– ¿Tú parlas englés, mi nene? -me gritó como si estuviera sordo-. Te ves ejipto, o torco, quizás.

Le afirmé a Madame Ludmila que ni era ni lo uno ni lo otro y que sí hablaba inglés. Me preguntó luego si estaba de humor para ver sus «figuras ante un espejo». No sabía qué decir. Moví mi cabeza afirmativamente.

– Te dar bono spectácolo -me aseguró-. «Figuras ante un espejo» es sólo excitar, preparar. Cuando estés caluroso, díceme que pare.

Desde el corredor donde estábamos, entramos en un cuarto siniestro y oscuro. Las ventanas estaban cubiertas con pesadas cortinas. Había focos de bajo voltaje en unas lámparas que colgaban de la pared. Los focos tenían forma de tubos y salían de la pared misma en ángulo recto. Había un sinnúmero de objetos por todas partes; muebles pequeños con cajones, mesas y sillas antiguas; un escritorio de tapa redonda contra la pared, lleno hasta arriba de papeles, lápices, reglas y no menos de una docena de tijeras. Madame Ludmila me hizo sentar sobre una butaca vieja.

– La cama en otra sala, amor -dijo apuntando al otro lado del cuarto-. Ésta es mi antisala. Aquí, dar spectácolo, calor, presto.

Se quitó la bata roja, se quitó las zapatillas con una ligera patada y abrió las puertas dobles de dos armarios que estaban el uno junto al otro contra la pared. En cada puerta interior había un espejo de cuerpo entero.

– Y alora, la música, nene -dijo Madame Ludmila, y le dio cuerda a una Vitrola que parecía nueva de lo brillosa que estaba. Puso un disco. La música era una melodía hechizante que me recordaba a una marcha de circo-. Y ahora, mi spectácolo -dijo, y empezó a dar vueltas al compás de la melodía hechizante.

La piel del cuerpo de Madame Ludmila era tersa en su mayor parte, y extraordinariamente blanca, aunque no era joven. Era una cuarentona de años plenos y bien vividos. Tenía un poco de barriga y le colgaban sus pechos voluminosos. La piel de la cara también le colgaba en una papada. Tenía una nariz pequeña y labios rojos muy pintados. Llevaba muchísimo rímel negro. Me recordaba al prototipo de la prostituta envejecida. Sin embargo, tenía un aire de niña, un abandono y una confianza juvenil, una dulzura que me sacudía.

– Y ahora: «Figuras ante un espejo» -anunció Madame Ludmila mientras continuaba la música-. ¡Pierna, pierna, pierna! -dijo, dando una patada en el aire con una pierna y luego la otra al compás de la música.

Tenía la mano derecha encima de la cabeza como una niña que se siente insegura de hacer bien los movimientos.

– ¡Vuelta, vuelta, vuelta! -dijo dando de vueltas como un trompo-. ¡Culo, culo, culo! -dijo luego, mostrándome su trasero desnudo como bailarina de cancán.

Repitió la secuencia una y otra vez hasta que la música empezó a perderse al acabársele la cuerda a la Vitrola. Tuve la sensación de que Madame Ludmila iba dando vueltas a la distancia, volviéndose más y más pequeña a medida que la música se perdía. Una desesperanza y una soledad cuya existencia no conocía en mí, salió a la superficie desde lo más profundo de mi ser y me impulsó a levantarme y salir corriendo del cuarto; a bajar las escaleras como un loco, a salir corriendo del edificio, a la calle.

Eddie estaba de pie junto a la puerta, conversando con los dos hombres de trajes azulclaro brillosos. Al verme correr así, empezó a reírse estrepitosamente.

– Dime, muchacho, ¿no te pareció una bomba? -dijo, todavía aparentando ser americano-. «Figuras ante un espejo es sólo excitación, preparar…» ¡Qué cosa! ¡Qué cosa!

La primera vez que le mencioné la historia a don Juan, le había dicho que me había afectado profundamente la melodía hechizante y la vieja prostituta dando vueltas torpemente al compás de la música. Y que también me había afectado darme cuenta de cuán insensible era mi amigo.

Cuando terminé de recontar mi historia a don Juan, sentados allí en las colinas de la cordillera de Sonora, estaba temblando, misteriosamente afectado por algo indefinido.

– Esa historia -dijo don Juan- debe estar en tu álbum de sucesos memorables. Tu amigo, sin tener ninguna idea de lo que estaba haciendo, te dio, como él mismo dijo, algo que te va a durar toda una vida.

– Yo la veo simplemente como una historia triste, don Juan, pero eso es todo -declaré.

– Cierto, es una historia triste, igual que tus otras historias -contestó don Juan-, pero lo que la hace diferente y memorable es que nos afecta a cada uno de nosotros como seres humanos, no sólo a ti, como en tus otros cuentos. ¿No ves? Como Madame Ludmila, cada uno de nosotros, joven o viejo, de una manera u otra, está haciendo figuras ante un espejo. Haz cuenta de lo que sabes de la gente. Piensa en cualquier ser humano sobre esta tierra, y sabrás sin duda alguna, que no importa quién sea, o lo que piensen de ellos mismos, o lo que hagan, el resultado de sus acciones es siempre el mismo: insensatas figuras ante un espejo.

UN TEMBLOR EN EL AIRE

UN VIAJE DE PODER

Cuando conocí a don Juan, yo era un estudiante de antropología bastante dedicado, y quería dar principio a mi carrera como antropólogo profesional publicando lo más posible. Estaba decidido a ascender los grados académicos, y según mis cálculos, había determinado que el primer paso era coleccionar material sobre los usos de las plantas medicinales de los indios del suroeste de los Estados Unidos.

Primero, le pedí consejos sobre mi proyecto a un profesor de antropología que había trabajado en ese campo. Era un etnólogo de fama que había publicado extensamente durante los años treinta y cuarenta sobre los indios de California, del suroeste y de Sonora, México. Escuchó con paciencia mi exposición. Mi idea era escribir un trabajo, «Datos Etnobotánicos», y publicarlo en una revista que se enfocaba exclusivamente en temas antropológicos del suroeste de los Estados Unidos.

Me proponía coleccionar plantas medicinales, llevar los especímenes al jardín Botánico de UCLA para que fueran identificados y luego describir por qué y cómo los utilizaban los indios del suroeste. Me veía coleccionando miles de especímenes. Hasta me vi publicando una pequeña enciclopedia sobre el tema.

El profesor se sonrió y me miró con una expresión de perdón.

– No quiero disminuir tu entusiasmo -me dijo en una voz cansada-. Pero no puedo más que hacer un comentario negativo acerca de tu anhelo. El anhelo es bienvenido en el campo de la antropología, pero tiene que estar correctamente canalizado. Estamos todavía en la edad de oro de la antropología. Fue mi suerte estudiar con Alfred Króber y Robert Lowie, dos gigantes de las ciencias sociales. No he traicionado su confianza. La antropología es todavía la disciplina madre. Todas las otras disciplinas deben brotar de la antropología. El campo entero de la historia, por ejemplo debería llamarse «Antropología Histórica», y el campo de la filosofía debería ser «Antropología Filosófica». El hombre debe ser la medida de todo. Como consecuencia, la antropología, el estudio del hombre, debe ser el corazón de cada una de las otras disciplinas. Algún día lo será.

Lo miré, confuso. Él era, pensé, un viejo profesor benévolo, totalmente pasivo, que recientemente había sufrido un ataque cardíaco. Parecía que había yo tocado una fibra de pasión en él.

– ¿No cree que debe prestarle mayor atención a sus estudios formales? -continuó-. En vez de hacer trabajo de campo, ¿no sería mejor que estudiara lingüística? Tenemos en el departamento a uno de los lingüistas más conocidos del mundo. Si yo fuera usted, estaría a sus pies, absorbiendo cualquier cosa que pudiera de él.

– También tenemos una autoridad de primera en religiones comparativas. Y hay unos antropólogos aquí que han hecho trabajo estupendo sobre sistemas de parentesco en las culturas del mundo, desde el punto de vista de la lingüística y desde el punto de vista de la cognición. Necesita usted mucha preparación. Pensar en hacer trabajo de campo a estas alturas es un insulto. ¡A los libros, joven! Eso es lo que aconsejo.


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