquel grupo de elegidos. Yo lo habría admitido desde un principio, pero entre mis alumnos había un profundo sentido de la jerarquía y consideraban a Shintaro un personaje secundario. Recuerdo que una noche, poco después de que Shintaro y su hermano vinieran a hacerme aquella visita, hablé en nuestra mesa del episodio. A Kuroda y a sus amigos les pareció muy cómico el excesivo agradecimiento que los hermanos me habían manifestado por un «simple cargo de chupatintas». Entonces, en medio de un silencio solemne, todos me escucharon exponer mi idea de que la fama y una buena posición pueden ser el premio de alguien que no ha hecho más que consagrarse a su trabajo, no por alcanzarlas, sino simplemente por el placer de cumplir con su obligación lo mejor posible. En ese momento, uno de ellos -sin duda Kuroda- se inclinó hacia adelante y dijo:
– Desde hace algún tiempo sospecho que Sensei no es consciente del prestigio que tiene en esta ciudad. El ejemplo que nos acaba de citar lo demuestra. Su fama rebasa ya el mundo del arte y abarca todas las esferas. Es algo que Sensei ignora, lo cual es muy típico de su naturaleza modesta, como también es típico que le sorprenda saberse estimado. A los aquí presentes no nos sorprende en absoluto. Y es más, sólo nosotros sabemos que el profundo respeto que el gran público siente por él, no es tanto como el que se merece. A mí, personalmente, no me cabe la menor duda de que su reputación irá aumentando y, dentro de unos años, nuestro mayor orgullo será decir a los cuatro vientos que un día fuimos discípulos de Masuji Ono.
Ahora bien, nada de esto era extraordinario. A cierta hora de la noche, cuando todos estábamos un poco bebidos, era habitual que mis protegidos (y sobre todo Kuroda, a quien se consideraba portavoz del grupo) se pusieran a hacer declaraciones de fidelidad a mi persona. Como es natural, por lo general no les hacía ningún caso, pero aquella vez, como cuando Shintaro y su hermano se habían quedado en la entrada de mi casa deshaciéndose en sonrisas y reverencias, me sentí profundamente satisfecho.
No vayan a pensar que sólo simpatizaba con mis mejores alumnos. De hecho, creo que la primera vez que puse los pies en el bar de la señora Kawakami fue porque quería pasar la tarde hablando con Shintaro. Cuando intento rememorar aquella tarde advierto que mis recuerdos se funden con las imágenes y los sonidos de otras veladas, los farolillos colgados de las puertas, las risas de la gente apiñada fuera del Migi-Hidari, el olor de las fritadas, alguna camarera convenciendo a un cliente de que volviese con su esposa y, procedente de todas direcciones, el eco de las sandalias de madera al taconear sobre el cemento. Era una cálida noche de verano, de eso me acuerdo, y como no encontré a Shintaro en los locales que él frecuentaba, anduve de aquí para allá. A pesar de la competencia que había entre los establecimientos, reinaba en la zona cierto espíritu de vecindad, y cuando en uno de los bares pregunté por Shintaro, una camarera me aconsejó, sin ningún resentimiento, que lo buscara en el «sitio nuevo».
La señora Kawakami podrá hablar de los cambios, «arreglitos», como ella dice, que ha ido haciendo durante estos años; sin embargo, para mí, su establecimiento sigue teniendo el mismo aspecto que tenía aquella primera noche. Algo que llama la atención apenas se entra es el contraste entre el mostrador, bien iluminado por la luz cálida de unas lámparas bajas, y el resto de la sala, sumido en sombras. La mayoría de los clientes prefieren sentarse a la barra, a plena luz, de modo que el resto del local tiene un aire íntimo y acogedor. Recuerdo el placer que me produjo descubrir un sitio semejante, y hoy, a pesar de todas las modificaciones que ha sufrido su entorno, el sitio sigue siendo igual de agradable.
Es lo único que no ha cambiado. Cuando se sale del bar de la señora Kawakami, no es difícil llegar a pensar si no habrá uno estado bebiendo en algún rincón perdido del mundo, porque fuera, a su alrededor, no hay más que un desierto de ruinas y escombros, y sólo unos pocos edificios que se levantan detrás, a lo lejos, nos advierten que el local no dista mucho del centro de la ciudad. Son «los desastres de la guerra», dice la señora Kawakami, aunque yo recuerdo haber paseado por la zona poco después de la rendición y haber visto muchos edificios aún en pie, entre ellos el Migi-Hidari, que tenía las ventanas arrancadas y el tejado medio hundido. Recuerdo que caminé entre aquellos edificios destrozados, preguntándome si recobrarían la vida algún día. Y una mañana en que volví a pasar por allí, las excavadoras lo habían derribado todo.
Por eso ahora en la calle no hay más que escombros. No cabe duda de que las autoridades locales tendrán sus proyectos, pero el caso es que aquello sigue igual desde hace tres años. La lluvia va formando charcos pequeños, y el agua se estanca entre los ladrillos rotos. La señora Kawakami se ha visto obligada a instalar mosquiteras en las ventanas, cosa que, como ella dice, no es lo más propicio para atraer clientes.
En la misma acera donde se alza el edificio de la señora Kawakami hay otros que siguen en pie, pero están vacíos. Los que lo flanquean, por ejemplo, están sin ocupar desde hace algún tiempo. Si de pronto se volviera rica, nos cuenta a menudo, compraría los dos inmuebles y ampliaría su local. Mientras tanto, espera que vaya gente a ocuparlos, y ni siquiera le importaría que abriesen bares como el suyo, con tal de no tener que seguir viviendo en ese cementerio.
Si algún día también ustedes saliesen del bar de la señora Kawakami, quizá sintiesen el impulso de detenerse a contemplar la desolación del paisaje y, en la oscuridad, aún podrían distinguir los montones de maderas y ladrillos rotos, así como, desparramados aquí y allá, pedazos de tubería brotando del suelo como malas hierbas. Después, si siguieran andando entre los montones de escombros, verían brillar los charcos de agua reflejando a cada paso la luz de las farolas.
Y si al llegar al pie de la colina que sube hasta mi casa todavía no se ha puesto el sol, deténganse en el Puente de las Vacilaciones y vuelvan la mirada hacia los restos del barrio de la vida nocturna: verán los antiguos postes telegráficos, alineados y aún sin cables, perdiéndose en la oscuridad del camino andado. Si también distinguen en lo alto de los postes unas manchas negras, son pájaros que se apiñan y encaraman como pueden, esperando posarse en los cables que un día surcaron el cielo.
Una noche, no hace mucho tiempo, me quedé un rato en el puente de madera y vi a lo lejos dos columnas de humo que salían entre los escombros. Pensé que podía tratarse de obreros del gobierno ocupados en algún programa lento e interminable, o de niños que disfrutaban haciendo alguna gamberrada. El caso es que aquellas columnas que se alzaban contra el cielo me pusieron melancólico. Eran como piras abandonadas de algún funeral. Un cementerio, como dice la señora Kawakami, y, efectivamente, es una imagen inevitable cuando uno piensa en la gente que frecuentó esta zona.