– Trabajarás aquí hasta que te mueras -le dijo-. Y después otro indio tomará tu puesto, así como tú estás tomando el puesto de un indio muerto.
Don Juan dijo que la casa parecía una fortaleza inexpugnable, con hombres armados con machetes por doquier. Así que hizo lo único sensato que podía hacer: ponerse a trabajar y tratar de no pensar en sus cuitas. Al final de la jornada, el hombre regresó y, porque no le gustó la mirada desafiante en los ojos de don Juan, se lo llevó a patadas hasta la cocina. Amenazó a don Juan con cortarle los tendones de los brazos si no le obedecía.
En la cocina una vieja le sirvió comida, pero don Juan estaba tan perturbado que no podía comer. La vieja le aconsejó que comiera todo porque tenía que fortalecerse ya que su trabajo jamás terminaría. Le advirtió que el hombre que ocupaba su lugar había muerto el día anterior. Estaba demasiado débil y se cayó de una ventana del segundo piso.
Don Juan dijo que trabajó en la casa del patrón por tres semanas, y que el hombre abusó de él a cada instante. Bajo la amenaza constante de su cuchillo, pistola o garrote, el capataz lo hizo trabajar en las más peligrosas condiciones, haciendo los trabajos más pesados que es posible imaginar. Cada día lo mandaba a los establos a limpiar los pesebres mientras seguían en ellos los nerviosos garañones. Al comenzar el día, don Juan tenia siempre la certeza de que no iba a sobrevivirlo. Y sobrevivir sólo significaba que tendría que pasar otra vez por el mismo infierno al día siguiente.
Lo que precipitó la escena final fue la petición que don Juan hizo en un día feriado. Pidió unas horas para ir al pueblo a pagarle el dinero que le debía al capataz del molino de azúcar. Era un pretexto. El capataz se dio cuenta y repuso que don Juan no podía dejar de trabajar, ni siquiera un minuto, porque estaba endeudado hasta las orejas por el solo privilegio de trabajar allí.
Don Juan tuvo la certeza de que ahora si estaba perdido. Entendió las maniobras de los dos capataces: estaban de acuerdo para hacerse de indios pobres del molino, trabajarlos hasta la muerte y dividirse sus salarios. Al darse cabal cuenta de todo esto don Juan explotó. Comenzó a dar gritos histéricos; gritando atravesó la cocina y entró a la casa principal. Sorprendió tan por completo al capataz y a los otros trabajadores que pudo salir corriendo por la puerta delantera. Casi logró huir, pero el capataz lo alcanzó y en medio del camino le pegó un tiro en el pecho y lo dio por muerto.
Don Juan dijo que su destino no fue morir; ahí mismo lo encontró su benefactor y lo cuidó hasta que se repuso.
– Cuando le conté toda la historia a mi benefactor -prosiguió don Juan-, apenas logró contener su emoción. "Ese capataz es un verdadero tesoro" dijo mi benefactor. "Es algo demasiado raro para ser desperdiciado. Algún día tienes que volver a esa casa".
"Se deshacía en elogiar a mi suerte de encontrar un pinche tirano, único en su género, con un poder casi ilimitado. Pensé que el señor estaba loco. Me tomó años entender cabalmente lo que me dijo en ese entonces.
– Este es uno de los relatos más horribles que he escuchado en mi vida -dije-. ¿Realmente volvió usted a esa casa?
– Claro que volví, tres años después. Mi benefactor tenia razón. Un pinche tirano como aquel era único en su género y no podía desperdiciarse.
– ¿Cómo logró usted regresar?
– Mi benefactor ideó una estrategia utilizando los cuatro atributos del ser guerrero: control, disciplina, refrenamiento y la habilidad de escoger el momento oportuno.
Don Juan dijo que su benefactor, al explicarle lo que él tenía que hacer en la casa del patrón para enfrentar a aquel ogro de hombre, también le reveló que los nuevos videntes consideraban que habían cuatro pasos en el camino del conocimiento. El primero es el paso que dan los seres humanos comunes y corrientes al convertirse en aprendices. Al momento que los aprendices cambian sus ideas acerca de sí mismos y acerca del mundo, dan el segundo paso y se convierten en guerreros, es decir, en seres capaces de la máxima disciplina y control sobre si mismos. El tercer paso, que dan los guerreros, después de adquirir refrenamiento y la habilidad de escoger el momento oportuno, es convertirse en hombres de conocimiento. Cuando los hombres de conocimiento aprenden a ver, han dado el cuarto paso y se han convertido en videntes.
Su benefactor recalcó el hecho de que don Juan ya había recorrido el camino del conocimiento lo suficiente para haber adquirido un mínimo de los dos primeros atributos: control y disciplina.
– En aquel entonces, me estaban vedados los otros dos atributos -prosiguió don Juan-. El refrenamiento y la habilidad de escoger el momento oportuno quedan en el ámbito del hombre de conocimiento. Mi benefactor me permitió el acceso a ellos a través de su estrategia.
– ¿Significa eso que usted no hubiera podido enfrentarse al pinche tirano por su cuenta? -pregunté.
– Estoy seguro de que hubiera podido hacerlo yo solo, aunque siempre he dudado que hubiera podido hacerlo con estilo y elegancia. Mi benefactor disfrutó inmensamente dirigiendo mi tarea. La idea de usar un pinche tirano no es solo para perfeccionar el espíritu sino también para la felicidad y el gozo del guerrero.
– ¿Cómo podría alguien gozar con el monstruo que describió usted?
– Ese señor no era nada en comparación con los verdaderos monstruos que los nuevos videntes enfrentaron durante la Colonia. Todo parece indicar que aquellos videntes se quedaron bizcos de tanta diversión. Probaron que hasta los peores pinches tiranos son un encanto, claro esta, siempre y cuando uno sea guerrero.
Don Juan explicó que el error de cualquier persona que se enfrenta a un pinche tirano es no tener una estrategia en la cual apoyarse; el defecto fatal es tomar demasiado en serio los sentimientos propios, así como las acciones de los pinches tiranos. Los guerreros por otra parte, no solo tienen una estrategia bien pensada, sino que están también libres de la importancia personal. Lo que acaba con su importancia personal es haber comprendido que la realidad es una interpretación que hacemos. Ese conocimiento fue la ventaja definitiva que los nuevos videntes tuvieron sobre los españoles.
Dijo que estaba convencido de que podía derrotar al capataz usando solamente la convicción de que los pinches tiranos se toman mortalmente en serio, mientras que los guerreros no.
Siguiendo el plan estratégico de su benefactor, don Juan volvió a conseguir trabajo en el mismo molino de azúcar. Nadie recordó que él trabajó allí; los peones trabajaban en el molino de azúcar por temporadas.
La estrategia de su benefactor especificaba que don Juan tenia que ser esmerado y circunspecto con quien fuera que llegara buscando otra víctima. Resultó que la misma señora llegó, como lo había hecho años antes y se fijó inmediatamente en don Juan, quien tenía aún más fuerza física que la vez anterior.
Tuvo lugar la misma rutina con el capataz. Sin embargo, la estrategia requería que don Juan, desde el principio, rehusara pago alguno al capataz. Al hombre jamás se le había hecho eso, y quedó asombrado. Amenazó con despedir a don Juan del trabajo. Don Juan lo amenazó por su parte, diciendo que iría directamente a la casa de la señora a verla. Le dijo al capataz que él sabía donde vivía ella, porque trabajaba en los campos aledaños cortando caña de azúcar. El hombre comenzó a regatear, y don Juan le exigió dinero antes de aceptar ir a casa de la señora. El capataz cedió y le entregó algunos billetes. Don Juan se dio perfecta cuenta de que el capataz accedía sólo como ardid para conseguir que aceptara el trabajo.
El mismo me llevó de nuevo a la casa -dijo don Juan-. Era una vieja hacienda propiedad de la gente del molino de azúcar; hombres ricos que o bien sabían lo que pasaba y no les importaba, o eran demasiado indiferentes para darse cuenta.