– Sinceramente, no entiendo lo que quiere usted, don Juan -protesté-. Cada historia vista a través de los ojos del testigo, tiene que ser a fuerza, personal.

– Claro, claro, por supuesto -me dijo sonriendo, disfrutando como siempre de mi confusión-. Pero en ese caso, no son historias para el álbum de un guerrero. Son historias con otros propósitos. Los sucesos memorables que buscamos tienen el toque oscuro de lo impersonal. Ese toque los impregna. No sé cómo explicártelo de otra forma.

En aquel momento creí tener un momento de inspiración y creí que comprendía lo que él quería decir con «el toque oscuro de lo impersonal». Creí que se refería a algo un poco mórbido. Eso es lo que significaba para mí la oscuridad. Le relaté entonces una historia de mi niñez.

Uno de mis primos mayores estaba en la escuela de medicina. Era interno y un día me llevó al depósito de cadáveres. Me aseguró que un joven tenía que ver a los muertos porque formaba parte de la educación de uno; demostraba lo transitorio de la vida. Continuó arengándome para convencerme que fuera. Cuanto más hablaba de la poca importancia que teníamos como muertos, más despertaba mi curiosidad. Nunca había visto un cadáver. Finalmente, mi curiosidad por presenciar uno me venció y fui con él.

Me mostró varios cadáveres y logró asustarme por completo. No les vi nada de educativo ni esclarecedor. Eran, francamente, la cosa más aterradora que había visto jamás. Mientras me hablaba, seguía consultando su reloj como si esperara a alguien en cualquier momento. Obviamente, quería que me quedara en el depósito más tiempo de lo que permitían mis fuerzas. Siendo la criatura competitiva que era, creí que estaba poniendo a prueba mi resistencia, mi hombría. Apreté los dientes y decidí aguantarme hasta el final.

El final llegó de maneras que nunca hubiera soñado. Un cadáver que estaba cubierto con una sábana, se movió con un fuerte estertor sobre la mesa de mármol donde yacían los otros, como si se preparara para levantarse. Hizo un ruido como de eructo, tan terrible que me pasó por el cuerpo como una ráfaga de fuego, y que quedará en mi recuerdo para siempre. Mi primo, el médico, el científico, me explicó que era el cadáver de un hombre que había muerto de tuberculosis, y que sus pulmones habían sido comidos por bacilos que dejaron enormes agujeros llenos de aire, y que en casos como ése, cuando el aire cambiaba de temperatura, forzaba al cuerpo a sentarse o, por lo menos, a sufrir convulsiones.

– No, todavía no llegas -dijo don Juan sacudiendo la cabeza-. Ésta es simplemente una historia acerca de tu susto. A mí también me hubiera asustado; sin embargo, un susto como ése no ilumina el camino. Pero tengo curiosidad de saber qué te pasó.

– Eché gritos como un loco -le dije-. Mi primo me llamó cobarde, cagueta por esconder mi cara contra su pecho y por enfermarme del estómago y vomitar encima de él.

Estaba definitivamente metido en las hileras mórbidas de mi vida. Recordé otra historia acerca de un chico de dieciséis años que conocí en la preparatoria, que sufría de una enfermedad de las glándulas, y como resultado creció a una altura gigantesca. Su corazón, sin embargo, no creció al mismo paso y un día se murió de un ataque cardíaco. Fui con otro chico a la mortuoria de pura curiosidad mórbida. El empresario de pompas fúnebres, que era quizá más mórbido que nosotros dos juntos, abrió la puerta de atrás y nos dejó pasar. Nos mostró su obra maestra. Había puesto al gigantesco muchacho, que medía más de dos metros y treinta centímetros, en un ataúd de una persona normal, cortándole las piernas. Nos mostró cómo las había dispuesto: el chico llevaba las piernas en sus brazos como dos trofeos.

El susto que experimenté fue semejante al que había experimentado de niño en el depósito de cadáveres, pero este nuevo susto no era una reacción física, sino una reacción de repugnancia psicológica.

– Casi, casi -dijo don Juan-. Pero tu historia es todavía demasiado personal. Es horrenda. Me enferma, pero veo grandes posibilidades.

Don Juan y yo nos reímos del horror que se encuentra en las situaciones de la vida cotidiana. A estas alturas me había perdido sin esperanza alguna en las hileras mórbidas que había atrapado y liberado. Le conté la historia de mi mejor amigo, Roy Oríndeoro. En realidad, tenía un apellido polaco, pero sus amigos le llamaban Oríndeoro porque lo que tocaba se volvía oro; era un maravilloso hombre de negocios.

Su don para los negocios lo hizo super-ambicioso. Quería ser el hombre más rico del mundo. Pero se dio cuenta de que había demasiada competencia. Según él, trabajando solo no podía competir, digamos, con el líder de una secta islámica que en aquel tiempo, era remunerado con su peso en oro cada año. El líder engordaba todo lo que podía antes de que lo pesaran.

Entonces decidió limitarse a ser el hombre más rico de los Estados Unidos. La competencia en este sector era feroz. Se limitó aún más: quizá podría ser el hombre más rico de California. Era también demasiado tarde para eso. Finalmente, a pesar de sus cadenas de pizzerías y heladerías, perdió la esperanza de poder hacerle competencia a las familias establecidas que ya se habían apoderado de California. Se contentó con ser el hombre más rico de Woodland Hills, un barrio en las afueras de Los Ángeles donde él vivía. Pero desdichadamente, a unos cuantos pasos de su casa vivía el señor Marsh, el dueño de unas fábricas de colchones de primera calidad, que eran de fama nacional, y que era más rico de lo que uno pudiera imaginarse. La frustración de Roy no tenía límites. Su impulso para lograrlo todo era tan intenso que, finalmente, le falló la salud. Un día, se murió de un aneurisma en el cerebro.

Como consecuencia, su muerte me condujo una tercera vez a una casa mortuoria. La mujer de Roy me rogó, como era su mejor amigo, que me asegurara que el cadáver fuera bien vestido. Llegué al mortuorio y un secretario me hizo entrar a las salas interiores. Al momento preciso de mi llegada, el director trabajaba sobre una alta mesa con tapa de mármol; estaba empujando con fuerza los extremos del labio superior del cadáver (que estaba ya en estado de rigidez cadavérica), con sus dedos índice y meñique de la mano derecha, mientras mantenía el dedo mayor contra la palma. Una sonrisa grotesca apareció en la cara muerta de Roy, al tiempo que el director dio media vuelta hacia mí, diciendo en tono servil: «Espero que encuentre todo esto satisfactorio, señor».

La mujer de Roy (nunca se sabrá si de veras lo quería o no), decidió enterrarlo con toda la pompa chillona posible ya que, según ella, su vida lo merecía. Había comprado un ataúd muy caro, hecho a la orden, que parecía cabina de teléfono público; la idea la había sacado de una película. Roy iba a ser enterrado sentado, como si estuviera haciendo una llamada telefónica de negocios.

No me quedé a la ceremonia. Salí sintiendo una reacción violenta, entre impotencia y furia, ese tipo de furia que no encuentra desahogo.

– ¡Pero qué mórbido estás hoy! -comentó don Juan, riéndose-. Sin embargo, a pesar de eso, o quizás a causa de eso, casi, casi estás por llegar. Lo estás tocando.

Siempre me maravillaba el cambio de humor que experimentaba cada vez que iba a ver a don Juan. Siempre llegaba sombrío y malhumorado, lleno de auto-afirmaciones y de dudas. Después de un rato, mi estado de ánimo cambiaba misteriosamente, y me volvía más abierto, por grados, hasta llegar a estar tan tranquilo como nunca. Sin embargo, mi nuevo humor seguía metido en mi antiguo vocabulario. Tenía la costumbre de hablar como una persona totalmente insatisfecha, que se contenía de quejarse en voz alta, pero cuyas interminables quejas estaban implícitas en cada vuelta de la conversación.

– ¿Puede darme algún ejemplo de un suceso memorable de su álbum, don Juan? -pregunté con mi acostumbrado tono quejumbroso-. Si supiera qué pautas busca usted, a lo mejor se me viene algo. Como va la cosa, estoy chiflando en la loma.


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